-Mañana antes de irse, suba a la plaza Lizana y tráigame una barra de pan. Dígales que es para mí.
-¿No quiere que vaya hoy antes de sentarse a comer?
-No. Tengo en el cajón.
Paquita sabía que no era del todo verdad. Por la mañana la había visto acompañar un vaso de leche con un trozo de pan duro. Se le ocurrió meter las narices y preguntarle si no prefería que le tostase el blando del día anterior en vista de sus pérdidas de dentadura. Doña María la miró moliente y le contestó:
-En esta casa ni se tira nada, ni se compra si no hace falta. Aunque de lo que yo haga a lo que hagan los que vengan detrás, hay un extenso campo de trigo.
Con la respuesta Paquita regresó a sus tareas y no volvió a abrir la boca en toda la mañana. A la hora de marcharse Doña María estaba encerrada en una estancia cuya oscuridad le había prohibido a ella la entrada. Intuyó que se trataba de la alcoba matrimonial y que llevaba muchos años en desuso. Lo descifró limpiando los marcos de fotos de una habitación que daba al patio interior. La viudedad llamó pronto a la puerta, y el luto, roto por las arrugas de una colcha blanca de ganchillo tendida sobre la cama, le dio la espalda a la calle. Al estirarlas, la figura de antaño espigada se rehízo de su joroba y dictó sentencia:
-Volverá usted mañana.
Paquita no sabía si se trataba de una orden o de una pregunta. Así, cuando la oyó trastear sola a la hora de marcharse, se despidió asegurándose de que la oía la portera pero no ella. Era su primer día y además treintaiuno, y como habían acordado día de cobro, pero prefirió no mover el agua pasada, había tenido suficiente piedra de molino.
-Ayer se fue usted sin cobrar ni despedirse. Dudé si iba a volver.
-No sabía dónde estaba, y como esta casa es tan grande, ni quería gritar ni molestarla.
-Estaba en la alcoba. No es necesario que entre a limpiar ahí, pero el día que ya no me haga falta ni usted ni el pan, le ruego entre a cogerse lo que es suyo del primer cajoncito con llave de la cómoda. Ya sabrá usted encontrarla. No se asuste, cuando llegue el resto de los cajones estarán abiertos y vacíos, pero dudo que encuentren la forma de acceder a su sueldo. Hoy no se vaya sin acercarse a despedirse.
-Entendido. Le he traído ya el pan. Me ha sorprendido que no me lo cobrasen.
-Gracias. Pero ya he desayunado. Ya se lo explicaré.
Doña María se acercó a la cocina, cogió un cuchillo y le cortó las puntas. Uno de los curruscos fue a parar a la jaula del canario y el otro a la repisa de la ventana del lavadero.
-Tenga cuidado cuando tienda la colada Paquita. He dejado una limosna para las golondrinas. ¿Sabrá usted que le quitaron las espinas a la corona a Cristo?
-Sí señora. Y se mancharon el pecho con su sangre.
Regresó a la cocina, guardó el pan en la panera y con la yema de los dedos dio cuenta de los restos de corteza, antes de poner agua al fuego. Al finalizar su jornada, Paquita buscó a doña María para despedirse. La señora estaba en la alcoba nuevamente. Con la luz que salía entre las bisagras la descubrió orando en el reclinatorio. Esperó que se hiciera el amén y lo pronunció con ella.
-Pase Paquita –le dijo esbozando una pequeña sonrisa.
-Con su permiso.
-Mi marido tenía patrimonio y murió joven, aunque eso usted ya lo sabrá –comenzó empuñando una fotografía troquelada en blanco y negro. Cuando falleció yo no sabía nada de sus negocios. Me quedé con nuestros cinco hijos todavía pequeños y muchas cosas que atender, entre ellas terminar la construcción de este edificio que alberga a toda la familia. Vivíamos en una finca a las afueras de la ciudad y pronto nos trasladamos aquí para estar más cerca del colegio, y aquí fermentando en el bajo de la portería, con nuestro piso todavía en el horno y el resto de plantas amasándose, mi vida se quedó sin sal. Tuve que fiarme de la gente y de la misma manera se tuvieron que fiar de mí. Uno de ellos fue el antiguo y recientemente fallecido panadero. Siempre le pagaba religiosamente el pan, pero llegó un momento en que me era imposible. Las malas cosechas sumadas a los gastos imprevistos de la obra, me obligaron a reclinarme sobre la artesa para llenarnos el estómago. Solo duré una semana.
-Usted a la harina, yo a la masa, y el pan en su casa –me dijo un día.
-Aquellos años nunca nos faltó pan ni un solo día, como tampoco nos faltaron la leche, los huevos y el azúcar. Con el tiempo todo fue volviendo a la normalidad, y posteriormente traté de compensarle con lo único que creía tener, la harina de mis campos, la harina de mi molino. Estuvimos mucho tiempo en un tira y afloja. No llevo las cuentas, pero su hijo dice que gracias a mí, ni le sobra pan ni le falta harina aunque para mí siempre estaré en deuda. Cuando yo no esté, imagino que todo quedará en el olvido. Los míos ya ni se acuerdan de comer torrijas y mis nietos no quieren ni probarlas.
-Ya encontrarán el momento doña María.
-Comerá usted antes que ellos. Para mañana pida dos barras y tome lo que le debo.
-Hasta mañana doña María.
-Hasta mañana Paquita.
Días más tarde, el hijo de Paquita salió del Seminario y decidió ir a buscar por sorpresa a su madre para regresar juntos a casa. Embutido en un abrigo desde el cuello hasta los pies, rondaba el edificio sin atreverse a entrar cuando fue sorprendido por la portera.
-¿Qué anda buscando joven?
-Espero a mi madre. Trabaja aquí pero no sé exactamente donde.
-¿Quién es tu madre?
-Paquita.
-Aguarda un poco –zanjó la portera tomando las escaleras.
-Doña María, hay un mozo abajo que dice ser el hijo de la Paquita – le dijo al oído.
-Para esos menesteres no hace falta que me avises. Hazlo subir.
-Paquita, ha venido su hijo.
-Perdón doña María…¿Cómo se te ocurre venir aquí? –le reprochó
-Tú a lo tuyo Paquita. ¿Te gustan las torrijas Ubaldo?
-Sí, claro que me gustan.
-Acompáñame, seguro que puedes contarme muchas cosas.
Entonces, ambos se fueron a la cocina dejando a Paquita en sus quehaceres.
-¿Cómo sabe mi nombre? – la interrogó Ubaldo tras quitarse el abrigo.
-Yo y tu madre hablamos mucho últimamente, pero hay algo que no me ha contado. Llevo años buscando a alguien de fiar y cuando por fin la encuentro, me queda una duda. ¿Quién la ha enviado? ¿Tú sabes algo? -intervino doña María.
-Yo solo sé que mi abuelo era el panadero de la plaza Lizana, que está torrija es un pecado venial y Dios me ha encargado que lleve hasta Él la receta – le contestó colocándose el alzacuellos.
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