El pan de mi abuelo

El pan de mi abuelo

Canano

17/06/2024

El olor a pan recién horneado se propagaba por las calles de Orotina, un aroma que solía despertar sonrisas y abrir apetitos. Pero en aquellos días aciagos de 1948, el aroma del pan de Santiago Mora Mata apenas conseguía disipar el hedor a pólvora y tristeza que se había instalado en el pueblo.

Santiago, con las manos curtidas por años de amasar y hornear, observaba el ir y venir de la gente desde la puerta de su panadería. Rostros tensos, miradas esquivas, un silencio que gritaba más que mil palabras. La revolución había dividido al país, a las familias, y Santiago se encontraba en el lado perdedor.

Su panadería, antes un lugar de encuentro y risas, ahora era un refugio para los suyos, los que compartían su ideología y su miedo. El pan, ese alimento sagrado que había unido a la humanidad por milenios, ahora era un salvavidas en medio de la tormenta.

Cada hogaza que Santiago sacaba del horno era una pequeña victoria contra la adversidad. El pan casero, ese que aprendió a hacer de su abuela, con su corteza dorada y su miga suave, era más que un alimento, era un símbolo de resistencia, de esperanza.

Las mujeres del pueblo, esas manos que antes tejían coloridas telas, ahora amasaban el pan junto a Santiago. Los niños, esos ojos que antes brillaban de ilusión, ahora ayudaban a repartir el pan a los necesitados. El pan, ese alimento que había nutrido sus cuerpos por generaciones, ahora alimentaba sus almas.

La panadería de Santiago se convirtió en un oasis en medio del desierto, un lugar donde la gente podía olvidar por un momento el miedo y la incertidumbre, donde podían compartir un pedazo de pan y un poco de esperanza.

Un día, un grupo de soldados llegó al pueblo. Rostros duros, armas relucientes, una amenaza silenciosa. Santiago, con el corazón en un puño, les ofreció pan recién horneado. Los soldados, sorprendidos por el gesto, aceptaron el pan con recelo.

Mientras comían, sus rostros se relajaron, sus miradas se suavizaron. El pan, ese alimento que había unido a la humanidad por milenios, estaba haciendo su magia una vez más.

Los soldados se marcharon sin causar problemas, dejando tras de sí un silencio lleno de alivio. Santiago, con una sonrisa cansada, volvió a su horno. Sabía que la lucha no había terminado, pero también sabía que el pan, ese alimento humilde y poderoso, seguiría siendo su arma secreta, su forma de resistir, de sobrevivir, de mantener viva la esperanza en tiempos difíciles.

Y así, día tras día, Santiago Mora Mata, el panadero de Orotina, siguió horneando pan, alimentando cuerpos y almas, resistiendo a la adversidad con cada hogaza, con cada miga, con cada aroma que inundaba las calles de su querido pueblo. El pan, ese alimento sagrado, ese símbolo de esperanza, ese lazo que unía a la humanidad, era su legado, su contribución a un futuro mejor.

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