EL VIAJE DE LAS ALMAS

El tren de la vida solo tiene una parada. Antes de llegar a ella, asegúrate de haber disfrutado el viaje” (F. G. Belmar)

— Ven lo antes que puedas— dice mi madre— te estaré esperando.

Se encuentra de pie en la cocina de la casa familiar en el pueblo. No entiendo muy bien porque me está hablando por teléfono cuando yo la estoy viendo desde la puerta, a no ser que de repente me haya vuelto invisible. Tampoco entiendo que esté en la casa vieja, que lleva años cerrada.

Por un momento me permito contemplarla y siento ternura. Mamá no ha envejecido. Lleva puesto su traje favorito, el de color azul cobalto con una flor blanca en la solapa y los pies calzados con las entrañables pantuflas con cremallera, la cuarta o quinta generación de ellas porque siempre compra el mismo color y modelo.

Yo estoy más viejo, más gordo y más calvo. Me mortifica pensar que en cuanto me vea me va a criticar por no cuidarme.

Entonces oigo de fondo un pitido molesto e insistente. Tardo un momento en identificar que es la alarma del teléfono móvil; mi sueño se trunca y bruscamente me despierto.

Durante un instante la realidad parece congelada en un segundo eterno para caer luego sobre mí como un jarro de agua helada. Estoy en mi habitación, en mi apartamento de la Ribera, a setecientos kilómetros de la casa familiar, y a un desierto de tristeza de mi madre, fallecida hace seis años.

¡Todo era tan real! Hasta parece que huelo su perfume. ¿Cómo es posible?

De pronto siento ganas de volver al pueblo. Podría tomarme unos días a cuenta de mis vacaciones. Podría viajar en tren. Ver de nuevo los campos inmensos, con las colinas peladas al fondo, atravesar túneles, serpentear entre rocas y desfiladeros, cruzar los puentes que separan retazos de mi vida. Volver a vivir la expectativa de un reencuentro con mi propio pasado.

No me lleva mucho tiempo gestionarlo todo. El viaje será mañana, en el tren que sale a las ocho de la Estación Central.

Apenas veinticuatro horas más tarde estoy a escasos cuarenta kilómetros de mi destino. Durante todo el trayecto he tenido como compañero de viaje a un vendedor de seguros. Un tipo desagradable, maleducado y grosero que no para de hablar y se queja por todo.

El vagón va lleno, no puedo buscar otro lugar. Así que hace un buen rato que he cerrado los ojos fingiendo dormir.

Salimos del túnel de Candás. Lo sé porque es de una largura claustrofóbica. Como sí estuviésemos entrando al mismo infierno. Abro los ojos. Si no recuerdo mal, a la salida hay un antiguo puente de hierro sobre un abismo que une dos laderas sembradas de rocas con un río caudaloso bordeado por una carretera de montaña. El tren enfila la estructura de metal a mucha velocidad. Parece un gusano volador, pero sin alas.

Lo siguiente es un ruido ensordecedor, todo gira y cae y cae con una tremenda sensación de vértigo. Mi cabeza golpea la ventanilla. Me mareo hasta el punto de perder el sentido. No alcanzo a oír los juramentos de mi vecino.

Cuando vuelvo en mí, el tren está parado en el otro extremo del puente. A través del cristal veo a un buen número de viajeros en las vías, desorientados o asomándose a las barandillas, observando algo horrorizados. Un humo negro y espeso se eleva desde el abismo. Me bajo y huelo a algo que se quema. El tipo de los seguros también está allí.

—Ya lo ve amigo. ¡Qué desgracia!— me dice un señor con gafas que se retuerce las manos con nerviosismo—Parece ser un gravísimo accidente. La niebla se está cerrando y no podemos ver nada. No sabemos si es un choque múltiple en la carretera u otra cosa. Varias personas han llamado a Emergencias, pero no tenemos señal. No creo que haya supervivientes.

El interventor se acerca caminando en nuestra dirección por el estrecho arcén.

—Señores, vuelvan al tren. Debemos continuar viaje.

—¿Qué ha pasado ahí abajo? ¿Puede decirnos algo?— pregunta una anciana que iba en mi mismo vagón.

—Creo que es un accidente de tren, un descarrilamiento —contesta el interventor— Aún no tenemos información de lo que ha ocurrido allí.

El agente de seguros echa a andar furioso y despotricando, que si todos los políticos son unos hijoputas corruptos que no invierten en infraestructuras, que por eso pasan esas cosas, que tengo razón a que sí, claro, que luego el seguro paga, o sea nosotros. Como el Gobierno no tiene que apoquinar, menuda pandilla de indeseables.

Algunos lo acompañan, le dan la razón y luego todos nos movemos hacía allá, hacia el final del puente dónde el tren espera.

Con el susto en el cuerpo, nadie habla en el vagón. El tren se mueve ahora más ligero, con menos traqueteo. El paisaje que asoma por las ventanillas es oscuro, con una vegetación raquítica y sin árboles, como la que crece tras un incendio devastador. Nada de lo que veo a través de la ventanilla me resulta conocido. Es como transitar por otro mundo.

Unos diez kilómetros antes de llegar, el convoy se detiene en un apeadero sin previo aviso. El de los seguros y muchas personas más son obligados a bajarse. Protestan, juran, llegan a las manos con el interventor. El hombre solo dice

—No se podían quedar allí, pero tampoco pueden ir allá. Por tanto, deben apearse aquí.

—¿Qué mierda está diciendo, hombre de Dios? Yo he pagado billete hasta la última estación y voy a ir hasta allá — dice mi vecino de asiento fuera de sí.

—Señores, esta es su parada. Comprueben sus billetes.

Con cara de sorpresa todos los desalojados comprueban que efectivamente este apeadero en tierra de nadie es su destino.

Cuando el tren se pone en marcha de nuevo se quedan solos en un andén desolado, con sus maletas tiradas de cualquier manera, como despojos.

Ahora solo viajamos ocho personas en este vagón. El paisaje cambia y de pronto es verde y brillante, custodiado por un atardecer majestuoso que anuncia el final del día.

Cansados, deseosos de llegar a nuestro destino, aguardamos de pie en la plataforma el momento en que el tren se detenga y abra las puertas.

Hay mucha gente esperando en el andén. Creo ver fugazmente a una mujer con un traje azul y lo que parece una flor blanca en la solapa. Cuando el tren se detiene y bajo por fin los altos escalones, mis ojos tropiezan con la acogedora sonrisa de mi madre que me hace señas frenéticas desde detrás de un grupo de gente.

No puede ser.

A su lado está mi padre, fallecido a los cuarenta y siete años, mi tío René, que dejó este valle de lágrimas a los veintiséis y al que todos dicen que me parezco, y una señora que solo he visto en fotos, muerta de neumonía en 1989, antes de mi llegada al mundo y que todos conocían como la prima Vane.

—Por fin has llegado hijo mío —dice mi madre mientras me envuelve en un abrazo apretado.

Mil sentimientos surgen a la vez: sorpresa, júbilo, incredulidad… No sé. Estoy tan impactado que solo acierto a preguntar

—¿Pero dónde demonios estamos?

—Estamos en el más allá hijo, en el más allá — dice mi padre palmeándome la espalda.

—¿Quieres decir que estoy muerto?— pregunto horrorizado.

—Bueno, sí, has trascendido— dice el tío René, tan joven qué es él quien parece mi sobrino, con su tupé ondulado y su aire de Tony Manero.

La prima Vane se adelanta

—Encantada de conocerte. Yo soy la prima Vane— dice plantándome dos besos— Nos preocupaba que te fuesen a dejar en el apeadero, con la chusma.

Me mira fijamente y añade

—Caramba, me habían dicho que eras igual que el tío René. Te había imaginado más joven, más alto y con más pelo.

Ya estamos. Ya salió la observación.

—Y qué me importa a mí, sí ya estoy muerto— respondo molesto por el comentario.

—Vayamos a pesar tu alma— propone mamá— Y si das el peso correcto podremos llevarte al cielo con nosotros. La prima Vane, ahí donde la ves, tuvo que hacer trabajos espirituales y superar una larga lista de espera para entrar, porque no le alcanzaban los gramos.

—¿Ah, no?—digo mirándola de arriba abajo. Que sepa lo que se siente cuando otro te saca los colores.

—Nuestro sitio en el cielo está muy cerca. Solo hay que cruzar ese precioso puente con las estatuas de mármol de los apóstoles y ya estaremos— señala el tío René mientras se dirige a buen paso hacia las oficinas del Jefe de Estación.

Le sigo para efectuar la pesada, un poco decepcionado de cómo el Tribunal juzga los acontecimientos de nuestra existencia: un instante en la balanza y toda una vida eterna en el más allá.

Fuera cae la noche y el tren de las almas cambia de vía y parte desandando el trayecto en busca de nuevos viajeros.

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