Una bicicleta vieja era mi compañera y la pequeña tienda que quedaba en la vereda estaba subiendo unas lomas. Yo, el menor de siete hermanos por el cual siempre enviaban a realizar los mandados, mis papás me enviaron a traer los panes del desayuno. Pero como el trayecto era largo y mi papá tenía afán para ir al trabajo, así que me dio un billete para que lo cambiara. La compra de los panes me ayudaría a cambiar el billete.
Debía ir en la bicicleta vieja, así que pedaleando con gran dificultad por la loma, creí que sería sencillo. Con chanclas y en pantalones cortos, me dirigí a la tienda de doña Martha. Doña Martha me reconocía por ser escandaloso al golpear la puerta para llevar el pan.Yo tenía unos 11 años.
A lo que la señora, una mujer ya mayor de contextura ancha y con una cara redonda y un genio muy irritable, salía molesta a decir: «Niño, me vas a acabar la paciencia con tanta llamada. ¿Qué quieres?». Tragué saliva y dije: «Doña Martha, ¿puede venderme tres bolsas de pan?».
«Ustedes comen mucho pan, por eso estás tan delgado, muchachito. Seguro que en tu casa no te dan buena sopa. Aquí están las bolsas, ya voy a buscar el vuelto del billete». Ella tenía la costumbre de realizar comentarios que nadie pidió.
Después de sus comentarios, tomé las bolsas de pan y emprendí mi viaje de regreso. Cabe aclarar que no era muy hábil manejando la bicicleta, pero me esforzaba por mejorar. En la bajada de la colina, decidí ir sin frenar.
En caso de tomar demasiada velocidad en la bajada, frenaría con los frenos delanteros. Antes de lanzarme, pensé en su comentario y dije al aire: «¡No me dan buena sopa, vieja metida! Para subir estas cuatro lomas se necesita más que buena sopa!». Y al lanzarme, la bicicleta ganó velocidad.
El viento era como una ráfaga de aire que despeinaba mi cabello y golpeaba mi rostro. La velocidad era tal que empecé a dudar de la comida que me daban en mi casa, porque sentía que perdía el control. «¡Que se pierda todo menos el pan del desayuno!».
Era el momento de frenar, pero para mi desgracia los frenos de la bicicleta no respondían. El miedo parecía haberse apoderado de mí en el camino, mucho más miedo que cuando el burro se comió mi libro de planas, que cuando las gallinas las agarran para el sancocho, pero sería peor si los panes se caían. Así que en el trayecto esquivé una piedra y, como si fuera una bala, traté de frenar con la suela de la chancla para minimizar la velocidad de la llanta trasera. La llanta derretía la suela, pero ayudó hasta que sin querer pasé la cerca de don Gedeón y sin éxito caí dando vueltas, asustando a un par de gallinas de una finca vecina.
Al levantarme con el cuerpo adolorido, busqué las bolsas y allí las vi, cerca de unas gallinas que querían picotearla. Así que grité: «¡Eh!» para asustar a las gallinas, pero poniendo en sobre aviso a los perros de la finca cercana a la carretera. Se sabía que los perros de Gedeón no perdonaban, así que de un carrerón tomé las bolsas de pan, monté en la bicicleta y adolorido empecé a pedalear.
Los perros salieron, pero con rapidez los perdí. Llegué a mi casa y entregué el pan. «Bien hecho, mijo, ya voy a servir», dijo mi mamá. Así que cuando me senté, mi papá se sentó. Yo reflexioné: «Vea, quien pensaría que un pan es muy importante para acompañar el café de la mañana». Mi padre me miró y con duda dijo: «¿Y los vueltos del dinero, mijo?».
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