El olor a sangre transformaba y cobijaba el pueblo, la tierra alguna vez humedecida por el rocío del amanecer, esa mañana caliente y pegajosa, la tierra marrón se humedecía con la sangre tibia que brotaba de los cuerpos torturados y luego asesinados, de don Fermín más ocho hombres del pueblo.

¡Guerrilleros! Era la palabra menos cruel que retumbaba en los oídos de los hombres, mujeres y niños que temblaban y lloraban de dolor, al ver a sus vecinos y familiares sufrir el peor de los castigos, solo por haber nacido en la ubicación errada, entre las montañas de Colombia, alejados de la capital y de las grandes ciudades llenas de edificios, donde señores con muchos diplomas se sentaban a escribir sobre derechos humanos, y a redactar leyes para los pobres y campesinos mientras toman de merienda un chocolate caliente, con un buen pan de una de las mejores panaderías de su ciudad.

Don Fermín, era el patriarca de la familia Flórez, y el único panadero de “Sativarnorte”, un pueblo ubicado en el Departamento de Boyacá, Colombia. Esos días, extraños hombres armados se acercaban a la iglesia, a repartir pequeños papeles, escritos con mala ortografía, invitando a los pobladores a unirse a la “revolución” y a la lucha armada contra la oligarquía colombiana.

En medio del olvido estatal, era usual que los grupos insurgentes gobernaran en las poblaciones alejadas y olvidadas, aprovechando su pobreza y su falta de oportunidades, para alentar a hombres y a mujeres a que se unieran a su causa, siendo esta la única supuesta salida hacía el progreso.

En la panadería trabajaba don Fermín, con su esposa Trinidad, sus dos hijas, María y Martha, y el esposo de esta última, Nelson. Como buenos campesinos, el trabajo arduo y pesado, era lo habitual, y aunque no habían vuelto a cultivar sus tierras, por temor a ser asesinados por los insurgentes, la costumbre de madrugar a la par de las gallinas, no se había desvanecido.

Tres o cuatro de la mañana, era la hora de comenzar a amasar el pan, harina, sal, agua, mantequilla, levadura, las manos envejecidas y cansadas comenzaban con la tarea diaria, daban forma a cada masita que doblaba su tamaño luego de un par de horas. Después de tener el tamaño adecuado, el horno de carbón estaba listo, y los panes se irían cocinado poco a poco, hasta que por fin las puertas de la panadería se abrían al público, y uno por uno, los habitantes del pueblo llegarían luego de sentir el aroma del pan caliente y recién horneado, que alimentaría sus cuerpos y prepararía para las largas jornadas de trabajo.

En la mañana en la que el comandante del grupo guerrillero del que es mejor no recordar el nombre, repartió con sus hombres los papeles invitando a la gente a unírseles, fue captado por el aroma del pan caliente que emergía de la panadería de don Fermín, y con pasos imponentes, llegaron decididos a llevarse todo el pan horneado de ese día, pues en las montañas, donde habitualmente se escondían y realizaban sus entrenamientos y actividades clandestinas, la comida, no era fácil de conseguir.

Trinidad, asustada y confundida prosigue a atender al comandante, empaca los panes con ayuda de sus hijas, evitan el contacto visual y bajan la cabeza con la esperanza de esconder sus caras en las sombras. Fermín llega al final, y con un nudo en la garganta y la frente en alto saluda, con una seriedad imperturbable. El silencio invade el lugar, y los minutos parecen horas, ninguno de los miembros de la familia Flórez produce sonido alguno, aunque la presencia de Fermín, parece de fiera que, aunque esté a punto de ser cazada por un depredador más fuerte, de ser necesario, moriría sin dar tregua, con dignidad.

El mal momento acaba y el comandante se despide de manera tosca pero cordial de la familia Flórez, sus hombres salen haciendo bulla y comiendo con ganas y casi desesperación las mogollas chicharronas que don Fermín había preparado desde la madrugada.

Los días pasaron y los guerrilleros no habían vuelto a Sativarnorte, ahora la visita era de otros hombres, que miraban igual, pisaban igual y se vestían prácticamente igual, aunque, según decía la gente ilustrada, los primeros eran de “izquierda”, y los segundos de “derecha”, era un grupo de “Paramilitares”, habían sido creados para combatir a la guerrilla de la manera más despiadada, por supuesto de manera ilegal, pero curiosamente se dice que, eran amparados por las mismas fuerzas militares de Colombia, de manera soterrada por supuesto.

En su supuesta lucha contra la guerrilla, llevaron a cabo las más macabras, impensables e inhumanas matanzas en pueblos pequeños y desamparados, arrasando con todo lo que tuvieran en frente, niños, mujeres, adultos mayores, hombres, con la excusa de defender al país del “comunismo”, palabra que habían escuchando en la capital y que era utilizada para referirse a todo el que quisiera exigir el cumplimiento de algún derecho, y que fuera estudiante, profesor, intelectual o artista, y que a la par, podrían ser considerados guerrilleros también.

Los paramilitares llegaron una mañana al pueblo, en la que curiosamente el frío usual había sido disipado por un sol poco habitual, un sol que tal vez era ave de mal agüero. Estos hombres llegaron marchando, gritando y destrozando lo que estuviera en su camino, exigieron que los pobladores se formaran en frente de la iglesia del pueblo, y comenzaron a gritar los nombres de nueve hombres, que debían presentarse de manera inmediata en una fila, para ser ajusticiados por traicionar a la patria, al ser cómplices de la guerrilla.

¿Las razones?, cinco días atrás, su grupo de “inteligencia”, había comunicado que guerrilleros habían entrado al pueblo, y que los colaboradores de las diferentes tiendas, les habían vendido: leche, huevos, café, papel higiénico, cigarrillos, cervezas, y dos bultos de pan.

Nueve nombres, nueve hombres, nueve vecinos, padres, amigos, hijos, hermanos, esposos, nueve, entre ellos don Fermín y Nelson; los gritos desesperados de las mujeres, de los niños llorando, las miradas perturbadas y de profundo terror de los demás hombres, no generaron ni el más mínimo sentimiento a los victimarios, quienes empuñaron sus armas en contra de estos buenos hombres, acusados de ser cómplices de la guerrilla por venderles sus productos. El último en caer, don Fermín, quien con una voz de un hombre que no puede huir de su destino, y con la dignidad de quien actúa con honor, preguntó con tono sarcástico, ¿Mi vida por un pan?, y luego sin pronunciar palabra alguna, su victimario le arrebato la vida sin pestañear, contestando finalmente a su cuerpo inerte, ¡Si, por un pan!

Esta historia es inspirada en los cientos de casos de violencia dentro del marco del conflicto armado en Colombia, y como se puede entrelazar esto con los diferentes oficios de campesinos y ciudadanos inocentes, que fueron victimas de una guerra de la que nunca fueron parte, en este caso, la de un buen panadero y comerciante, acusado injustamente de ser colaborador de la guerrilla por vender a estos su pan.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS