Tenía tantas horas sentada que su espalda se empezaba a confundir con la silla, sus ojos estaban hinchados por la cantidad de tiempo frente a la pantalla. En ese punto se le había olvidado como era la luz del sol y hablar con personas reales.
Hacía meses o ya creía que años que vivía de esa forma. El tiempo se confundía, las reuniones duraban tantas horas, no había cafés intermedios ni chismes de pasillo.
Su ropa solo importaba del dorso para arriba, los airpods se habían incrustado en sus oídos y cada vez que abría la boca se preguntaba si el micrófono estaba o no encendido y si alguien de verdad la estaba escuchando.
No tenía claro que pasó ese día. Si había sido la voz homogénea de su jefe, el colapso de archivos abiertos en su computador o el ladrido del perro.
Vio el reloj y miró la fecha, vio su propia imagen en el cuadradito de la videollamada, era ella sí. Revisó su cabello, sus labios, su nariz, sus arrugas y algo dentro de sí se convulsionó.
Cerró el computador con fuerza y decisión, se levantó como pudo de la silla y empezó a estirar sus piernas para intentar caminar. Con determinación se arrancó los audífonos y gritó.
Puso música a todo volumen y caminó hasta la cocina. Sacó la harina, la levadura, la sal, el aceite, desempolvó un viejo recetario y empezó a mezclar.
Poco a poco la masa fue tomando forma, sacó los restos de sus dedos para después golpear la masa contra el mesón. La harina cubría su cabello y salpicaba su rostro, le gustaba la sensación en sus manos, no había que tocarla con ligereza como las teclas del computador, abarcaba cada espacio suave y firme a la vez.
Levantó el trapo y como por arte de magia la pequeña bola de color piel había crecido. La pinchó primero con sus dedos, una sonrisa se abrió en su rostro, solo faltaba el paso final y su obra de arte estaría lista.
No había números, ni datos ni presentaciones finales, esta vez su trabajo podía sentirse, verse, olerse y saborearse.
Inhaló el aroma embriagante que se expandía desde el horno y que invadía la casa y más allá de ella.
Contó los minutos con desespero hasta que finalmente pudo llevar un trozo de pan a su boca. Rozó la corteza con sus labios como si se tratara de un beso tierno hasta que el resto se fue deshaciendo lentamente con ese sabor a infancia y a hogar. Un pequeño ruido se escapó de sus labios, sus dedos corrieron por un poco más y por primera vez en mucho tiempo comenzó a sentir otra vez todo su cuerpo.
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