¿Y los perros, qué? (2)

¿Y los perros, qué? (2)

Annat

24/05/2024

Intenta avanzar en la historia. Quería contar algo de interés, algo con un hilo conductor. Intentando tejer sus recuerdos para hacer converger todas esas vidas en una. Darle forma. Había recuerdos flotantes, pequeños trozos de tierra suspendidos en el universo, como si un mundo hubiera estallado separando los diferentes escenarios. La realidad transcurría en cada uno de los pedazos, por separado. Avanzaban las historias independientes las unas de las otras. Esas mil vidas suspendidas, con sus personajes, con sus coordenadas, con su Anna, cada una la misma pero diferente. Ahora trataba de lanzar cuerdas de una a la otra. Ajena está a las demás. Cuerdas, hilos, que vencieran la distancia del vacío por olvido. No sabía cómo contactar con ellas, así que escribía, tejiendo, a ver si del otro lado ellas tiraban del hilo y la encontraban. Esperaba que una de esas mañanas en las que perdía el tiempo tejiendo y tejiendo, la historia empezara a ser contada.

Una mujer, era una mujer. Con todo lo que ello implicaba. Una mujer sin padre, con una madre sin padre. Venía de una familia de mujeres sin padres y sin maridos. Mujeres que se habían endurecido como las raíces de un árbol viejo en tierra austera, bajo la nieve y bajo las botas de los hombres. Eso a veces la dejaba también sin madre, como a su madre. Pero ella no tenía tierra donde esconderse de la nieve y de las botas de los hombres, caminaba descalza así que había empezado a endurecerse por dentro primero. Así que las grietas no le sangraban. Caminaba descalza con sus dolores, saltando márgenes y bailando para intentar que cada movimiento además de doler creara belleza y juego. Para olvidarse, para acostumbrarse. Más allá de las cosas de su cuerpo, de su alma, de su sangre…la vida le exigía lo mismo que a las demás. Y a veces le costaba pisar las calles asfaltadas, el suelo de hacienda o los bares, llenos de cristales de la vida pacífica de los que se emborrachaban sin miedo a las represalias.

Llamaron a la puerta. Ella no esperaba a nadie. Y ese era. Era él. El que nada traía, con las manos vacías y la cabeza en otra parte. ¿Quién sabría dónde? Y ella se veía interrumpida por esa otra, una de un pedazo de esos de Ana que pululaba flotando en el universo después de haberse partido en mil. Abría la puerta y la escena se sucedía, día tras día, vaciando segundos, minutos, horas, años de su vida. “Tienes que dejar de hacer el imbécil”, le dijo una vez un borracho. Como quien dice cualquier cosa, dijo aquello. Ese pedazo flotaba solo, iba y venía. De vez en cuando lo recordaba como si lo hubiera oído mil veces. En la cama éramos muchos. Y todos estábamos solos. Él con su teléfono, yo con mis pensamientos, el perro con su respiración y los gatos lamiéndose y ronroneando. Creo que nunca pude calmar mi angustia, en compañía de nadie. Pero seguían llamando a la puerta y yo abría. El hijo de alguien, siempre era el hijo de alguien. Nunca entraba otro que fuera uno, solo uno. Y yo, con mi falta de madre y su falta de madre y las faltas de los padres de todas, pretendía ganar la partida. Viento en popa y a toda vela, esperaba llegar al paraíso, a su tierra prometida. Una promesa que nadie le había hecho. Esperaba hacer una familia con los restos de lo que nunca había sido una. Tenía que dejar de hacer el imbécil.

Él siempre estaba quieto, allí quieto. Entonces ella lo andaba arrastrando aquí y allá. No mucho porque se aburría, se cansaba. Las últimas semanas había intentado algo. Había intentado pagar, había intentado parecer querer intentar hacer algo. Ella lo había agradecido, pero no mucho. Ya no. Ella era, ahora, la que no quería hacer nada. No quería ilusionarse, no quería gastar más energía en decepcionarse. Había dejado de querer. Aun así, seguía abriendo la puerta. No encontraba el momento de decir basta. Por algún motivo había conectado con el trauma, o así se lo explicaba ella. Estaba callada, quieta, escondida, acojonada…se había dado la vuelta a sí misma como un calcetín. Ante las peticiones de la vida de una chica mujer, normal, colapsaba a cada rato, a cada palabra, comentario, hora o trámite que le complicara estar colgada de un pie y boca abajo. Sentía que nadie podía comprender lo que ni siquiera ella era capaz de explicar. Pero sobretodo, ¿a quién le importaría?

Su madre.

Nunca hablaba de ello. Aunque lo defendía, lo buscaba. En cierto modo, lo amaba. Para su madre era una floja. Aunque siempre le llenara la casa de flores. Era una floja. Una quejica, una exagerada. No era hija suya. Algo las separaba, lo había hecho siempre. Lo mismo que las unía al mismo tiempo. Esa era una angustia con la que se había identificado demasiado. Sentía culpa. Sentía que estaba enferma y que nadie se atrevía a decírselo. “Todo lo que tienes es gracias a mí”, sentía esto. Sentía que no la quería. Puñaladas. Había sentido puñaladas en los momentos en que estaba vulnerable. No se podía permitir eso. Por eso a veces simulaba que estaba enferma. Eso la libraba de la culpa. Ahora pensaba ¿por qué aquella situación tenía que llevarla al abismo? Podía ser como un juego cualquiera. ¿Por qué tenía el poder de echarla abajo?
A veces tenía ganas de gritar al cielo, ayuda. Ayuda para todo. Se sentía encadenada, en algunos puntos de su vida en que se había quedado enganchada una parte de ella. Una parte por aquí, una parte por allí. Quedaba poco hoy. Lo justo para ir tirando, pero no lo suficiente para volver a ilusionarse. Y quería. De verdad que quería. Una porción seguía en esa cama, en aquella habitación oscura. En la que pasaba tanto miedo. Otra, no recordaba donde la había dejado, porque había olvidado los lugares y las personas que la habían secuestrado. Era muy pequeña. Demasiado. ¿Y el amor? Tuvo que llegar de ese modo tan salvaje, tan confuso. Que tampoco era capaz de reconocer hoy cuanto de ello era amor y cuanto de ello era necesidad o desespero. Con todos aquellos agujeros, y más, caminaba, pensativa. La rara, la gata, la sarcástica. La que algo escondía. Enseñando los dientes, para confundir a los depredadores. Sobrevivir. Basaba su vida en eso, sin querer. Buscando el druida, sacerdote, bruja o chamán que le librara de aquellos nudos que le robaban vida. Pero sin saber. Sin encontrar. La ciencia tampoco le daba soluciones. Pastillita y a esforzarse. No había solución mágica, instantánea que no fuera adictiva y destructiva. Y ni siquiera en las drogas había conseguido aliviarse más de algunas horas y por poco tiempo.
Por las noches repasaba pecados, fechorías…pero no de esas que divierten a la audiencia. De las que se guardan en secreto, de las que avergüenzan, de las que uno dice “yo nunca haría eso”. Y como un gusano se retorcía en sí misma pidiendo perdón, desde el agujero más inmundo, prometiéndose que nunca más. Era la historia de Judas, que encontraba su redención en la muerte, pues de igual modo ella moría cada noche y su cuerpo se descomponía, para, de entre la putrefacción del alma, renacer de nuevo con el propósito de volver a intentarlo. Y el sueño se encargaba de devolverle a la vida como un ser humano. Pero había aprendido a amar la muerte y sus lecciones, que de ese modo tan desgarrador venía a condenarla y liberarla al mismo tiempo, venía a decirle que ella también era carne.

Lo había intentado miles de veces. Medirse. Pero era incapaz de sentirse solo bien. Necesitaba que algo la corrompiera, para bien o para mal. Que revolviera sus entrañas o su cerebro. Acumulaba otros trastornos que parecían venir a revelar una verdad necesaria que viniera a explicar el motivo de sus fracasos, de su decepción. Este, otro más. Siendo ya tantos que volvía al punto de partida donde se encontraba de nuevo snte la decepción y sin respuestas. Un hola cuando ya no esperas nada es como el sonido de la cadena del váter. Lo agradeces pero te recuerda tus miserias al mismo tiempo. Que estás encadenada a la normalidad sin encajar en ella, que ni siquiera tus miserias son diferentes a las de cualquiera, que nunca cas s enamorarte, y mucho menos lo harán de ti. No era por jugar que callaba. Intentaba recuperarse. Intentaba enamorarse de sí misma. Y escribía. Para nadie, para sí. Lo que mejor se le daba. A veces, todo salía bien. Pero por casualidad. Entonces la vida le salía por todos los orificios, a lo loco, sin control. Lo había intentado mil veces. No quedarse vacía.

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