Dicen que el desamor se siente como una herida que nunca sana del todo. Y lo comprobé el día que te fuiste sin siquiera mirar atrás. Recuerdo esa tarde gris, el viento soplaba fuerte y yo me quedé parado en la puerta, viendo cómo te alejabas. Mi corazón latía despacio, como si se estuviera rindiendo. Pensé que las lágrimas no saldrían, pero ahí estaban, traicioneras, rodando por mis mejillas.

Las noches siguientes fueron un tormento, el vacío en la cama era un recordatorio constante de tu ausencia. Me aferré a los recuerdos, a las risas compartidas, a las promesas hechas en voz baja bajo las estrellas. Pero los recuerdos, en lugar de consolarme, me aplastaban. Cada risa recordada, era como un puñal, cada promesa rota, un peso en el alma.

Intenté seguir adelante, conocer a otras personas, llenar el hueco que dejaste. Pero nadie se comparaba a ti. Las conversaciones eran vacías, las sonrisas forzadas. Tus palabras seguían pasando por mi cabeza, como un recuerdo que no se desvanece. «No eres tú, soy yo», dijiste, y me pregunto si alguna vez fue verdad o solo una excusa barata para huir.

El desamor es una bestia silenciosa que te devora desde adentro. A veces pienso que nunca me recuperaré del todo, que siempre habrá una parte de mí que te pertenezca, aunque no lo quieras. Y aunque pasen los años, y conozca a alguien más, una parte de mi corazón siempre llevará tu nombre. Porque el desamor no se olvida, se aprende a vivir con él, como una cicatriz que aunque no duela, siempre está ahí, recordándote lo que fue y lo que nunca será.

Me refugié en mi rutina, en la escuela, en los amigos que trataban de animarme con su compañía. Pero por las noches, cuando el silencio se hacía más profundo, volvía a encontrarme con mi tristeza. La música que solíamos escuchar juntos se convirtió en un enemigo, y las calles que recorríamos mano a mano ahora me parecían desoladas. Hasta el café de la esquina, donde solíamos compartir risas y miradas, perdió su encanto.

Un día decidí guardar todo lo que me recordaba a ti en una caja de cartón. Fotos, cartas, pequeños objetos que habíamos coleccionado durante nuestro tiempo juntos. Pensé que así podría empezar de nuevo, que si eliminaba las pruebas físicas de nuestra relación, también podría borrar el dolor. Pero estaba equivocado. Guardar esos recuerdos solo hizo que el dolor se escondiera más profundamente, esperando el momento adecuado para salir y golpearme de nuevo.

El tiempo pasó, y aunque dicen que cura todas las heridas, para mí solo las adormeció. Comencé a salir con alguien nuevo, una persona amable y cariñosa que me hizo reír de nuevo. Pero siempre había un vacío, una parte de mi corazón que permanecía cerrada, inaccesible. Intenté no compararla contigo, pero a veces no podía evitarlo. Cada vez que lo hacía, sentía un ataque de culpa, como si estuviera traicionando tu recuerdo.

Llegué a entender que el desamor no es algo que se supere, sino algo con lo que se aprende a vivir. No es una batalla que se gana, sino una guerra que se sobrelleva. Acepté que siempre habría momentos de tristeza, destellos de melancolía que aparecerían sin previo aviso. A veces, en una sonrisa fugaz de un desconocido, en una canción que suena en la radio, en el olor a lluvia en una tarde de otoño.

Y aunque ahora puedo decir que he encontrado cierta paz, sé que el desamor ha dejado su marca en mí. Una marca que me ha cambiado, que me ha hecho más cauteloso, tal vez más cínico. Pero también me ha enseñado a valorar más los pequeños momentos de felicidad, a no dar por sentado el amor cuando lo tengo.

Así que, aunque me rompiste el corazón, también me diste una lección invaluable. Aprendí que el amor no siempre es eterno, que las promesas pueden romperse y que el dolor puede ser un maestro implacable. Pero sobre todo, aprendí que el desamor, por más devastador que sea, no puede destruir por completo el deseo de amar y ser amado. Porque al final del día, seguimos siendo humanos, frágiles y esperanzados, siempre buscando ese destello de amor que nos haga sentir completos de nuevo.

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