De niña amaba despertar con aquel olor a pan recién horneado, me generaba una sensación de bienestar, recuerdo que me levantaba de un salto de la cama y al llegar a la cocina, una sonrisa se dibujaba en mi rostro al ver aquellos pequeños bollos de mantequilla hechos por mamá, y verla a ella con esa mirada amorosa preparándolos; algunos iban con jamón y queso, otros con mermelada o simplemente agregándoles más mantequilla que se derretía casi al instante que tocaba el pan.

Nos sentábamos en el mesón que había en el centro de la cocina y devoraba aquellos panes como si no hubiera mañana, ella medio divertida me regañaba diciendo que un día estaría toda infladita y esponjosa como uno de esos panes si seguía comiéndolos así, en realidad no me importaba, amaba el pan y las galletas que mamá hacía y disfrutaba aún más cuando compartía con ella el proceso de preparación.

De todo eso, ya hace algún tiempo, ahora ya no soy más una niña, soy tan alta como mamá, incluso un poco más. Ya estamos a finales de junio y una tormenta había hecho que el invierno iniciara un poco antes de lo esperado, con ello, los bosques lucían un traje verde espléndido, un deleite a la vista.

Para estas épocas, me gusta la idea de hornear pan y galletas para acompañar las bebidas calientes de la tarde; el cielo estaba nublado, pero no llovía, por lo que aproveché la mañana para ir a la tienda más grande del pueblo, habían surtido recientemente los frutos secos y definitivamente irían destinados a mis galletas, esta vez serían de pecanas y almendras, también algo de anís y levadura para el pan que hace poco se me había terminado.

Don Jorge el dueño de la tienda, un hombre ya muy mayor, solo sonreía al ver cómo me abastecía de otros neceseres también, me había visto crecer mientras iba a esa misma tienda con mi madre; siempre que ella podía, compartía con él y su familia ya sea un pan casero y unas que otras galletas, cosa que seguí haciendo.

Regresé a casa revitalizada y decidida a usar mis nuevas adquisiciones, distribuí y guardé bien lo que no usaría. Amo hornear con música, otras veces, solo pongo música instrumental de fondo para concentrarme mejor cada vez que voy a probar alguna receta nueva; ya he tenido experiencias donde a un pastel no pudo entrarle ni el cuchillo, de niña me había emocionado con hacer uno para el cumpleaños de mamá, pero entre los nervios, no supe qué había hecho mal y agregué de más algunos ingredientes y en un intento por arreglarlo seguí sumando otros que ni estaban incluidos en la receta, el resultado: ¡surgió un pastel tan duro como una piedra!

Yo estaba avergonzada y triste por el regalo fallido, mamá sin embargo gozaba con mi intento, acabé toda llena de harina esa vez, y aquella cocina era todo un campo de batalla, recuerdo que me dio un fuerte y cálido abrazo y me besó la frente, juntas recreamos aquel pastel; la receta quedó en un pastel cremoso y delicioso, la receta era una torta esponjosa sencilla, que al ser sacada del horno debía pincharse y agregar leche condensada y bañar con almendras fileteadas, disfruté aquel cumpleaños con mamá.

Volviendo a la actualidad, esta vez la segunda opción era la mejor, sólo pondría música instrumental, a pesar de la experiencia nunca se sabe. A los pocos minutos una suave brisa empezó a bañar el campo, despertando y llevando con el viento el olor de las peonías, narcisos y madre selvas de nuestro jardín, ella siempre lo cuidaba con gran esmero, en ocasiones cuando veo nuestro jardín me parece verla trabajando entre las flores, sentí una paz y una calidez indescriptible teñido a la vez de un leve sentimiento de tristeza.

Me dispuse a preparar los huevos, azúcar, leche, mantequilla, polvo de hornear, vainilla y procedía triturar las pecanas y almendras. Finalmente encendí el horno, la mezcla y puesta en sartenes sería rápida, ya que me decanté por hacerlas con cuchara. Mientras esperaba a que estuvieran listas las primeras dos bandejas empecé a preparar las cosas para el pan, deseaba que quedase esponjoso, por lo que iba requerir algo de esfuerzo adicional, mientras hacia la masa, estuvieron listas mis galletas, la danza de olores que flotaba en casa me encantaba; el olor que generaba el invierno prematuro en el campo, flores y galletas recién hechas… por un momento me transporté a mi infancia, cuando mi madre aún vivía.

Inicié a amasar con un pequeño amago de tristeza y nostalgia, mientras evocaba los momentos que compartí felizmente con ella en aquella cocina; dejé reposar la masa y busqué un almuerzo rápido y fácil puesto que ya se había pasado la hora. De joven pensaba que las cosas sabían bien por la dedicación en busca de algo bien hecho, pero ella decía que el pan debía transmitir amor, en ese entonces no entendía cómo el pan podía traer semejante cosa; hasta ahora lo comprendo, cuando recuerdo todo lo que me transmitió junto con cada receta compartida, es como si me hubiese entregado en pequeños trozos su corazón, en cada bocado de pan, en cada galleta, en cada consejo de cómo hacer tal o cual receta, todo lo que recordaba era amor.

Una vez tuve ya todo listo empecé a preparar lo que le daría a Don Jorge y lo dejé en una cesta para cuando acabara el té, procedí a prepararlo, tomé dos o tres galletas y una hermosa rebanada de pan con mantequilla, la tarde era muy fresca, me senté frente a la ventana que daba al jardín a disfrutar de aquel pequeño paraíso, solo añorando el poder seguir compartiendo trozos de amor con mi madre, mientras tomábamos el té.

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