Supongo que debería empezar con una disculpa, aunque nada de esto sea realmente mi culpa. De verdad lamento no haber podido hacerlo mejor, haberme dejado vencer como lo hizo mi padre, y muchos otros que estuvieron antes que él. Ojalá hubiera conocido a tu abuelo más allá de lo que me contaron los demás, y de su carta llena de lo que en un principio (y por largo tiempo) tomé como puros desvaríos, aunque eso viene después, pues durante los primeros once años de mi vida me fue oculto el horrible legado mi familia, que mi madre había encontrado luego de que papá desapareciera, y no se atrevió a destruir, pero tampoco a mostrármelo. Según me dijo, porque no creía que estuviera listo para leer aquel delirante escrito ¿estaba listo la tarde en que lo hizo? Definitivamente no, aunque ahora creo que nunca hubiese podido estar listo para enfrentarme a la verdad.
Sin ninguna tumba que visitar, puesto que simplemente se había esfumado de la nada sin dejar el menor rastro, o cuando menos es lo que me habían contado hasta mi onceavo año, más de una vez había acudido a mi mente que el hombre simplemente nos abandonó. ¿Qué más podía pensar un niño? Que no tenía una tumba a la cual ir, sino que el hombre que debía de cuidarlo había huido de sus responsabilidades como tantos padres lo hacían, incluso tenía compañeros cuyos papás los abandonaron, en algunos casos hasta los negaban, sin el menor remordimiento. Claro que cuando le pregunte a mamá si es que papá nos había abandonado (tenía que hacerlo, pues más de un compañero, inclusive mis amigos de aquellos días se habían encargado de sembrar la duda en mí) ella lo negó tajantemente, reclamándome ¿cómo era posible que creyera más en las palabras de unos extraños que en mí propia madre?
—¡porque lo que me dices no tiene sentido!—le reclame furioso. Once años viviendo lo que me parecía una mentira era ya demasiado—dices que se desapareció, así nomás, pero no dices ¿dónde, ni cómo? ¿cómo sabes que se murió, si nomás desapareció? Tengo muchos compañeros que sus papás los abandonaron, y sus mamás no les andan inventando historias de que se murieron. ¡Les dicen la verdad!
—y ¿cuál es según tú, la verdad, Pedro Antonio?—me preguntó alzando la voz, y usando mis dos nombres, la señal manifiesta de su molestia—¿piensas que tu papá sigue por ahí? ¡¿vivito y coleando?! ¿¡con otra familia!?
Claro que lo pensaba, aunque la furia de mamá me contuvo de decirlo. No recordaba haberla visto nunca tan molesta, y jamás la volvería a ver así.
—¡¿contéstame, Pedro Antonio?!—insistió mamá ante mi silencio-¿eso es lo que piensas de tu padre?
Con trabajo, diciéndome que yo mismo me lo había buscado, levanté la mirada, la cual había bajado apenas vi la expresión furiosa de mi madre, con unos ojos acuosos, y un cierto dejo de culpa por lo que empezaba a parecerme un tremendo error. Sin embargo, las palabras de mis amigos, sus dudas sobre la historia de mi madre, y el resto de la familia, comenzaron a resonar en mi cabeza.
—¡no sé!—espeté frustrado. No quería dudar de mamá, pero me era imposible negar la verdad en las dudas plantadas por terceros—¿qué quieres que te diga? Hay muchas cosas que no tienen sentido, ¿por qué mi papá no tiene ninguna tumba? ¿cómo saben que murió, sino nunca lo encontraron? … ¿por qué me dices que estaba enfermo, pero también dices que desapareció? No tiene ningún pinche sentido—estaba tan molesto que ni siquiera me di cuenta de que había dicho lo que para esa edad era una grosería impensable soltar frente a la madre de uno.
La furia en el rostro de mi madre comenzó a disiparse. Sus ojos me contemplaron humedecidos con una mezcla de angustia y temor. Abrió la boca unas tres o cuatro veces, pero no consiguió decir nada. Sólo hasta que desvió sus ojos de mí, finalmente las palabras salieron de su boca.
—si no hay tumba. Es porque tú papá no lo quiso—respondió con un hilo de voz-no nos dejó un cuerpo que pudiéramos sepultar.
Obviamente, aquella respuesta estuvo lejos de satisfacerme. Más que aclarar mis dudas, las acrecentó
—aaah—suspiró mamá, volviendo a posar sus ojos sobre mí. Entonces me lo dijo sin más—tú papá se ahogó en el mar—soltó con un hilo de voz, comenzando a contar lo ocurrido de forma casi automática, como si la hubiera estado preparando por años, algo que hoy no me cabe duda, era así.
La historia era breve, sencilla, y trágica. Para celebrar los veintiséis años de papá, y mi próximo nacimiento (añadió mamá, acariciándome mi empapada mejilla) pasaron un fin de semana familiar en la playa, con mis abuelos por parte de mi madre (los otros murieron años atrás) y los dos hermanos de mamá con sus respectivas familias, pues papá era hijo único. Ninguno de ellos recordaba haber visto algo especialmente raro en mi padre, para todos estaba actuando como siempre. Serio, pero atento. De pocas palabras, pero siempre certeras. Habían llegado un sábado temprano, y tenían pensado regresarse el lunes en la madrugada. Sin embargo, el domingo en la tarde mientras charlaban y tomaban unas cervezas bajo una sombrilla, excepto mi madre y la tía Raquel, quienes compartían embarazo, aunque mi tía le aventajaba por tres meses, mi padre se puso de pie caminado hacía el mar con la mirada perdida en las bravas aguas frente a sus ojos. En un principio nadie la prestó atención, a papá le encantaba estar en el mar, por lo que supusieron que solo se daría un chapuzón, fue solo hasta que el tío Ernesto miró que seguía adentrándose en el océano, siendo ya un lejano punto a penas reconocible en las solitarias aguas, comenzaron a preocuparse, pidiéndole a gritos que regresara. Papá ni siquiera dio señales de haberlos escuchado, continuó nadando contra las olas. Los tíos Francisco y Ernesto fueron tras él, pero los aventajaba bastante, y era mucho mejor nadador que ellos. Se perdió en el inmenso azul antes de que pudieran alcanzarlo.
Mamá contó la historia con la mirada perdida, soltando cada palabra como si fuese lo más doloroso que hubiera dicho, cosa que también es cierta. En parte por el recuerdo de su esposo, pero sobre todo porque sabía lo que sería para mí darme cuenta de que no era una enfermedad lo que me había privado de un papá, sino que él mismo decidió que pasaba de tener un hijo. Y se lo reclame a mi madre, le grite molesto preguntándole ¿por qué había dicho que papá estaba enfermo? Cuando en realidad se había matado.
—porque estaba enfermo, mi niño. Ninguno de nosotros nos dimos cuenta, pero tu papá tenía… tenía muchos problemas de los que no hablaba con nadie—dijo con una anémica y agría sonrisa—y eso lo ponía muy triste, él…—paseó sus ojos por la cocina, buscaba las palabras en el aire—él sentía muchas cosas adentro que no sabía cómo expresar, y no pudo aguantarlo más. No sabía cómo pedir ayuda, y yo no me di cuenta de que la necesitaba—tras decir esto, mi madre rompió en llanto, y no pudo decir más.
¿Era posible morir de tristeza? Nunca había pensado en ello hasta ese momento, y me resultaba imposible de comprender. La tristeza no era una enfermedad en lo que respectaba y abarcaba mi sapiencia a mis recién cumplidos once años, pero sabía que mamá no estaba mintiendo, solo era una cosa más del mundo que no alcanzaba a comprender del todo. No comprendía porqué mi cabeza insistía en querer pensar lo que no era, en contradecir la historia de mi madre, buscando escenarios diferentes en los que yo era parcialmente responsable del suicidio de mi padre. Aquella funesta idea comenzó a tragarme por dentro, pero tenía miedo de decírselo a alguien, me decía que tenía que creer en lo dicho por mamá, que papá había decidido quitarse la vida porque estaba muy triste, el problema era que seguía resultándome un tanto absurdo, sentía que había algo más que no querían contarme, y temía que ese algo fuera por alguna razón (carente de sentido ahora, pero razonable en esos momentos) yo. El pensamiento que me torturo por días, aunque no inmediatamente después de que mamá me contará lo que de verdad paso con papá, tardo su tiempo en florecer, pero cuando lo consiguió, sus raíces se aferraron fuerte a mi cabeza, expandiéndose hasta mi corazón al cual estrujaban siempre con la horrible idea de que la decisión de mi padre había tenido que ver con mi futuro e inevitable nacimiento. Incluso me llegué a plantar que mi propia madre me culpaba de alguna manera de ello, no es que hubiese visto siquiera el menor indicio de ello, pero nuestra cabeza a veces es capaz de maquilar cosas que ni siquiera están ahí, solo para chingarnos un poco. Me sentía apartado del mundo, era horrible guardar todo aquello, pero también tenía miedo de sacarlo, y ¿qué si mamá o cualquier otro miembro de la familia, mis abuelos, por ejemplo, confirmaban mis peores temores? ¿qué si me decían que era cierto? Un completo absurdo, lo sé ahora, pero en ese entonces me aterrorizaba. Era un completo ir venir de emociones, un sentimiento de desesperante desolación, de abandono total. Temía decir lo que pasaba por mi cabeza ¿era eso lo que había sentido mi padre? Me pregunté en más de una ocasión, otra respuesta que me aterraba obtener. Podía aplacar aquel horripilante sentimiento con la ayuda de la televisión o jugando con mis amigos, pero siempre me acompañaba antes de dormir, y de regreso de la escuela, en el último tramo que me tocaba andar solo. Las mañanas eran (hasta cierto punto) más afortunadas, pues, aunque andaba solo, mi cerebro trataba de adaptarse tras una noche de desvelo, por lo que a duras penas podía recordar el camino a la escuela, aunque invariablemente no había día en que no sintiera ese irritante cosquilleo en mi interior. Quería contárselo a mamá, pero ¿cómo hacerlo? El miedo de que pudiera decir (o siquiera sugerir) que lo que me pasaba era lo mismo que a mi padre podía más. Seguía sin tener del todo claro lo que había tratado de decirme, pero me hubiese atrevido a apostar que había algo de mi padre en mí, una apuesta que sin la menor hubiera ganado.
Fueron cerca de dos semanas, puede que fuera un poco más o un poco menos, las que soporte viviendo así; con la duda y el temor, atormentando mis días. Con pensamientos terribles nublando mi mente, obligándome a visualizar los peores escenarios, los cuales formaban un nudo en mi garganta, además de abrir un hueco en mi lado izquierdo, y colmarme de unas ansías de gritar, de salir corriendo lejos de todo. Sin embargo, el temor a convertirme en mi padre, en aquel extraño cuya fotografía en mi cabeza era en realidad el compendio de los retratos de varías personas, pudo más que los fantasmas en mi cabeza. Si él no había buscado ayuda, yo sí lo haría. Encare a la abuela (a tu abuela), temeroso de su repuesta, pero a la vez aliviado de sacar ese veneno que se había vuelto parte de mí.
—tú, no tuviste nada ver que la decisión de tu papá, mi niño—fue lo primero que me dijo. Algo simple, pero efectivo. Necesitaba escucharlo—lo que tu papá tenía, … era algo que solo él se hubiera podido sanar. Era…—me escrutó con la mirada dubitativa, incluso más que cuando me reveló que papá se había suicidado—uuuh—exhaló con pesadez—creo que es hora de que las veas—declaró cabizbaja, poniéndose de pie, caminado a su habitación.
Verla tan mal, solo me hacía sentir peor ¿había sido un error hablar con ella? Lo pensé mientras le veía alejarse e incluso cuando regresaba con el montón de hojas entre sus manos. Con los escritos perdidos mi padre.
—son de tu papá—me dijo, pasándome casi dos docenas de hojas dobladas con unas manos temblorosas—las encontré después de que volvimos del mar. Estaban escondidas en unas de sus chamarras.
Las tome sin darme cuenta de ello. Aquellas hojas parecían contener las respuestas definitivas a todas mis dudas.
Llamar una carta a aquel compendio de ideas, de temores, sería ser demasiado amable con tu abuelo. Eran veintitrés hojas tachonadas en su mayoría, y lo poco legible era una retahíla de delirios, de una persona que a primera vista uno pensaría que no le habría venido mal hablar con algún psicólogo. Yo lo que creí durante largo tiempo. Ahora, … Ahora soy yo el que está escribiendo esto, aunque esperó que resulte menos enrevesado. Claro que lo más seguro es que si llegas a leer esto, lo veras (al igual que yo lo hice) como los delirios de un hombre que necesitaba ayuda psicológica, y lo intente, créeme que lo intente.
Tu abuelo venía de una época en la que los hombres no se permitían hablar de semejantes males, era una debilidad mal vista por ellos mismos e incluso por algunas mujeres, claro que tu abuela nunca fue una de ellas. Puede que no se hubiese dado cuenta del mal que devoraba por dentro a mi padre, pero conmigo pudo notarlo e intentar salvarme, al igual que tu madre, además de que los tiempos han cambiado. Lo que antes era un tabú que se tenía que soportar en silencio, todos eso miedos e inseguridades, esas tristezas asfixiantes, ahora es una charla entre familia y amistades. Eso sin tener en cuenta un terapeuta, quien vaya, que ayuda bastante, no dudo que se han salvado miles de vida gracias a ellos, incluida la mía, aunque no por mucho tiempo. Que alguien te diga que las cosas que piensas, sientes o vez, son bastante comunes te hace sentir menos solo y apartado del mundo. Que alguien te escuche sin juzgarte, cuando menos no tan evidentemente (a final de cuentas hacer un diagnóstico es su trabajo) es liberador. Sacar toda la mierda que tenemos dentro, nos ayuda a respirar mejor, de eso no tengo duda. El problema es que la mierda en nuestra familia no solo viene de nuestro interior. Ojalá, y fuera tan sencillo como ir a terapía, y sacarlo todo, pero no lo es. No para nosotros, hijo.
Creo que debería empezar por el principio, o lo que sé de este por el errante intento de carta que dejó tu abuelo. Nuestro mal tiene su origen incluso antes de que el abuelo de tu abuelo naciera, y más que un mal en nuestras cabezas es una maldición de nuestras almas. ¿Ridículo? No tengo duda de que ese será tu primer pensamiento, lo fue para mí, y lo siguió siendo durante la mayoría de mi vida. Incluso ahora hay una parte de mí que no deja de insistir en que debería de internarme en un psiquiátrico. Una desesperada súplica que estoy decidido a ignorar, pues no serviría de nada. No hay nada que sirva contra la maldición de la curandera, la cual decidió que todos los desdientes del asesino de su hijo tenían que pagar por su crimen.
El principio, el principio. Tengo que empezar por el principio, aunque la verdad es que el escrito de tu abuelo no era muy específico sobre el quién y el cuándo ¿acaso importa? Una chingada que importa, si me lo preguntas a mí.
Lo importante es que alguno de nuestros antepasados nos sentenció a todos un día que salió a cazar, y terminó accidentalmente con la vida del único hijo de una vieja curandera que vivía en medio de la selva, pues esto fue mucho antes que la familia abandonara el sur del país, o probablemente la razón por que tuvieron que hacerlo. Sea como haya sido, el hombre disparó contra lo que creía era un animal, pero al acercarse se encontró con otro un joven desnudo que agonizaba. Al momento supo quién era, todos conocían a la mujer y su hijo, había muchas leyendas sobre ellos, en especial de la curandera, de quien se decía no había nada que no fuera capaz de realizar, aunque también se comentaba que no era nada más que una loca charlatana a la cual únicamente gente más loca buscaba. Hasta donde sé, por lo que decía la “Carta” de mi padre, nuestro antepasado era más afín con el segundo grupo. Según la historia, iba acompañado ¿por quién? No queda muy claro exactamente, sin embargo, al parecer sus acompañantes estuvieron de acuerdo en que lo mejor era dejar el cadáver ahí tirado, pues todos temían a cómo pudiera reaccionar la mujer, a lo que pudiera hacerles por haber matado a su hijo. Sea cierto, o no, tampoco es algo relevante, pues nuestro ancestro no creía que la mujer fuera capaz de hacerles algo, después de todo había sido un accidente, además de que, teniendo un hijo de recién nacido, no podía dejar al hijo muerto de alguien tirado en el suelo. Nadie quiso ayudarle o siquiera acompañarlo a llevar el cuerpo, una cobardía en ese momento, algo inteligente más de cien años después. Así que fue solo, anduvo, no tengo la menor idea de cuánto tiempo, ni de la distancia, hasta la choza de la curadera que ya lo esperaba en la puerta. La mujer soltó un histérico alarido, corriendo para arrebatarle de las manos a su hijo al hombre que había acabado con su vida. Lloró desconsolada, tumbada en el suelo, acariciando el rostro de su hijo, limpiando con su vestido amarillento el enrojecido pecho del muchacho. El asesino aguardo en silencio hasta que la curandera se apaciguó un poco, quiso contarle lo que había pasado, pero la mujer lo mandó callar al momento. Alzó a su hijo del suelo, y se encaminó a su choza.
—Esto lo pagaras con tu vida, y la de todos lo que te sigan, Alvarado—dijo al asesino de su muchacho, dándole la espalda.
De nada le sirvió a nuestro antepasado decirle que había sido un accidente. La curandera había emitido su juicio en cuanto vio el cadáver de su hijo, y dictado su sentencia antes de volver a entrar a su choza. Siendo un escéptico de los supuestos poderes de la mujer, el hombre no se tomó muy en serio sus palabras, creía que solo eran eso; palabras, y nada más. Menos de seis después terminaría con un disparo autoinfligido con la misma arma que acabo con la vida de la curandera. ¿casualidad? ¿culpa? ¿o la maldición cumpliendo su deber?
¿Qué tan loco te parezco en estos momentos, hijo? No te preocupes, yo pensaba lo mismo de mi padre hasta que los espectros comenzaron a seguirme. Porque la maldición tarda en activarse, o despertar, o la chingadera que sea que pasa conforme vamos envejeciendo, pero no dudes que un día despertarás, y te encontraras con unos acompañantes que estarán a tu lado por el resto de tus días. Quisiera poder decirte que se trata de un cuento fantástico, que nuestro mal está en la chaveta, y no hay nada a lo que temer en realidad, aunque eso sería mentirte, hacerte perder el tiempo buscando una cura con gente bienintencionada, pero sin la menor idea de lo que se están enfrentando. La medicina es increíble, no imbatible. No importa si no crees en esas cosas, yo no lo hacía, y ahora estoy aquí, vencido, cansado de los espectros que me acompañan a todos lados, que están junto a mí apenas abro los ojos, y se quedan mirándome hasta que vuelvo a cerrarlos. Fantasmas del pasado que se siguen acumulando, y a los que pronto me uniré. Pido disculpas por ello, lo último que quisiera cualquier padre (o madre) es hacerle mal a su hijo, pero hasta lo mejores momentos pierden su sabor cuando tienes diez muertos siguiéndote a todos lados. Y a ti te tocaran once, hijo. Al que inició todo esto, seguramente solo le tocó uno, a quien había matado, algo más que justo en mi opinión, aunque también hay otras cosas, cosas que no son espíritus, cosas que hasta los propios fantasmas de nuestros antepasados parecen temerles, pero no así los del joven asesinado y su madre, quienes siempre muestran una burlesca y atemorizante sonrisa, que siempre observan con una mirada repleta de odio. Como dios con Adán y Eva, disfrutan haciendo pagar a la descendencia de quien hizo algo para agraviarlos. ¿Demasiado blasfemo? No lo sé, nunca he sido alguien demasiado religioso, ni de pequeño cuando mamá me obliga a asistir a misa cada domingo, aunque tengo que aceptar que sí busqué la ayuda de algún sacerdote, o tres para ser más precisos, dos de los cuales me recomendaron ir con algún psiquiatra, mientras que el tercero me recomendó pedir una misa en nombre de los agraviados (tuve que contarle todo) y mis antepasados. Un tiro en la oscuridad que decidí disparar, y que obviamente resultó ser una bala de salva.
No he sido el único en tratar de poner fin a esta maldición. Según su carta, tu abuelo lo intento combatiendo fuego con fuego, si una bruja nos había hecho esto ¿por qué no buscar a otra para que lo detuviera? Porque solo lo hizo peor, según sus palabras. En lugar de alejarlos, lo que hizo la bruja fue enfurecerlos más. De cualquier manera, yo también lo intenté, en gran parte porque en ese momento no recordaba estrepitoso fracaso de mí padre, pero sobre todo porque ya no podía más, pues ahora hasta a mis sueños seguían. Tenía que encontrar una manera de deshacerme de ellos. La ciencia y la religión habían fracasado, así que tuve que ir por algo diferente. Algo más que prometedor quería creer.
—no puedo ayudarte—me dijo la santera (así le prefería que la llamasen) de nombre Mabel, apenas me senté a hablar—lo siento. Es un trabajo demasiado poderoso para mí—parecía realmente lamentarlo, aunque también se veía bastante nerviosa-igual ya estás aquí, cuéntame lo que sepas, puede que conozca a alguien que tal vez te pueda ayudar, pero la verdad es que nunca había visto nada así em vida. Esta parece una magia muy vieja, prohibida en estos tiempos, prohibida en todos los tiempos—aquellas últimas palabras satisficieron claramente a la aparición de la curandera cuya malévola sonrisa se ensanchó mientras en sus ojos centellaba la arrogancia.
Le conté lo ocurrido, o lo poco que en sabía de ello. Tenía el testimonio de mi padre, pero de nadie más, ni siquiera tenía claro ¿cómo es que papá concia la historia de lo ocurrido? La mujer me escuchó atenta, y sin interrupciones, claro que con la afligida expresión en su cara no había necesidad de que dijera nada. Estaba chingado, decía el rostro de la mujer a la que había corrido en busca de ayuda. Sin embargo, sus palabras resultaron levemente esperanzadoras.
—ya—dijo tras el silencio más largo que he experimentado en mi vida—definitivamente es algo que está fuera de mis habilidades, pero si dices que nunca te han agredido físicamente, a lo mejor hay algo que se pueda hacer. No estoy diciendo que conozca a alguien que pueda ayudarte, pero a lo mejor conozco a alguien que conoce alguien ¿me entiendes? No estoy hablando de algo seguro, sino de una apuesta, es lo único que te puedo ofrecer.
Un último disparo en la oscuridad, esa era la oferta de la santera, y desde luego la tomé ¿qué más podía hacer? No quería rendirme (no, aún) como mi padre. Me pidió unos días para buscar a alguien ¿a quién? ¿qué importaba? Lo único que sabía es que me estaba dando un rayo de esperanza, la cual creció aún más cuando se negó a aceptar mi dinero
—nada de pagar hasta que todo el asunto esté resuelto-me dijo, negando con la palma de su mano derecha—si es que lo podemos resolver-me advirtió como despedida.
De eso hace un mes, y seguramente como podrás imaginar por este escrito no tuve resultados favorables. Sí me llevó con alguien más, un viejo que vivía en medio de la nada, y que solo atendía a la gente después de la media noche y hasta las cuatro de la mañana. Un viejo que, lo creas o no, vi con mis propios ojos como se convertía en tecolote. Pues, según sus propias palabras, era la forma más rápida para llegar a donde se había originado la maldición, la cual era la única manera en que podría enfrentarla.
—tenemos que arrancarla desde la raíz. Es la única manera, si es que hay una. No será nada fácil, por lo que puedo ver. Quien hizo esto claramente sabía lo que hacía, pero, para cada problema tiene que una solución—dijo el hombre paseando su mirada de mí a Mabel—y no creo que esto sea una excepción, pero hiciste muy bien en traerlo aquí—aseguró a la curandera. Acto seguido, despidió al resto de sus visitantes (pacientes) ya que aquel era un trabajo que le llevaría todo su tiempo de servicio de aquella noche.
El hombre dejó de estar, y en su lugar apareció un ave pequeña y rechoncha, de grandes ojos meleados, con un plumaje tan blanco y enmarañado como el pelo del hombre que hasta hacía solo un instante había estado frente a mis ojos. Nos miró en silencio durante unos segundos con un espelúznate sonrisa de complacencia que le daba un aspecto humanoide.
—sino he vuelto para las cuatro. Vuelvan mañana en la noche—dijo el tecolote, emprendiendo el vuelo, saliendo por una venta cuadrada (de unos 40 x 40) dejándonos tanto a mí como a la santera en un pasmoso silencio.
Tras presenciar algo como aquello, mis esperanzas ya no eran un rayo, sino un sol. Ver a un hombre convertirse en un animal, es lo más extraordinario que han presenciado mis ojos. Si él no podía ayudarme, nadie podría, me repetía seguro de que los espectros (y demás criaturas) no tardarían en desaparecer. JA, JA, JA… Bendita y maldita ignorancia, hijo mío. Hasta Mabel no dejaba de decir que afortunadamente habíamos encontrado a alguien capaz de ayudarme mientras volvíamos, ya que esperamos el regreso del brujo hasta las 4:30. Incluso vi a la curandera desaparecer, no a los demás, pero sí a ella, tenía que ser una buena señal, ¿no? Así lo creímos Mabel y yo.
Caí rendido al llegar a casa, pero satisfecho. No quise molestara tu madre, así que me tumbé en un sillón de la sala a dormir. Le contaría todo después, me prometí, cuando volviera a abrir mis ojos, y el resto de las apariciones se hubieran ido. No pasaron ni dos horas cuando volví a abrir a los ojos, aunque no por voluntad propia, ni por alguna necesidad fisiológica, sino por falta de aire. Sobre mí, con una desquiciada mirada, y una igualmente trastornada sonrisa, se encontraba la curandera aferrada a mi cuello. Quise deshacerme de ella, soltándole unos puñetazos, pero mis manos la atravesaron como si fuera humo. Lancé un grito, pero lo único que salió de mí fue un ahogado sollozo. Alrededor miraban nuestros antepasados, el hijo de la curandera, y las otras cosas, además de algo más, o mejor dicho alguien más, el tecolote con la cara del brujo volaba sobre mí. “De una pinche vez, pues” pensé, seguro de que había llegado el fin. El brujo había fracasado, o se había unido a ella, firmando mi sentencia de muerte. Sólo que la curandera pareció haber adivinado mi resignado pensamiento, y me liberó de la opresión de sus manos, desvaneciéndose al momento junto a sus eternos compañeros, salvo el tecolote que permaneció unos instantes mirándome con unos enormes ojos lastimeros antes de ser consumido por una llamarada azul que lo hizo soltar un agudo y chirriante alarido. Brinque del sillón hasta caer al suelo, buscando los restos del ave calcinada en derredor mío sin encontrar el menor rastro de ella, ni una ínfima estela de humo. ¿Había sido todo un mal sueño? ¿una maldita pesadilla? Se había sentido bastante real, pero ¿no es así siempre que dormimos? El mundo onírico no parce serlo cuando estamos en él, solo hasta que se desvanece nos damos cuenta de donde habíamos estado, y lo absurdo que resultaba el sitio que acabábamos de abandonar. Claro que en una situación como la nuestra es difícil diferenciar entre lo ilusorio y la realidad. Sin embargo, la mujer me había atacado, cosa que nunca había pasado por lo que quise creer (me obligué a hacerlo) que no se trató más que de una mala jugada de mi perturbada y agotada cabeza. Después de todo, tampoco encontré a mis inseparables acompañantes de los últimos quince o dieciséis años, entonces ¿el brujo lo había conseguido? No quería cantar victoria antes de tiempo, pues bien podía seguir soñando, un sueño dentro de otro te sueño ¿te ha pasado eso, hijo? Supongo que es una pregunta la cual hubiese sido mejor hacértela en vida, pero apenas estar por cumplir los cinco en el momento que escribo esta carta, no me alcanzara el tiempo para hacerla en vida.
No pude volver a dormir tras aquella falsa pesadilla, el mundo de los sueños estaba vetado para mí por el momento. Afortunadamente, tuve un tiempo para mí solo, tras tanto tiempo de compañías indeseables tuve un breve lapso de soledad, un respiro que me hizo soñar con una vida mejor, o cuando menos normal. Si no esperas nada, no pierdes nada, es lo mejor que te puedo enseñar en este caso, hijo mío. Lamentable, lo sé, pero no es mi intención mentirte al escribir estas líneas, y decirte que todo ira bien, eso se lo dejó a los ignorantes que tomaran mis palabras como los delirios de un loco sin remedio. Lo siento, Manuel, quisiera que mi legado para ti fuera mejor que una sentencia de horrores y miseria, pero es algo que escapa de mis manos.
Puede que fueran unos quince minutos los que disfrute de una soledad verdadera. Comenzaba a creer que al final el hombre/tecolote había tenido éxito, y que su imagen ardiendo bajo unas llamaradas azules no fue más que parte de una pesadilla, cuando mis viejos “amigos” volvieron, aunque ahora en lugar de estar a mi lado, o atrás de mí, los rodeaban a ti y a tu madre, susurrándoles cosas horribles al oído, la cuales afortunadamente no eran capaces de escuchar. O ¿me equivoco? ¿escuchaste algo, hijo? ¿lo recordaras, si acaso, de haberlo hecho? Más preguntas inútiles, que no sirven para nada en esta hoja de papel.
Solo durante el primer encuentro que tuve con aquellos espectros experimenté el miedo que sentí al ver que ahora los acechaban a ustedes. Algo que no disimule muy bien, pues tu madre me preguntó al momento si me encontraba bien. Le dije que solo estaba desvelado (cosa que era verdad) y que me sentía un poco crudo (una vil mentira) por lo que me excuse diciendo que iría por una cerveza para sentirme mejor, cuando en realidad iba en busca de Mabel.
—lo que deberías de hace es irte a dormir, o ¿qué te piensas que no oí a qué hora llegaste?—me amonestó tu madre, que lejos de parecer molesta me sonreía.
—una chela, nomás. Y luego a dormir—dije a tu madre sin poder apartar la mirada de los espectros (y las otras cosas) tras ustedes.
Sali, girándome a mirar cada dos pasos para ver si es que mis viejos “amigos” volvían a mi lado. Estaba solo de nueva cuenta, solo que en esta ocasión estaba lejos de ser algo placentero, la imagen de los espectros y las otras chingaderas (sean lo que sean) acechándolos se presentaban tan claramente ante mí, como si continuara viéndola con mis propios ojos. La idea de que el otro tiempo, de que esos maravillosos quince minutos en los que creí que finalmente me había desecho de ellos, en realidad se debía a porque ya se encontraban junto a ustedes fue un balde de agua fría que me estremeció ¿cómo es que me atreví pensar que lo había conseguido? Fue entonces cuando recordé lo que tu abuelo lo había intentado ya, y me odié por no haberlo recordado.
La mujer me esperaba ya. No tuve que tocar ni la puerta, puesto que se encontraba afuera de su casa, sentada en la banqueta con una terrible expresión de angustia y cansancio, paseando un cigarrillo encendido en sus labios, y sosteniendo una botella de mezcal poco más allá de la mitad en la mano derecha, a la cual dio un largo trago apenas miró que me acercaba.
—lo viste ¿verdad?—me preguntó sin más, pasando el cigarro a sus dedos.
—¿qué vi?—fue mi respuesta, aunque sabía perfectamente de lo que me hablaba.
Una sonrisa cansada apareció en el rostro de Mabel, que me dedico también una mirada que decía; no te hagas pendejo.
—lo viste—confirmó con pesadez, volviendo a beber de la botella para después ofrecerme un trago —lo necesitas—me dijo al ver que dudaba.
Sin embargo, la mujer tenía razón. De verdad me hacía falta un trago. Empine la botella hasta dejar poco menos de un cuarto de su contenido, tenía un sabor a tierra y humedad, pero resultó bastante confortable. Confirme a Mabel que había visto al tecolote con la cara del brujo, pero que creía que se había tratado de un mal sueño, algo que la hizo reír amargamente.
—la vida es un mal sueño, José—aseguró, poniéndose de pie, tambaleándose ligeramente, pero recuperando la compostura antes de que pudiera sujetarla—estoy bien—refunfuñó, soltando un manotazo al aire que hizo volar su cigarrillo—vamos para adentro—bebió de nueva cuenta de la botella—creo que ahí podemos estar solos—una sonrisa con lo que me pareció orgullo se formó en sus labios.
Pensé en decirle que no había necesidad de ello, que ahora parecían más interesado en mi familia, razón por lo que la había ido a buscar, necesitaba que hiciera algo para que volvieran a seguirme a mí, y los dejarán a ti y a tu madre en paz. Sin embargo, al girarme instintivamente a mirar me encontré con la grata sorpresa de que volvían a estar conmigo. “Mejor yo, que ustedes” de eso no tengo ninguna duda.
—aunque no por mucho—agregó lamentándose, traspasando la entrada de su casa.
¿Qué fue lo que hizo exactamente? No me lo dijo, pero al girarme por enésima vez ese día vi a mis acompañantes al filo de la puerta que había quedado abierta.
—¿se quedaron afuera?—me preguntó, dejándose caer en un viejo equipal con una febril mirada atenta a la entrada.
Asentí en silencio, mirando también a la puerta. La mujer cabeceo satisfecha, encendiendo un nuevo cigarro.
—según yo, iba dejar esta chingadera. Apenas había empezado la otra semana—dijo tras la primera calada—pero ya no tiene sentido. De cualquier forma, estamos chingados—una parca sonrisa se asomó tras una blanca cortina de humo.
—entonces, ¿no se pudo?—era una pregunta estúpida (¡claro que no se había podido!) pero fue lo que salió de mi boca.
—dímelo, tú—protestó cansada.
Mi respuesta fue agachar la mirada, y arrebatarle la botella de mezcal, a la cual di un segundo trago, aunque no tan copioso como el primero.
—y, ahora ¿qué?—pregunté, una cuestión que no iba precisamente dirigida a la mujer, sino a mí mismo, al viento, a la nada.
—estamos chingados-afirmó la mujer, recuperando su botella—como Abel-bebió hasta casi vaciar la botella, cediéndome el último sorbo.
Sus palabras pesaron, aunque no eran realmente una sorpresa. Es peor cuando escuchas decir a alguien más una verdad dolorosa por más que ya fuera consciente de ella. Tenía que haber algo que se pudiera hacer, ella era capaz de impedirles que entraran en su casa, ¿no podía hacer algo parecido con la mía? No era una solución definitiva, pero era mejor que nada. Una base en la que pudiera estar a salvo me parecía la lotería en aquel momento, y se lo dije. Podía vivir de esa manera.
—estos es nada—dijo con despreció—un truco barato que no aguantará mucho. Antes de que termine el día van a poder entrar como a cualquier otro lugar—afirmó con los ojos fijos en la puerta.
No supe qué más decir. Me senté en una silla de mimbre a la izquierda del equipal, dejando caer los brazos sobre mis piernas, agachando la cabeza, tratando de pensar ¿en qué? Ni lo recuerdo, ni importa ¿por qué debería? Permanecimos en silencio por varios minutos, no sé cuántos exactamente, pero no debieron de ser más quince, al final fue Mabel la encargada de romperlo.
—de verdad esperaba que pudiera ayudarte—dijo casi como un susurro.
—yo también—contesté, alzando la cabeza. La mujer no me miraba, sus ojos seguían contemplando la puerta.
—deberías irte, ya—seguía sin mirarme—no quieres estar aquí cuando puedan entrar—esta vez sí me miró, aunque preferiría que no lo hubiera hecho
Era una mirada vacía, carente de vida, igual a la de los muertos vivientes de las películas que tanto le gustan a tu madre. Puede que sus ojos estuvieran en mí, pero su mente, su mente estaba en cualquier otro lugar. Le pregunté, si se encontraba bien, y su respuesta inicial fue una estruendosa carcajada.
—claro que no—dijo tras su carcajeo—pero, ya no importa. Mejor vete de una buena vez. De verdad no quieres estar cuando puedan entrar.
Pensé en preguntarle ¿por qué? ¿qué era lo que iba a pasar? Incluso en decirle que me quedaría ¿para qué? Sinceramente, no lo sé, pero sentía que le algo le debía a aquella mujer, que no podía dejarla sola en aquel momento. Sin embargo, Mabel pareció hacer uso de sus habilidades adivinatorias, diciéndome que no había necesidad de que me quedara con ella.
—¿qué piensas hacer?—me preguntó con voz cansada, y una astuta sonrisa—es mejor así. Ve a casa con tu familia, y arregla tus cosas. Que lo único que hicimos fue empeorar las cosas.
Al escuchar esto último lo primero que acudió a mi mente fueron tú y tu madre. La imagen de la curandera y su hijo a sus espaldas se volvió peor de la que ya era en mi cabeza. ¿iban también tras ustedes? Es decir, sé que tarde o temprano irán por ti, y es lo que me da más miedo, pero por lo menos esperaba que mi cuerpo hubiera sido devorado por los gusanos antes de que eso pasara. Y así será, mi hijo, no tengo duda de ello, pero por el momento no, por ahora se conformarán conmigo.
Me despedí de la mujer prometiéndole, que volvería visitarla. Ella replicó que no tenía nada a que volver ahí, que esa era nuestra despedida.
—Puede que nos volvamos a ver, pero ya no será lo mismo. Ni siquiera creó que te pueda reconocer —me dijo con aire ausente.
No tenía idea de lo que quería decir, y la verdad es que no me preocupó demasiado, mi prioridad en aquel momento eran tu madre y tú, seguía temiendo en lo que les pudieran hacer aquellos espectros, sobre todo porque habían vuelto a desaparecer de vista. Me apresure en volver a casa, con el corazón latiéndome como nunca antes en mi vida, y mi cabeza retumbando como si tuviera la peor resaca de la historia. Miraba a alrededor con la esperanza de ver de regresó a mis eternos acompañantes, pero nunca aparecían. Ni siquiera cuando habían tratado de ahorcarme sentí tanto miedo como en ese momento, temía lo peor, el “ve a casa” de Mabel me se sentía más como una advertencia que una sugerencia. El camino de vuelta me tomó menos de la mitad que me había tomado el de ida, aunque se sitió diez veces más largo. Corrí a con ustedes, dejando incluso la puerta del coche abierta, y por un breve instante vi algo que no era, una imagen tan horrible que estuve a punto de perder la cabeza, de lanzar un histérico y dolorido grito que habría suscitado miles de preguntas por parte de tu madre, y hacerte romper en llanto. Sin embargo, la pesadillesca imagen desapareció en un parpadeo. Solamente estaban los dos jugando con los bloques de plástico, armando un castillo. Tu madre, suspicaz como siempre, se dio cuenta al momento de que estaba lejos de encontrarme bien.
—¿estás bien?—me preguntó, dejándote solo con la obra en proceso, acercándose hacía a mí con una expresión de angustia en el rostro-¿qué pasó, José?
Lo último que quería hacer en aquel momento era explicarle todo lo que había pasado, pues, ni siquiera le había contado de mis vistas al par de brujos. Temía que pensara que estaba perdiendo la cabeza al igual que su difunto suegro, de quien había escuchado historias poco alentadoras, incluidas las mías. Mentí, diciéndole que solo necesitaba ir al baño, porque sentía que iba a vomitar, que por eso había entrado tan a la carrera. Dudo que me haya creído, pero por lo menos pareció entender mi deseo de no hablar, y lo respeto, dedicándome esa mirada que decía; “hablaremos después”.
Me tomé un tiempo en el baño para recuperar el aliento, y la paz. Estaban bien, me repetí una y otra vez frente al espejo, pensando absurdamente, que tal vez Mabel y yo nos habíamos equivocado, y que Abel si fue capaz de hacer algo, ya que mis acompañantes seguían sin reaparecer. Creí sincera y tontamente, que solo le había tomado más tiempo del pensado. Volví con los con los dos un poco más relajado, y me les uní en la construcción de un castillo ¿lo recuerdas, Manuel? Con el desenlace que tendrá este día, me temó que lo más probable que así sea. Lo siento mucho, hijo, pero por lo menos espero que el último recuerdo de tu viejo resulte un poco agradable, ¿no estuvo tan mal, o sí? Porque para mí fue un tiempo invaluable, y no solo porque ahora sé que será nuestro último recuerdo juntos, sino porque era libre, pude estar solo en el presente, y no dividido entre el ahora y los fantasmas de lo que había sido, pude escuchar solo tú voz, y la de tu madre, sin ninguna amenaza o lamento de ultratumba. Tantos años habían pasado de ello, que ni siquiera recordaba lo que se sentía, pero ¡vaya que fue algo hermoso! Si de algo no me puedo quejar es de esos veinte y tantos minutos finales contigo y tu madre, aunque sí lamento dejar que el cansancio me venciera, creer que lo había conseguido…. Debí de haberme quedado un poco más, mucho más, pero estaba exhausto, y en verdad creí que todo había llegado a su fin.
Los espectros volvieron a mí en mis sueños, todos. Mis antepasados parecieron reconocerme finalmente, pues en todos los años que llevaban acompañándome no vi el menor signo de identificación alguna, pero ahora me miraban consternados, doloridos, especialmente tu abuelo. La curandera y su hijo eran todo lo contrario, nunca los había visto tan dichosos.
—es hora—me dijo la curandera. Sus palabras rebotaron en mi cabeza como un eco interminable que me acompañó hasta después de abrir los ojos.
La sentencia de la curandera siguió retumbando en mis oídos mientras mi visión se aclaraba para encontrarme con mis viejos amigo, además de una adhesión que no duraría demasiado. Mabel se había unido a ellos, nuestros ojos se cruzaron por un instante, pero tal como me lo había advertido, no pareció reconocerme, los ojos de la mujer me contemplaron como si fuera cosa de nada, un extraño con el que se había cruzado en la calle. Mi boca se abrió para decir algo, para llamarla, para hacerla recordar, pero al igual que Abel, la aparición se vio envuelta en un espontaneo fuego azulado que la consumió al instante. Un lastimero grito salió de la mujer que había intentado ayudarme, y’ no hubo más. Mire aterrado como era consumida por el fuego celeste ¿me creerías, si te digo que hasta cierto punto ya lo esperaba? Lo sé, lo sé, hace tan solo un par de líneas te estaba diciendo que pensaba que todo había llegado a su fin, y ahora declaro que esperaba ver la mujer arder en aquellas en las llamas cerúleas. No podría sonar más contradictorio, pero de alguna manera ambas afirmaciones son ciertas. Supongo que lo más cercano a una explicación serían las palabras que solía decir mi maestro de español en tercero de secundaria; «espera lo mejor, prepárate para lo peor «era una especie de lema para el señor Gutiérrez, el cual no se cansaba de repetirnos. Absurda palabrería para cualquiera de mis compañeros, o cualquier chico de nuestra edad, y el doble para mí que empezaba a tratar con toda esta chingadera, que pensaba que al igual que mi padre estaba comenzando a perder la cabeza. Y la verdad es que sí lo hacemos, no sabemos que creer o esperar, así que creemos en nada y esperamos todo, o esperamos nada y creemos en todo, dejamos de buscar respuestas y rogamos por una escapatoria, renunciamos al escape e imploramos por un porqué. Sin embargo, nunca obtenemos nada, salvo un eterno bagaje, el siempre constante titubeo, la certidumbre de vivir en el alambre con la soga en el cuello. Demasiado pesimista, lo sé, digo perdón por ello, pero reitero que no es mi intención brindarte consuelo con mentiras de papel, aunque tampoco es mi deseo alarmarte con verdades afiladas. Siendo honestos podría terminar rompiendo estas hojas, y dejar que mis palabras se perdieran en la nada, no lo sé… Después de todo ¿de qué sirve que sepas que todo esto? A mí no me ayudo en nada, claro que me negaba a creerlo, pero dudo que el creer o no, haga alguna diferencia.
—es hora—volvió a decir la curandera, colocando sus dedos fantasmales sobre mi frente.
Las muertes de nuestros antepasados, de mis eternos acompañantes, se presentaron ante mis ojos. No, no solo se presentaron, fue como si yo fuera parte de ellas, como si hubiese sido yo el protagonista de todos aquellos fallecimientos del pasado. Sentía el miedo y la resignación de cada uno de ellos, su mente perturbada que era consciente de lo que se venía. No todos había cometido suicidio como tu abuelo, muchos habían sucumbido ante lo que aparentemente era un accidente, un descuido que había puesto un prematuro fin a sus vidas. En cada una de las visiones (de las vivencias) estaban la curandera y su hijo con una expresión jubilo en el rostro, mientras que la mujer no dejaba de repetir las palabras que, yo había escuchado en dos ocasiones en el último par de minutos.
—es hora—insistió la curandera. Su voz sonaba extrañamente suave e hipnotizante, atrayente. Sé que sus palabras son una amenaza, pero la verdad es que no se escuchaban tan terribles. Me erizaban la piel, pero también me brindaban un extraño consuelo. Otra cosa sin sentido, no me cabe duda, pero lo único que estoy haciendo es contarte lo ocurrido, advertirte de tu destino. Digo perdón, una, y mil veces más por el legado de nuestra familia.
Escuché los cariñosos reniegos de tu madre, y tus socarronas carcajadas provenientes del baño. Me encamine a con ustedes, urgido de verlos, siempre fue más fácil ignorar toda esta chingadera al estar a su lado. Apenas estaba listo para empujar la puerta entrecerrada, cuando la curandera me repitió por cuarta vez (esta vez susurrándomelo a la oreja) la criptica frase que marcó el fin de mi padre, y tantos otros. “Ahora no, no frente a ellos” pensé, imaginándome que caía en cuanto abría la puerta, arrastrado por una fuerza extraña, que me dejaba desparramado en el suelo ante la aterrorizada mirada tuya, y de tu madre. Tuve que correr, alejarme de ustedes, y del mundo en general por un par de horas. Fui por una botella de tequila, y comencé a beber en la camioneta, que estacioné un par de cuadras lejos de la casa para evitar ser molestado por tu madre. Bebi hasta que me dejaron de importar los espectros a mi alrededor y las insistentes palabras de la curandera, luego hasta que el mundo comenzó a empañarse, y mi cabeza me zumbaba ya por el alcohol, y no por la atrayente amenaza de la curandera, sumergiéndome finalmente en la oscuridad de la inconciencia. No era la primera vez que hacía algo así, durante años, antes de conocer a tu madre, aquella era la única manera en la que conseguía conciliarme con el sueño. No la recomiendo, pues el precio es una resaca acompañada de esas cosas, lo cual resulta mucho peor que hacerlo sobrio. Desperté en la madrugada (el reloj en mi muñeca marcaba las 1:42) desorientado, con mi cabeza retumbando, sin recordar ¿dónde estaba? Y ¿por qué había terminado ahí? Por un breve instante de ignorancia, el mundo fue un misterio para mí, ni siquiera sabía qué día era, hasta podría jurar que me olvidé de ustedes, me sentí como en los viejos días, como si en lugar de rozar los treinta, estuviera por pisar los veinte, y tu madre era aún una desconocida lejos de mí.
—es hora—resolló la voz de la curandera, acompañada esta vez por mi padre, cuya voz concia por unos viejos videocasetes en los que siempre se le podía escuchar detrás de la cámara. Cosa que según sus palabras lo ayudaba un poco; “cuando grababa me podía concentrar en las personas, en mis seres queridos. No quería arruinarles ese recuerdo que se iba a quedar para toda la vida, así que manada a esos cabrones a la chingada, y me concentraba en dejarles un lindo recuerdo a tu mamá, y a toda su familia” decía en alguna parte de su carta delirante. O algo bastante parecido, pues, ahora solo vive en mi memoria, ya que la quemé un hace muchos años (tras conocer a tu madre) decidido a dejar toda aquella locura familiar atrás.
¿Harás lo mismo con está? ¿te desharás de ella buscando alejarte de mí tanto como puedas? No te culpo si así lo decides ¿cómo podría? Quizás… Para ti resulte mejor, a final de cuenta saliste más a tu madre que a mí ¿eso cuenta? Espero que sí. Yo por mí parte, desde que puedo recordar, nunca he dejado de escuchar a la gente que conoció a tu abuelo repetir incasablemente lo mucho que salí a él. Y al igual que tú con tu madre, no sólo físicamente. Así que, ¿quién dice que eso no pueda salvarte? Elijo creer que sí.
Tome un trago de la botella, que había terminado tirada bajo el asiento del copiloto, la cual todavía tenía poco menos de un tercio. El mundo daba vueltas, el ritmo de mi corazón se aceleraba mientras se me aclaraba la cabeza, recordando donde estaba, y lo que me había llevado hasta ahí. Solté un raposo y trastornado grito, agarrando el volante a puñetazos, conteniéndome hasta el final de hacer sonar el claxon, cuando dejé que el pitido resonará en mis oídos unos segundos, y despertará unos vecinos, que demostraron su disgusto. Aceleré con la botella aferrada a mi mano, dando vueltas por San Fernando mientras terminaba con el resto de tequila, incluso me aventuré a San Jacinto, pero para cuando terminé con la botella, decidí que tenía que volver a casa. ¿Qué más podía hacer? ¿Andar hasta que se terminara la gasolina? Claro que la idea pasó por mi cabeza, dejarlo todo atrás, y esperar que no supieran nada más de mí, que creyeran (con suerte) que los había abandonado. No es un buen recuerdo para un niño, pero sin lugar dudas debe de ser mucho mejor que todo esto.
No puede hacerlo, no podía dejar que pensaras que no me importabas, no podía irme sin que supieras la horrible verdad de nuestro destino, una pobre excusa, pues ¿qué clase de padre le dice a su hijo que está condenado a un futuro tortuoso, y a una muerte prematura? La verdad es que simplemente quería verte una vez más mientras dormías, recordarte así, sumido en tu mundo de sueños, ajeno a las pesadillas del mundo real que esperaban por ti. Desgraciadamente al llegar a casa me acobarde, el miedo de caer fulminando en tu habitación renació en mí, de ni siquiera poder llegar a tu lado, de que tu madre estuviera despierta esperándome para preguntarme ¿qué pasaba? ¿dónde había estado? Es difícil hablar de todo esto sin que te tachen de loco. Unos fantasmas quieren matarme, hasta para mí la idea no deja de sonar como una locura en estos momentos. Los delirios de un hombre enfermo, que necesita la ayuda de un loquero. Los únicos dos testigos a mi favor se han ido, aunque algo me dice que, de estar aún vivos para confirmar mis delirantes palabras, su testimonio no serviría de nada, pues seguramente los tomarían por un par de charlatanes que intentaban aprovecharse de mi locura.
Encontré una vieja y olvida libreta en la guantera, que tenía en su espiral una lapicera roja, más que adecuada para dejar mi testimonio final. Comencé a escribir sin saber exactamente ¿para qué? O ¿qué quería decir? Pero la mano comenzó a moverse contactando (más o menos) con ideas en mi cabeza que ni siquiera yo sabía que estaban ahí. La voz de la curandera no ha dejado de sonar a mi lado, repitiendo una y otra vez las mismas dos palabras, algunas veces acompañada por su hijo, otras veces por mí propio padre, y el resto de nuestros antepasados, envolviéndome con una promesa de paz, que sé que no es más que una mentira, un autoengaño al que temo no tardare en ceder.
Quiero terminar con todo esto, todo esto tiene que terminar. Los años lo han vuelto más difícil, las últimas semanas han sido lo peor, y estas horas finales con las voces del más allá taladrando mi cabeza… No puedo soportarlo más. Tengo que irme, hijo, me perderé en algún lugar para encontrar el fin. Lamento que hayas tenido que nacer en esta familia. Y lamento no haberte dejado una carta a ti, amor, sé que leerás esta carta antes que Manuel (si es que no decido destruirla), y está bien, tal vez tu sepas mejor que hacer con ella, que decirle sobre su padre. Debí de haberte contado todo, por lo menos para poder tener una mejor despedida que esta, pero de haberlo hecho, seguramente me habría convencido de ir con algún loquero, y ya no puedo más.
Los amo a los dos.
No puedo seguir. Es hora.
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