En el barrio, en medio de una quebrada, un rectángulo de tierra con dos arcos a los extremos y dos ejércitos con el anhelo de conseguir el título de “el mejor”, en distintas categorías, es el escenario homérico de los fines de semana. El espacio sagrado es la cancha de siempre, y el tiempo que pasa y pasa sin clemencia es quien se encarga de condenar inexorablemente a uno de los dos ejércitos a perderse en el olvido.
Mi equipo se juega hoy la permanencia en “Máxima” de la Liga Barrial “El Tejar”. Durante toda la temporada fuimos un ejército bastante destartalado: siempre nos faltó gente, jugábamos con el mínimo posible de futbolistas en cancha; así que éramos seis o siete y sin cambios. Pep Guardiola dijo alguna vez que, cuando un jugador se encuentra en condiciones adversas en un partido, debe pensar en gestas heroicas para sobreponerse y prevalecer. ¿Pero así cómo, carajo? Aquí perdemos dos a cero y el otro equipo juega tan bien que la gesta se transforma en una tragedia, y por si fuera poco, nos faltan héroes. “El guambra 10 está apagado”, se oye desde la tribuna, o da por perdido el partido, que es peor.
Pienso en mi abuelo, don Jesús, que cruzó también por esta cancha con grandes glorias. No le recuerdo muchos fracasos, quizá porque yo apenas era un niño cuando lo miraba jugar, y lo recuerdo con memoria de niño aún hoy. Él era mi héroe, simplemente eso: mi héroe. Salía glorioso de la cancha, gane o pierda, y la gente felicitaba su entrega. A veces se mandaba una que otra cagada, pero no importa, porque en todo caso la derrota la colocaba a un precio muy alto. Don Jesús era un marcador central con buen juego aéreo, aguerrido en pelotas divididas; dejaba la piel siempre por su equipo y por sus compañeros. “Como era en la cancha, era en la vida”, dice mi madre, y así lo recuerdo yo, que ahora recojo sus pasos.
“Hay que tocarla de primera e intentar de fuera”, dice don Diego, pelotero de años que ve cómo nos vamos a la B poco a poco y sin reacción alguna. La cancha es un hervidero, porque hoy peleamos el descenso. Naturalmente pienso en don Jesús y miro al cielo a ver si lo encuentro por ahí con alguna puteada o arenga que me haga poner los pies sobre la tierra. Paradójicamente, encuentro su ternura: “Mi Samuel, estás cansado… con las manos en las rodillas y la lengua afuera…” me dice. En una de esas, resbalo. “¡Ponte de pie!” Es el reclamo del Negro Marcelo, mi tío, hijo de mi abuelo, delantero él que no caía nunca, que era un tronco como los de antes. “¡Ponte de pie, carajo, que se te va!” me repite mientras estoy desparramado en el suelo. Yo también soy marcador central y me acabo de mandar una cagada monumental. El arquerito queda mano a mano con el delantero contrario y… (contengo la respiración) me salva… Uuuuuuffff, digo mordiendo el polvo… A este partido, que más bien parece una guerra, le queda poco tiempo. “Diez minutos”, dice don Diego desde el banco de DT con un helado desencanto.
Entonces subimos los centrales a buscar el cabezazo sin pena ni gloria, los laterales se despegan cautelosos de sus marcas y corren como gacelas perseguidas a lanzar saetas llenas de esperanza a los delanteros. De repente, el guambra 10, en un destello de fútbol, mete un cuchillo entre líneas y deja solo a nuestro goleador (que hizo 24 en toda la temporada). Éste la clava en el ángulo con un disparo lleno de furia, de primerazo y sin pensar ni nada, a pura sed de gloria…
GOOOL gritan cuatro gatos de la tribuna. Hinchas nuestros… La cancha no es muy grande, por eso el grito se escucha en toda la quebrada. El guambra 10, que acompañaba la jugada, recoge el balón del fondo de la red, apurado y a la carrerita vuelve al centro del campo. La pone allí, la besa y le pregunta de manera muy poética: “¿Por qué no entras, bonita, qué hace falta?”
Es dos a uno y esto aún no termina. ¡Qué lejos está el mundo! ¡Qué lejos está la existencia etérea!
Hay confusión en una jugada que termina concediéndonos un tiro libre cerca de la portería contraria. Yo me fui para el área nomás porque faltan cinco minutos y el espíritu no me deja tranquilo. Nos vamos a la B… ¡Qué angustia y temor! Hay que dejar todo, que es la última. Una vez más pienso en mi abuelo…
Lanzan el balonazo a la olla, que es justo donde estoy yo. Un defensa se pone delante de mí e impide que tome posición de anotación. No me va a llegar el balón y lo sé. Falta poco, perdemos… descenderemos… se va todo a la mierda… el fútbol es un estado psicótico permanente…
Y si Luis Suárez, por ejemplo, muerde a Giorgio Chiellini en Brasil 2014 para clasificar a Uruguay a cuartos de final, y yo le meto el dedo en el culo al defensa delante de mí muy discretamente (es decir, sin que el árbitro me vea), éste me lanza un codazo en la boca con alevosía, todo mientras cae el balón enviado desde tres cuartos de cancha del área contraria. Naturalmente, el juez sólo miró la segunda acción y sanciona un penal en el último minuto. Después estoy en el suelo y lo que hice podría resultar reprobable para algunos (mi única defensa es que debía evitar el descenso de mi club de barrio a toda costa). En la cancha de la Liga Barrial “El Tejar” sucede una tragedia griega. Mientras me cubro con las manos el rostro y me doy vueltas en el suelo, escucho insultos de todo calibre. Pobrecita mi madre, en qué la he metido, ella no tiene la culpa. ¿Y mi abuelo? ¿Qué pensaría, qué me habría dicho? No sé, no me quiero ni imaginar. El valor del guerrero, el destino trágico del ser humano ante la voluntad de los dioses, parece reversible cuando está presente la picardía. No hay vuelta atrás, el árbitro sanciona la pena máxima a nuestro favor. El empate nos salvaría de la hecatombe del descenso, pero nadie quiere patear el penal, no por miedo, sino por vergüenza de la acción previa. Tengo que hacerme cargo. No hay de otra.
Después del lío que se armó, al fin estoy frente al balón con temor de fallar, pero más de embocarla. ¡Bendito sea el sufrimiento que viene de la mano de los dioses! Suena el silbato y, en un silencio fatal, la mando guardar engañando al portero que fue al otro lado de donde pateé. Este gol que nos salva, solamente lo grito yo y el partido concluye entre silbidos y abucheos. ¡Y qué me importa una puteada más! pienso autocompasivo. Sin embargo, no vale la pena engañar al lector: jamás me sentí tan solo en mi vida como al término de esa noche. Esperé que se vayan todos para salir del campo. En la tragedia, como siempre, no hubo misericordia ni redención.
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