DIVINER
“Todo lo que llega, llega por algo; todo lo que se va, se va por algo también.”
I
En la puerta hay un cartel hecho a mano que reza en letras coloridas y barrocas
MADAME MINERVA
Tarotista,
15.00- 20.00h Laborables
Citas urgentes también Festivos
SE HABLA ESPAÑOL
ON PARLE FRANÇAIS
Estirado en el desvencijado sofá aún me parece ver que está Diviner, mi compañero de cuarto que además era mi socio. Últimamente el negocio marchaba lo suficientemente bien como para olvidarnos de aquellos días en que dormíamos a la intemperie pasando hambre y frío.
Diviner y yo ocupábamos un minúsculo estudio en la planta baja de una casa de huéspedes en la Ciudad Vieja. La casa era antigua, fría y húmeda, con los ventanales blindados con rejas y tupidas mosquiteras, pegada a un solar lleno de maleza y bichos en su parte trasera y de drogadictos, prostitutas y mafiosos en su calle delantera.
Nuestro apartamento era apenas una habitación rectangular decorada con un feo papel pintado de los años setenta. Un biombo separaba el dormitorio de la improvisada salita de trabajo y un pasillo estrecho llevaba al servicio y una estrecha cocina.
La propietaria se hacía llamar Doña Obdulia, aunque en otra época de su vida cuando hacía la calle era conocida como La Tacones, supongo que por su metro y medio de maldad, aupada sobre quince centímetros de zapato.
Pero ni Diviner ni yo juzgábamos la vida de nadie. Durante un tiempo dormimos al raso como otros sin techo. Si Diviner pudiese hablar me hubiera contado cosas de su vida, la de antes de conocernos. Yo ya le he había contado todo de la mía. La guerra me hizo huir de mi país donde era maestra y tenía una casa, un sueldo y un marido que fue llamado a filas en los primeros días de la contienda. Nunca más supe de él. Cuando nuestra casa fue incendiada salvé la vida, pero lo perdí todo. Resistí varios meses como pude, aún confiada en que recibiría noticias.
Luego llegaron los mercenarios y perdida la esperanza, me uní a otros que huían camino de la frontera. No conocía a nadie y no me quedaba familia. Tampoco tenía dinero. No quiero recordar las cosas que tuve que hacer hasta llegar aquí.
Dada mi facilidad con los idiomas enseguida pude aprender lo suficiente para defenderme con esfuerzo en las calles del centro. No era fácil juntar unos euros para poder comer. A veces conseguía sitio en el albergue provincial y algo de comida en los comedores sociales. Cuando no era así, dormía en la entrada a los baños públicos del parque La Imperial con otras dos mujeres.
Los últimos días de noviembre fueron especialmente fríos. Me desperté una mañana sintiendo un bulto pegado a mi espalda, bajo el chal de lana. Me levanté asustada y algo negro y peludo echó a correr. Creí que era una rata. Resultó ser un gato flaco y apestoso, con el pelo apelmazado y unos intensos ojos amarillos.
Compartimos un trozo de pan con queso recuperado de la basura. Los dos estábamos tan hambrientos que no nos importó. Y una vez que nos tuvimos confianza ya no nos separamos.
Descubrí que el gato me traía suerte. Con su pelaje negro y su estrella blanca en la frente y con su lastimero maullido un tanto peculiar, atraía las miradas de los transeúntes y los movía a la compasión.
Alguien empezó con el jueguecito de en qué mano tengo la moneda que voy a dejar en el vaso de las limosnas. El gato siempre acertaba, señalando con su pata derecha. Un gato con ese talento bien merecía un nombre apropiado. Así que lo llamé Diviner (Adivino).
—¿Sabe hacer otras cosas el gato?—me preguntó cierto día un tipo rarito que filmaba con una cámara en las calles.
Ni que el gato fuese un mono de feria. No sé que me llevó a decir en tono de burla.
—Adivina el futuro a través de mí.
Nunca había sido mentirosa, pero ese día me coroné.
—Me llamo Madame Minerva, soy de los Cárpatos y vengo de una familia de videntes que leen las cartas.
—¿Qué me cobraría por hacer una lectura? —preguntó de nuevo el hombre.
Me sorprendió que el desconocido no cuestionara mi origen, con mi piel negra y mis ojos oscuros como la noche.
No queriendo parecer codiciosa y sin saber cómo iba a salir del atolladero en el que yo solita me había metido respondí
—Solo la voluntad. La videncia es un don que se debe compartir.
Recordé que tenía una desgastada baraja española encontrada en la basura con la que me entretenía cuando las horas se hacían muy largas. La saqué del bolsillo donde la guardaba.
Con solemnidad y algún que otro aspaviento comencé a barajar y puse sobre un pañuelo cinco cartas boca abajo formando una cruz.
Diviner observaba el movimiento de mis manos con interés. Fingí concentrarme a medida que volteaba las cartas sin saber muy bien qué contar, (el hambre debería aguzarme el ingenio, pero no era así) y pensando ya en otros posibles lugares a los que mudarme porque estaba segura que me iban a echar de allí por farsante.
Diviner puso una pata sobre las escasas monedas del vaso y me miró. Me encontré diciendo en voz alta lo primero que vino a mí mente.
—Harás nuevos amigos. Veo una celebración. Tendrás un premio gordo a la lotería si juegas hoy. Ahora.
—¿Qué lotería?¿La Primitiva?— preguntó el hombre con interés.
Varias personas ya se habían detenido a nuestro lado. Miré a Diviner sintiéndome ridícula. El gato levantó la vista observando el fondo de la calle donde casualmente había una administración de lotería.
—Si, la primitiva— respondí ya sin pudor, señalando el fondo de la calle —Vaya allí ahora, en este mismo momento.
La seguridad de mis palabras hizo que el hombre se decidiera. Me dejó un euro en el cuenco, como voluntad.
—Si aciertas te daré una recompensa— contestó cuando se alejaba.
Pero yo ya estaba pensando a qué sitio mudarme al día siguiente para no ser encontrada.
Esa noche hizo mucho frío y amanecí con fiebre. Con el cuerpo dolorido y sin fuerzas para buscar un buen sitio donde mendigar, solo pude quedarme donde estaba.
Tres días después el hombre apareció de nuevo. Traía un sobre con dinero.
—Tu recompensa— me dijo— tenías razón. Has acertado completamente. Con tu don puedes ganarte muy bien la vida ¿sabes?.
Yo no daba crédito. El sobre contenía dinero suficiente para pagar la fianza y dos meses de un alquiler barato y también para que Diviner y yo pudiésemos comer algo durante unos días.
Así fue como acabamos en casa de Doña Obdulia. La mujer, una bruja pintarrajeada con cara de vinagre, me miró de arriba abajo moviendo sus pestañas postizas, torciendo la boca y arrugando la nariz ( por mi mal olor, sin duda).
—Dos meses por adelantado. No te pediré los papeles que sin duda no tienes.Y ese gato sarnoso que traes, a la puta calle.
—El gato viene conmigo. Si él no entra, yo tampoco.
Tras pensarlo un momento respondió
— Te costará más caro
—¿Cuánto más caro?— pregunté.
—Cien euros más.
— Cincuenta es lo más que puedo pagar.
—Sesenta. Y si algún inquilino se queja, el gato sale por patas.
—Trato hecho— respondí aliviada.
Desde entonces Diviner y yo fuimos construyendo día a día nuestra nueva vida. Empezamos por adecentar el apartamento. A parte de una cama y una silla apenas había muebles. Nos costó semanas eliminar con lejía el olor a alcantarilla y humedad.
Compré un bloc de dibujo para hacer mis propios carteles publicitarios que pegue en cuantos muros, puertas y entradas de garitos me fue posible. El barrio era tranquilo por el día y peligroso por la noche. Pero después de vivir más de un año en las calles ya nada me asustaba.
La primera semana apenas hice otra cosa que pasearme por el barrio y las calles adyacentes dejando panfletos y plantándome en las esquinas con Diviner, la baraja y un pañuelo para captar clientes. Casi todos me tomaban el pelo…hasta que empecé a soltar predicciones a los transeúntes que milagrosamente se cumplían.
Se corrió la voz y acudieron mis primeros clientes, todas mujeres del mundo del alterne, tan curtidas por la vida como ingenuas.
Diviner les echaba una mirada desganada y acto seguido de mi boca salían las palabras convenientes sin pensar apenas. Y de nuevo surgía el milagro.
Algún tiempo después ya pudimos trabajar en casa. Recuperé de la basura algunos muebles, dos alfombras desgastadas y el biombo, que le dieron al estudio un aspecto más agradable y exótico.
La bruja Obdulia se presentó de nuevo con ánimo de subirme el alquiler. La pude convencer de que sacaría más beneficio si le decía cuando ganar pequeñas sumas al bingo, juego por el que tenía especial predilección.
Hace unos meses recibimos a un mafioso con sus dos guardaespaldas. Diviner lo miró con desgana como hacía con todos y nos dio la espalda levantando la cola y mostrando sus atributos. Después se tiró al suelo dejando desprotegida su barriga
—¿En serio?—pensé
El tipo tamborileaba impaciente sobre la mesa. En su mano izquierda lucía un anillo de oro con un rubí.
No podía decirle a un personaje tan peligroso las palabras que venían a mi mente. Diviner me miró con intensidad y parpadeó una sola vez.
—Vale, ya se lo digo — decidí con resignación.
— Alguien de su círculo cercano lo va a traicionar. Cuídese la próxima semana porque van a atentar contra su vida— le expliqué al hombre con cierto temor.
Él pareció sorprenderse pero no perdió su temple. En ruso ordenó a sus guardaespaldas que salieran. Luego me preguntó en inglés si el traidor era uno de sus guardaespaldas.
Diviner se puso a jugar con un trozo de papel que el viento había traído del descampado a la ventana. Sobre un dibujo de colores resaltaba una letra L.
—¿Alguien cercano a usted tiene un nombre que comienza por L?— pregunté.
El hombre se levantó con tal rapidez que tiró la silla con estrépito. Dejó una generosa propina sobre la mesa y salió de prisa al rellano sin ni siquiera despedirse.
Apenas seis días después recibí el ramo de flores más ostentoso que había visto en mi vida. Y también el único.
Gracias a mi el ruso había salido con bien del atentado. Se convirtió en uno de mis clientes habituales y atrajo a otros.
Desde ese día Diviner empezó a pasar horas mirando por la ventana, como si quisiera irse. Mientras, yo barajaba las cartas y adivinaba. A veces se iba de la habitación. Y yo continuaba barajando las cartas y adivinando sola.
La bruja Obdulia quería más dinero y amenazaba con denunciar que yo no tenía papeles. Un cliente agradecido con ciertas influencias me consiguió una cita en Inmigracion.
Desde el día anterior Diviner estuvo toda la mañana frente a la puerta de entrada. Yo sentía cada vez más temor de que quisiera irse. Él era mi única familia. También era más ágil que yo. Rápido y silencioso. Cuando a las nueve tomé las llaves y el bolso y salí a la calle, en ningún momento me di cuenta de que Diviner salía conmigo.
Regresé sobre la una del mediodía después de acudir a Inmigración y a la tienda de ultramarinos de la esquina.
Llamé a Diviner. Traía unas golosinas para gatos que lo volvían loco. Pero no estaba por ninguna parte. Recorrí el pequeño apartamento varias veces, revisé armarios y todos los rincones que se me ocurrieron. Miré por las ventanas. No estaba. Diviner se había marchado.
—Tal vez esté asustado o en peligro— pensé con aprensión y me lanzé a la calle buscando a ciegas, deseando esperanzada que si estaba perdido supiera encontrar sin problemas el camino a casa. Al anochecer regresé exhausta después de recorrer calles y calles sin resultado alguno.
Repetí la misma rutina toda la semana. Pero Diviner no apareció y nadie lo ha visto. Amplié el radio de búsqueda y durante todo el mes di vueltas por otros barrios más céntricos, parques, la estación de autobuses y el metro.
Después poco a poco me resigné a una nueva vida sin Diviner, agradecida por todo, pero añorando su compañía.
II
Ya es nueve de mayo el día en que recojo la documentación que me da la legalidad. Hace calor y me duelen las piernas. Me parece buena idea bajar a la estación de tren en vez de regresar andando por un trayecto al sol.
El sitio está lleno, con todos los asientos ocupados y gente afanándose en sus asuntos, moviéndose a lo largo del estrecho andén. Algo me atrae hacia el fondo. A estas alturas ya he aprendido a no resistirme a estos impulsos. Y entonces el corazón se me para.
Hay una niña de unos ocho años con uniforme de colegiala sentada a lo indio en el suelo, con la mochila abierta a su lado.
Todo sería normal hasta ahí de no ser porque de la abertura de la mochila sobresale una inconfundible cabeza peluda de ojos amarillos. Diviner.
Me acerco despacio para no asustarla. Diviner no se mueve de donde está.
—¡Qué chulo tu gato!¿No le asusta el ruido y la gente?
—No, Negrito es muy tranquilo—dice acariciándole las orejas.
—¿Tú le has puesto el nombre?
—Si, lo he adoptado. Y parece que el nombre le gusta. Mi padres no sabe que lo tengo, si no me castigaría. No me deja tener animales. Por eso lo llevo en la mochila, para que no lo descubra. Si no, el pobre tendría que vivir en la calle otra vez.
Eso me suena. Un Diviner despelucado y apestoso, como cuando lo conocí.
La niña se acerca más a mí.
—¿Tú tienes animales?—me pregunta.
—Una vez tuve un gato como ese—contestó— se llamaba Diviner, que significa adivino. Hacía cosas increíbles.
—¡Qué casualidad!—contesta sorprendida—Negrito es un gato mágico. Desde que está conmigo todo me va muy bien.
La niña baja la vista hasta sus brazos. Lleva la chaqueta puesta pese al calor y tira de las mangas. Me doy cuenta que se cubre deprisa las muñecas. Pero no tan rápido como para que yo no vea los moretones que intenta ocultar.
—¿Sabes? Mañana viene mi tía a recogerme. Ella me quiere mucho y le gustan los animales. Mi padre ha dicho que me deja ir a vivir con ella, por fin. La mujer que está con mi padre no me aguanta. Me pega por cualquier cosa cuando él no está delante. Pero ahora con Negrito ya no tengo miedo de nada. Hasta he hecho amigas en el colegio.
Hay un nudo en mi garganta. Está claro que Diviner me pone a prueba. Dar después de recibir.
—¿Puedo acariciar a Negrito?—le pregunto sabiendo que he de despedirme.
—Claro, es muy cariñoso.
Diviner se deja hacer una última caricia. Los dos sabemos que esto es una despedida. Me mira intensamente con sus ojos amarillos.
Entonces viene a mi mente la idea de que estaba escrito que debíamos ser compañeros en un trayecto de nuestras vidas. Que él y yo debíamos ayudarnos y ayudar a otros, que no soy suya ni él es mío. Y comprendo.
Tal vez sea un ángel con la apariencia de un gato negro. Tal vez tuvo otros nombres y otros dueños cuya vida cambió con su presencia. He de dejarlo ir y siento pena.
El tren entra en la estación y se detiene.
—Cuídalo bien—le digo a la niña cuando subo al vagón— Y trátalo como a un amigo. Le gustan las chucherías para gatos.
—¿Y tú cómo lo sabes?—pregunta cuando el tren se pone en marcha.
—Porque antes fue mi amigo y yo lo quise—respondo con tristeza.
Pero el ruido oculta mis palabras. El andén se va quedando atrás con la niña ahora de pie y su preciada carga en la mochila.
Alzo la mano en una inútil despedida. El tren coge velocidad e indiferente, sigue como si nada su trayecto.
OPINIONES Y COMENTARIOS