Introdo
El sol se asomaba en el horizonte, tiñendo con tenues tonos naranjas las calles del pueblo adormecido. El canto de los gallos resonaba a lo lejos, marcando el inicio de un nuevo día, mientras que los pájaros despertaban con trinos melodiosos que llenaban el aire. Las cigarras, aún adormiladas, comenzaban a emitir sus primeros chirridos, sumándose al concierto matutino.
En un ángulo cualquiera, la panadería de Don Mateo despertaba al sol con los primeros rayos de luz. Era un ritual que, desde joven, había observado siempre que la vida comenzaba para él. Los aromas familiares al trigo y la levadura lo invadían todo, anticipando otro día que se inauguraba. El crujido de las hojas secas bajo los pies de los primeros transeúntes y el suave murmullo del viento que atravesaba los árboles se mezclaban con el bullicio de la naturaleza.
El clima ese día prometía ser cálido, con una ligera brisa que traía consigo el frescor de la madrugada. Las nubes, dispersas en el cielo, indicaban que posiblemente por la tarde se formara una tormenta, un evento común en esa estación del año.
El sonido distante de los perros ladrando, las vacas mugiendo en los establos y el canto de los grillos que se despedían de la noche completaban el cuadro sonoro de aquel amanecer. Todo en el pueblo parecía sincronizado con el ritmo natural de la vida, un ciclo que se repetía pero que cada día ofrecía un matiz diferente.
El proceso de amasar
Desde la espaciosidad de la panadería, Don Mateo preparaba la mesa para amasar el pan. Con las manos tan curtidas como expertas, mezclaba harina, agua, sal y levadura, sintiendo los cambios de textura bajo cada golpe. Cada movimiento era una danza que su padre, y el padre de su padre, le habían enseñado.
Al tiempo que golpeaba con mano firme, Pascual pensaba en los años que habían pasado, en los panaderos que sin falta habían manipulado el pan amorosamente, de manera indiferente, y en su caso, con un dejo de tristeza.
Porque amasar pan era algo más que un quehacer diario, se trataba de una forma de vida. Se requería paciencia, pero se ofrecía tiempo de sobra para pensar. Cada masa amasada de pan tomaba un poco de su mente; el pan se infiltraba en su mente como si los antepasados, guiados por sus propias manos, le otorgaran la receta.
El Valor Simbólico del Pan
El pan, desde tiempo inmemoriales, poseyó un sitio destacado en la historia y la literatura. Desde los evangelios canónicos hasta las novelas de la moda, el pan era todo vida, esperanza y comunidad. La madrugada y la esperanza le trajeron el recuerdo de las historias que le revelaba su madre acerca de un pasado remoto, de cuando la masa no representaba solo la comida, sino un triunfo en la resistencia y la concordia.
Cada hogaza de pan significaba, al salir de su propio horno, la evidencia de cómo la raza humana no se había rendido jamás. Durante la paz o la contienda, el hambre o la felicidad, el pan había sido testigo de todos y consuelo de algunos, siempre en esencia si no en forma.
El Pan y la Comunidad
La panadería de Don Mateo no solo era el lugar del barrunto del pan, sino la cúspide de todos los acontecimientos de la pequeña villa. Cada mañana, los vecinos se alineaban para la compra del alimento diario, pero también para participar de las nuevas, sonrisas y temores. La panadería era el punto de convergencia; era el corazón donde las mentes se abrían y los entes compartían vidas.
Uno de los personajes más entrañables que visitaba la panadería era Doña Carmen, una anciana de sonrisa afable y ojos chispeantes. Doña Carmen llegaba temprano, justo cuando el aroma del pan recién horneado comenzaba a llenar el aire. Llevaba siempre consigo un bastón de madera, decorado con pequeñas flores pintadas a mano, y una bufanda que su difunto esposo le había regalado hacía muchos años.
Don Mateo conocía a cada uno de sus clientes; le sabía nombre, historia, alegrías y tristezas. Con Doña Carmen, había una conexión especial. La anciana había vivido en el pueblo toda su vida y sus relatos sobre tiempos pasados eran siempre recibidos con atención y cariño. Cada hogaza de pan que salía de su horno contenía un trozo de su comunidad: era parte de las vidas que chocaban cada día.
Doña Carmen tenía la costumbre de quedarse unos minutos más en la panadería después de comprar su pan. Le gustaba charlar con Don Mateo sobre las noticias del pueblo, recordar anécdotas del pasado o simplemente compartir su sabiduría. A veces, algún vecino se unía a la conversación, formando un pequeño círculo de historias y risas que llenaba de calidez la mañana.
Así, cada mañana, Doña Carmen y los demás vecinos encontraban en la panadería de Don Mateo no solo el alimento diario, sino también un refugio para sus corazones. Era un lugar donde las vidas se entrelazaban y donde, a través del pan y las palabras, se construía una comunidad sólida y entrañable.
Un Visitante Especial
Una madrugada, ya dándole los toques a la cabalgadura de la panadería, Don Mateo escuchó unos ligeros maullidos. Al pasar por la esquina, se topó con un pequeño gato, de negra pelambre y ojos penetrantes.
El gato, a todos luces hambriento, se aproximó a tientas hasta la puerta abierta, husmeando el aire cargado con el aroma reciente del pan horneado. Don Mateo sonrió y, con las manos aún pintadas de blancura, acarició al gato.
De allí en más, la panadería contó con Pancho. Desde aquel día, Pancho fue su asistente. El gato paseaba por las mesas y las cajas, mirando ensimismado cada movimiento de su dueño.
En poco tiempo, el animalito se hizo popular entre los clientes: niños lo acariciaban, adultos le traían sobras, y el Minino, agradecido, les maullaba dulcemente. La presencia de Pancho le dio una calidez adicional a la panadería; la panadería de Don Mateo se sintió más como el corazón del pueblo palpitante.
El Panadero y el Escritor
Una tarde, mientras descansaba un rato, Don Mateo fue visitado por un viejo amigo de juventud. Pedro, un escritor conocido en la región, llevaba tiempo de no verlo, y supo que el estanco de Don Mateo era el lugar indicado para empezar a buscar.
Sentados en una pequeña mesa en el almacén trasero, charlaron del tiempo perdido y ganado. Pedro, fascinado por el ensayo inspirador diario, descubríase a sí mismo allí, uníndose a Don Mateo mientras sentía la humedad de la masa bajo sus dedos a menudo secos, guiaba sus manos y subyugaba espíritus.
Qué más decir…
Al rato de la tarde, al cerrar el estacionamiento por última vez, Pascual observó el espacio de los estantes con vacuidad. Sabía que había cumplido. Respiró hondamente, para llenar sus pulmones con el aroma del pan del día. Pensó en que, al fin y al cabo, teclados de escribir y masa para pan no eran muy diferentes.
Pancho estaba acurrucado en un rincón, observándolo con sus ojillos brillantes. Dijo sin decir con la cara sonriendo. Al fin y al cabo, escribir y amasar el pan eran las mismas palabras.
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