¡Tres días para la conferencia! Tres interminables días. Sólo esperaba, confiaba, le rogaba a Dios, dejar de soñar con ese evento. Ya hasta tenía verdadero pavor a la hora de irse a la cama, sudaba antes de meterse entre las sábanas y esperar que el sueño se adueñara de él. Porque sabía que volvería a soñar lo mismo, quizás otra versión, pero el mismo proceso, el mismo desenlace. 

Su madre se hizo panadera por hambre y por determinismo, ser pobre, nacer entre trigales y que aquel pueblo perdido en la asolada llanura estuviera plagado de molinos con molineros tenaces e incansables.

Nadie la enseñó a hacer pan, poco a poco, de mazacotes incomibles fue avanzando hacia panes suculentos. Tanto que sus vecinos se volvieron adictos a sus hogazas, a sus roscas y a sus picatostes. Hasta llegó a atreverse a hacer croissants. 

Casi sin darse cuenta tenía una panadería que crecía, como los panes en reposo. Y ayudantes. Y  constantes pedidos. Casi sin poderlo evitar, tenía dos, después tres. Una cadena, se llama ese tipo de negocios que  se asemeja a un pulpo. 

Ella no podía evitar su regocijo, cuando en las tardes de merienda, les contaba a sus nietos sus orígenes, su evolución, su dogma de respeto y justicia para sus empleados, sí, al llegar a ese tema su voz y sus facciones, sus manos y sus hombros se hacían duros, como si volviera a amasar una tremenda masa sobre la enorme mesa, y siempre al final, su índice alzado se volvía un símbolo sentenciador del futuro de sus trabajadores: justicia y dignidad laboral. 

Estos días recordaba a su madre de una manera especial, como rescatada de los tiempos más viejos, con su delantal blanco y sus manos blancas, la curva de su espalda sobre la mesa de trabajo, la mirada controladora cada vez que él levantaba los ojos del cuaderno de tarea, la voz siempre apacible. Ese recuerdo se iba difuminando y la volvía una señora sin apenas fuerza, con el cabello blanco y los andares renqueantes. Aún se difuminaban un poco más hasta dejarla reposar, con las manos cruzadas sobre el pecho, sin movimiento, sin voz, abrigada del frío de la muerte con una sábana blanca. Blanca como la harina. 

Agarrado a la sábana azul, blanca jamás, que pretendía envolver su sueño y temiendo el momento de caer en él, se trataba de convencer de su buen hacer, del éxito que vendría de la mano de sus nuevos proyectos de expansión, de formar parte de esa gran empresa internacional…. que no, no era renunciar a los orígenes ni perder identidad ni nada de eso, parecía decir a la sombra de su madre, queriendo convencerla de la venta.

Otra vez se encontró caminando hacia el futuro mientras esparcía miguitas al borde de sus pasos. Otra vez al volver la cabeza, las miguitas se repartían en dos direcciones y otra vez, él veía cómo salía de su cuerpo otro él, idéntico y con la misma seguridad en sí mismo. Cada uno de sus yos avanzaba con pasos firmes por un camino diferente. De una manera que sólo es entendible en los mundos oníricos, era él mismo, en cada uno de los destinos, vivía al unísono las distintas emociones, cada yo con la suya sentía las lágrimas haciendo equilibrios en las esquinas de sus ojos. En uno de los escenarios esas lágrimas caían y aportaban un mínimo de sal a la masa que su madre trabajaba en la encimera de su vieja casa. En el otro, con una mano, disimuladamente las aplastaba antes de que brotaran mientras en la otra mano atesoraba un título de socio de la gran internacional de panes y bollerías.

Como cada día, al despertar tomó la sabia decisión de no comer pan esos días. Ni tocarlo. 

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