EL PAN DE UN MUERTO
Hoy finalmente me he endurecido, al punto de ser incomible, ni siquiera por miserables hambrientos que llegan al basurero de la panadería para tragar desperdicios. Seguramente de llevarme a sus bocas, les rompería alguno de sus debilitados dientes. De no haberme vuelto piedra hubiera trascendido enmohecido hasta desintegrarme. Así que realmente ya no importa, ni la retrogradación o el devorar de los hongos. Importa la experiencia, particularmente la última de mi existencia.
En la vieja panadería donde me crearon frente al cementerio “Jardines Eternos”, fue la última vez que hubo cocción. Este recién pasado 2 de noviembre aprovecharon el “día de muertos” para hornear por última vez desde las 5 de la mañana, hasta las 5 de la tarde. Entre inmundicia y pétalos muertos de flor de cempasúchil en el pavimento mojado por baldes rebosantes de agua tratada de los cuidadores de tumbas que no se daban abasto de trabajo, seguía en el olvido de la gente deteriorada con las paredes chuecas, de no ser por la festividad de la temporada seguramente nadie me hubiera adquirido.
Tomado por un par de manos sucias, callosas y gruesas, escucho un regaño por no haber utilizado las pinzas para cargarme y soltarme en la bandeja espolvoreada de restos de hermanos panes, de quienes aún conservo alguno de sus despojos adheridos a mi cuerpo. Tras ser estrujado violentamente por la anciana de manos pequeñas que seguían reganando a mi comprador, a quien años atrás le había platicado el proceso de hornear pero ya no lo reconocía. Fui arrojado al interior oscuro de papel café donde no tuve más remedio que dormirme, hasta que de nuevo fui tomado para ser situado al filo inferior de una tumba, después de un par de horas en las que el cementerio cerró sus grandes rejas y no quedaba más que el velador exhausto, asimile una tristeza enorme y frio. La noche en el cementerio se había vuelto igual de negra que el interior de la bolsa de donde me habían sacado, desgarrada y hecha un puño, limpiaba el trasero del velador y sepulturero, pude oler claramente sus viseras cuando evacuaba en el pasto amarillento justo enseguida de mí. Hasta el límite de mi vista alcanzaba a vislumbrar diminutos fuegos oscilantes al capricho de una respiración parecida al viento. Era bastante extraño, flotando casi imperceptibles sueños de neblina, lamentos susurrantes entre la brisa del aire helado, era una sensación que me colmaba e impedía ponerle atención al señor que a duras penas podía detectar lo blanco de sus ojos y lo amarillo de sus dientes. En cuclillas le hablaba a la tumba con dificultad, desde su garganta salían heridas con las que ya no podía lidiar, abordaba breves historias de paseos tomados de la mano en el parque árido de la colonia donde antes vivía y acontecimientos añejos, como cuando lo abofeteo por romperle la caguama de cerveza justo al pasársela a su mano, le confesó que había sabido de inmediato que había sido su culpa por traer sus manos resbalosas. Se rompió en llanto al reiterar que no sabía que era su hijo, hasta que vio a su madre en el entierro tuvo la terrible sospecha, quien en un principio la confundió por traer gafas que le cubrían gran parte de su rostro, pero sus gemidos la delataron, eso lo aterro mientras cavaba el agujero donde posteriormente se enterraría el ataúd que le llovían flores, pocos días antes del 2 de noviembre le dijo que al leer su nombre en la lápida donde había reconocido a su mama este recién pasado día de muertos se terminó de arruinar mientras se empinaba una botella de charanda, “perdóname hijo” repetía el velador que lo había abandonado desde su infancia junto a su madre, le decía que no había peor dolor que el que un padre entierre a su propio hijo. En medio de quejidos quedo profundamente dormido con la cabeza en el frio de la lápida, alcanzo a balbucear hinchado en alcohol que ya no podría descansar jamás, desde que agarro la pinchi pala lleno de miedo por saber por quién lloraba su mama. Yo durante su sueño comencé a endurecerme, la bajada de temperatura había encogido aquel hombre en posición fetal, una sensación de lo más rara empaño mi visión por un instante, se repitió un par de ocasiones más, de pronto mi vista se volvía nebulosa por fracciones de segundos, al voltear la vista el espectro de un jovencito había intentado tomarme para llevarme a la boca, movía sus labios y sin parpadear masticaba, me preocupe al pensar que aún no era consciente de que me estaba destruyendo dentro de su boca, pero en realidad yo jamás me había movido, solo simulaba haberme tomado para comerme, concluí su intangibilidad, al mismo tiempo que quise morir de espanto. El joven le decía aquel hombre que también sabía que la caguama se le había caído a él, ya que siempre apretaba el cuello de la botella fría lo más que podía con sus manos pequeñas para que no se le resbalara precisamente, y en esa ocasión el traía sus manos llenas de aceite y grasa de motor. Le había dolido mucho la bofetada, eso siempre lo entristeció, incluso más que cuando lo abandono. Estaba sumamente confundido, no sabía si lo que dijo el jovencito era algo que yo ya sabía, o solo estaba sonando. Esa infernal sensación de duda perduro hasta el amanecer gélido, nunca me percate en que momento aquel chico había desaparecido. Solo observe aquel hombre miado despertar, sentándose con dificultad con el ceño totalmente fruncido, temblando y mirándome con hipo, intentando convencerme que somos uno mismo.
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