En un rincón humilde de la ciudad, vivía doña Rosario, una gran mujer de espíritu indomable. A diario, ella recorría largas distancias para llegar a su trabajo en una fábrica donde el salario apenas alcanzaba para cubrir lo más básico.
Aquella tarde, el sol ya comenzaba a esconderse cuando Rosario emprendió el regreso a casa, cargando una pequeña bolsa de papel en la que solo había harina y levadura.
Al cruzar la puerta de su vivienda, fue recibida por los abrazos de sus tres hijos; las sonrisas no podían disimular las cicatrices de dolor e incomprensión que había dejado la reciente muerte de su papá.
A pesar de la tristeza, la modesta casa siempre estaba llena de amor y calidez.
Rosario sabía que debía preparar algo para cenar, aunque las provisiones eran escasas. Sus hijos la miraban con ojos brillantes, confiados en que ella encontraría la manera de alimentarlos.
Decidida, se dirigió a la cocina. Colocó el agua tibia en un cuenco grande y añadió la levadura, mezclando con cuidado; poco a poco iba agregando sal, aceite y la harina. Harina que formaba nubes blancas, dentro de la cual su mente se transportaba y volaba hacia los recuerdos más preciados de su existencia. Mientras amasaba, no dejaba de pensar en cómo hacer de esa comida algo especial. Sabía que solo con pan no sería suficiente, pero no se dejaría vencer por la adversidad. Recordó entonces su pequeña huerta, su refugio y orgullo, donde cultivaba con amor algunos vegetales.
Salió al jardín y, con manos expertas, recogió unos tomates, un puñado de albahaca y algunas hojas de espinaca. Volvió a la cocina con su cosecha y empezó a trabajar. Cortó los tomates en pequeños cubos, los mezcló con la albahaca picada y una pizca de sal. Luego, puso las espinacas a cocer ligeramente, hasta que quedaron tiernas y verdes.
Mientras el pan se cocía en el horno, Rosario imaginaba la sorpresa de sus hijos al ver la cena. El aroma del pan recién horneado llenó la casa, trayendo consigo una sensación de esperanza y hogar. Cuando estuvo listo, lo sacó del horno y lo dejó enfriar un poco. Luego, lo partió por el medio con cuidado y rellenó con la mezcla de tomates y albahaca, añadiendo las espinacas tiernas.
Llamó a sus hijos a la mesa y, con una sonrisa cansada pero llena de amor, les sirvió el pan relleno. Los niños, encantados, mordieron el pan y sus ojos se iluminaron con alegría. Para ellos, ese simple manjar era el más delicioso que jamás hubieran probado.
Esa noche, mientras Rosario los observaba comer con entusiasmo, se sintió satisfecha. A pesar de las dificultades, había logrado transformar unos pocos ingredientes en una cena especial. Su ingenio y amor habían convertido una humilde cena en una celebración de la vida y la esperanza.
En medio de la escasez y las vicisitudes había creado algo maravilloso, demostrando que con un poco de ingenio y mucho amor, siempre se puede encontrar una manera de bendecir el presente y salir adelante.
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