Era una tarde brumosa en Londres cuando Sherlock Holmes recibió una misiva peculiar. El célebre detective belga, Hercule Poirot, solicitaba su presencia en una mansión de la campiña inglesa, donde un asesinato había sacudido a la comunidad. Holmes, siempre intrigado por desafíos intelectuales, aceptó sin dudar.
Al llegar a la imponente residencia de Sir Arthur Conan Doyle, Holmes encontró a Poirot examinando la escena del crimen. El cuerpo de Sir Arthur yacía inerte en su estudio, rodeado de libros y papeles esparcidos por el suelo. Poirot, con su característico bigote impecable, saludó a Holmes con una inclinación de cabeza.
—Monsieur Holmes, es un honor trabajar junto a usted. Este caso promete ser un desafío para nuestras pequeñas células grises.
Holmes asintió, observando cada detalle con su aguda mirada.
—Igualmente, Poirot. Empecemos. ¿Qué sabemos hasta ahora?
Poirot señaló la escena.
—Sir Arthur fue encontrado muerto en su estudio. No hay signos de lucha y la puerta estaba cerrada desde adentro. Solo hay una ventana, también cerrada. Parece un clásico caso de habitación cerrada.
Holmes examinó el escritorio, encontrando una pluma y un papel con una frase escrita a medias: «El asesino es…»
—Curioso, parece que intentaba revelar al asesino justo antes de morir —murmuró Holmes.
Poirot se acercó y leyó la nota, frunciendo el ceño.
—Oui, pero no terminó. Esto sugiere que conocía a su asesino.
Holmes asintió, dirigiéndose a la ventana.
—La cerradura no muestra signos de haber sido forzada. Debemos considerar que el asesino pudo haber sido alguien cercano, alguien en quien Sir Arthur confiaba lo suficiente para dejar entrar en su estudio sin sospechas.
Poirot paseó la mirada por la habitación, deteniéndose en una colección de libros sobre el estante.
—Mire aquí, Holmes. Todos los libros son sobre criminología y casos de detectives. Excepto uno.
Holmes tomó el libro señalado por Poirot, titulado «Las Aventuras de Sherlock Holmes». Al abrirlo, encontró una nota oculta entre las páginas.
—»La mente del asesino reside en sus propias palabras», —leyó en voz alta.
Poirot, con los ojos entrecerrados, reflexionó.
—Sir Arthur era un escritor. Creó a usted, Monsieur Holmes. ¿Podría ser que en sus escritos haya dejado pistas?
Holmes, intrigado, revisó la habitación con más detenimiento. Encontró una serie de cartas entre Sir Arthur y un misterioso corresponsal, identificado solo como «J».
—Parece que Sir Arthur tenía un colaborador o quizás un adversario —dijo Holmes, mostrando las cartas a Poirot.
Poirot las examinó, notando un patrón en el estilo de escritura.
—Mire esto, Holmes. La caligrafía en estas cartas es casi idéntica a la de Sir Arthur. ¿Podría ser que él mismo escribió estas cartas, fingiendo ser otra persona?
Holmes frunció el ceño, su mente trabajando a gran velocidad.
—Es posible. Pero, ¿por qué lo haría?
Poirot respondió con calma.
—Para crear un misterio dentro de un misterio. Un escritor asesinado por su propia creación. Pero, ¿por qué dejar pistas si quería crear el crimen perfecto?
Holmes tuvo una epifanía.
—¡Por Dios, Poirot! Creo que Sir Arthur quería ser descubierto. Estaba jugando un juego con nosotros, sus más grandes creaciones. Quería que resolviéramos su último misterio.
Poirot asintió, comprendiendo.
—Y en su desesperación, dejó esa última pista: «El asesino es…» él mismo, Sir Arthur Conan Doyle. Un escritor que se convirtió en víctima de su propia narrativa.
Holmes miró el cuerpo sin vida de Sir Arthur con una mezcla de admiración y tristeza.
—Un hombre que vivió por sus historias y murió por ellas. Un final trágico y brillante, digno de sus personajes.
Poirot colocó una mano en el hombro de Holmes.
—Hemos resuelto el misterio, Monsieur Holmes. Sir Arthur creó su propia historia final. Un escritor hasta el último aliento.
Los dos grandes detectives se miraron, sabiendo que este caso permanecería en sus memorias como un tributo al genio que los trajo al mundo.
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