Atrapados por un huracán
La lluvia arreciaba y detrás de los grandes ventanales que daban hacia el mar, solo se veía un abismo de oscuridad. “Salgan de Acapulco, no están seguros ahí”, me dijeron mis hijos dos horas antes, pero ya era de noche y llovía torrencialmente. Demasiado tarde. Después de la medianoche me marcó nuevamente mi hijo Javier.
“Mamá, métanse a un cuarto de atrás” me urgió. “No están dimensionando lo que viene”.
Yo estaba en el departamento de mi hermana y mi cuñado que ya se habían ido a dormir, cuando escuché el primer golpe contra un vidrio, y supe que algo grave iba a pasar.
Era el 25 de octubre de 2023, una fecha que quedará grabada en la mente de millones de personas y en la historia de Acapulco, el destino turístico de playa favorito de nacionales y extranjeros.
Un día ordinario
“Vente a mi casa, aquí es más seguro porque donde tú estás puede haber inundaciones”, me dijo por teléfono mi hermana Gaby, la tarde del 24 de octubre.
Yo estaba terminando de lavar trastes y después quería hablar con mis nietos como era nuestra costumbre una vez a la semana. No se me había ocurrido moverme de mi casa, pero la propuesta de mi hermana me hizo pensar. Su departamento se ubicaba en una zona alta mientras que yo estaba a nivel del mar, donde se habían registrado varias inundaciones en el pasado.
Al parecer, lo que en la mañana era una tormenta tropical que apuntaba a tocar tierra al sur de Acapulco, se había convertido en un huracán que escaló rápidamente hasta la categoría cuatro.
Decidí ir a quedarme con mi hermana y Gordon su esposo. Eran las 4 p.m. cuando llegué a su casa. Al poco rato, que en realidad fueron unas horas, escuchamos que el huracán era ya categoría 5. Lo que no sabíamos y nadie dijo es que nunca antes un ciclón de esa magnitud se había registrado en esa costa.
Estábamos tranquilas pero por precaución, pensé que debíamos tener a la mano nuestros documentos y cosas de valor. Yo llevaba una mochila con mi pasaporte y algo de dinero, pero en el fondo no creía que fuera necesario.
En Acapulco la gente terminaba su rutina del día, solo alterada por la lluvia constante que empezó por la tarde, unos iban camino a su casa, otros aún estaban trabajando. No sé en qué momento de la noche, ni cómo nos enteramos, pero se declaró estado de alerta, y se difundió una lista de refugios para que las personas en zonas de riesgo se pusieran a salvo, en caso de que hubiera inundaciones.
Fue entonces cuando llamaron mis hijos para decirnos que nos fuéramos de Acapulco, pero como ni mi hermana ni yo veíamos suficiente para manejar de noche y menos lloviendo, decidimos que era mayor riesgo tomar la carretera a esa hora para tratar de llegar a Cuernavaca. Lo que más preocupaba a mis hijos era que pudiera haber un deslave porque el edificio donde vive mi hermana está en una elevación de terreno, con una barranca al frente y una pared rocosa atrás. A nosotros nos tranquilizaba que las grandes rocas que nos rodeaban habían permanecido inamovibles por siglos, a pesar de huracanes y temblores.
Nuestro optimismo o negación del riesgo real, no sé cuál de los dos, o una mezcla de ambos, nos mantuvo calmados, tanto que cuando mi hermana y su esposo se fueron a dormir, vi que ella había dejado su bolsa en la sala como siempre, sin mayor preocupación.
Era claro que no teníamos idea de lo que nos esperaba.
Cuatro meses antes.
Me mudé a Acapulco en julio de 2023, desde Ajijic, Jalisco, un pintoresco pueblo a orillas del lago de Chapala donde viví durante un año. Originaria de la Ciudad de México, mi sueño era mudarme a un entorno natural y más tranquilo. Así que, una vez que mis hijos se hicieron adultos y se fueron de casa para comenzar sus vidas independientes, llegó el momento de que yo dejara la ciudad donde nací, crecí y viví toda mi vida.
Me despedí de la gran metrópoli llena de contrastes, con su rica historia, su atractivo irresistible y al mismo tiempo todos los problemas inherentes a una ciudad sobrepoblada.
Me enamoré de Ajijic, sus montañas y el lago, del encanto de sus calles empedradas, coloridas fachadas y la oferta de restaurantes y eventos culturales que le dan un toque especial al pueblo. Disfruté de los espectaculares atardeceres, de andar en bicicleta, tomar fotografías e ir a bailar a muchos lugares con música en vivo. Sin embargo, extrañaba mucho a mis cuatro hijos y dos nietos y decidí mudarme a Acapulco, para estar más cerca de la Ciudad de México y vivir junto al mar, que era de hecho el primer escenario de mi sueño. Surgió una buena oportunidad para alquilar un bonito apartamento amueblado en condiciones muy favorables. Pensé que era una señal positiva, así que empaqué, guardé mis muebles y toda mi casa en Ajijic, y me mudé al que siempre había sido uno de mis lugares favoritos para escapadas de fin de semana y vacaciones, Acapulco. Una de mis hermanas vivía allí y mis hijos podían visitarme más a menudo.
Llegué a mi nuevo hogar, un departamento con terraza que daba a un jardín en un fraccionamiento cerrado que contaba con muchas amenidades, incluido un restaurante. Podía nadar, andar en bicicleta, ir al gimnasio o al club de playa. La ubicación era ideal, cerca de un centro comercial, supermercado, restaurantes y todo tipo de tiendas.
Es fácil para mí encontrar las cualidades que hacen único a un lugar, y convertirlo en mi hogar, así que en Acapulco, también estaba feliz. Si alguien me hubiera dicho entonces que de un día para otro iba a tener que dejar mi casa y mis cosas, que mi tranquila vida junto al mar iba a verse abruptamente interrumpida, no lo habría creído, y sin embargo, ocurrió.
Esta es la historia.
El refugio
De pronto, Otis descubrió su verdadero rostro, violento y despiadado. Con una fuerza descomunal golpeó la costa de Acapulco. Se calculaba en un principio que tocaría tierra al sur del puerto en horas de la madrugada. Sin embargo, había acelerado su avance y cambió su trayectoria dirigiéndose más hacia el norte, directamente al centro de Acapulco.
Mi hijo que estaba siguiendo en tiempo real el avance del ciclón, me marcó a la medianoche para avisarme que iba a pegar en cualquier momento.
«El viento es mucho más fuerte», le dije.
“Ya enciérrense en el baño”, fue lo último que escuché y justo en ese momento algo se estrelló con fuerza contra un cristal.
Colgué y de inmediato mi hermana, mi cuñado y yo cogimos unos tapetes de yoga, varios cojines, un par de linternas y ya no nos dio tiempo de otra cosa antes de meternos al baño. Alcanzamos a ver una ventana sacudirse y con un estrepitoso crujido volar con todo y marco. Corrimos a encerrarnos. Eran las 12.20 am.
Cinco minutos después, parecía el fin del mundo, sonaba como si todo a nuestro alrededor se derrumbara y nos preguntábamos si los grandes ventanales resistirían el embate. Pronto deducimos que no, porque el viento llegó hasta nuestra puerta, sacudiéndola furiosamente, como un tirano que, no contento con apoderarse de todo el espacio golpeando objetos contra el suelo y las paredes, pretendía apoderarse también de nuestro refugio.
Detrás de la puerta, mi hermana Gaby, Gordon y yo agazapados, no podíamos creer lo que estaba pasando. Ellos tenían los pies puestos contra la puerta del baño, presionando para asegurarse de que el viento no la derribara. El baño donde nos refugiamos era el lugar que parecía menos expuesto. Podíamos sentir los cambios de presión que producía el viento en nuestros oídos y los estruendosos golpes me hacían mirar al techo preguntándome si aguantaría.
De repente, un rugido más atronador que los anteriores nos sacudió. Nos miramos con los ojos muy abiertos, sin siquiera hablar, en estado de shock. Sonó como si el techo se hubiera derrumbado. Entonces comencé a decir una oración en voz alta y mi hermana se unió. Recordé que no habíamos rezado juntas desde que nuestra madre murió cuatro años antes. Ese recuerdo trajo a mi mente la imagen de mi mamá, su expresión dulce y triste durante los últimos días. Con el corazón apretado por la angustia le pedí que nos diera su bendición y nos cuidara.
El ojo del huracán
Como Gordon lo describió, era tal el estruendo que parecía que una locomotora pasaba sobre nuestras cabezas silbando y rugiendo a toda máquina.
Por debajo de la puerta estaba entrando agua, lo cual significaba que todo afuera estaba inundado. Gaby y yo nos miramos nuevamente con lágrimas en los ojos. Al poco rato estábamos sentados en una pequeña laguna. De pronto sentí un cansancio extremo y traté de relajar conscientemente la tensión que sentía en cada músculo del cuerpo. A mi hermana ya le dolía la espalda por mantener la presión de los pies en la puerta pero no me dejó hacerlo yo.
La noche parecía interminable. Rezamos varias veces, yo platiqué un cuento que escribí para mis nietos hacía mucho tiempo y que Gaby ilustró con sus dibujos. Cuando se me cerraba la garganta de desesperación o angustia, hacía respiraciones profundas y ponía mi atención en inhalar y exhalar. Cualquier cosa era buena para distraernos del miedo.
De repente, se hizo el silencio y la calma, como al poner pausa a una grabación, lo que nos mantuvo en vilo, esperando que todo hubiera terminado, pero con el miedo de estar en el ojo del huracán. Esa zona del centro de la espiral que está en calma, pero tiene los vientos más intensos en su perímetro y cuando se desplazaba sentimos la mayor violencia, como si hubiera cobrado un nuevo vigor.
Por breves momentos la posibilidad de no volver a ver a mis hijos y nietos me oprimía el corazón, pero de inmediato alejaba el pensamiento de mi mente y volvía la sensación de irrealidad afirmando que lo que estaba pasando no podía estar pasando. Pasaron así cuatro horas, con llanto contenido, gritos ahogados y miedo intermitente, a veces riendo y otras simplemente respirando, hasta que finalmente las pausas se hicieron más largas y la intensidad empezó a disminuir.
En una de esas pausas, abrimos con cuidado la puerta del baño y miramos hacia la oscuridad. Inmediatamente sentí el viento en la cara y el sonido de la lluvia llegó hasta mí. Primero iluminamos el piso lleno de vidrios rotos y las puertas de un closet tirado en el pasillo, luego apuntamos la luz al frente donde debían estar las ventanas, pero estaba demasiado oscuro, por lo que no pudimos ver mucho y ya no teníamos la fuerza para reaccionar. Salí con cuidado para explorar el otro baño, que era más pequeño pero el único lugar que permanecía seco porque estaba un escalón más alto, así que nos mudamos allí. Gaby sacó sábanas y toallas para ponerlas en el suelo a modo de camas para dormir. Luego tomó una pastilla para dormir, nos dio una a cada uno, a Gordon y a mí, y nos acostamos en el suelo. Eran alrededor de las 4.30 de la mañana.
Yo apenas dormité a ratos, y las primeras luces del día me encontraron despierta, inquieta e incómoda. Me levanté ansiosa por ver y saber cómo estaba todo. En la recámara contigua la ventana yacía rota con todo y marco sobre el colchón de la cama, todo el piso estaba anegado y un montón de objetos aventados por doquier. Para pasar por el pasillo lleno de escombros y dos centímetros de agua, acomodé una puerta de madera que estaba ahí tirada que sirvió como un deck para caminar sobre los escombros sin mojarnos. Gaby ya se había levantado y venía detrás de mí dando pasos cautelosos. Donde terminaba el tablón acomodé otra puerta igual y por ahí caminamos hasta llegar a la estancia.
Cuando levanté la vista no podía creer lo que tenía ante mí. Nos quedamos congeladas viendo la destrucción total del departamento, mudas, nuevamente, pasmadas por el shock. Gordon ya venía hacia nosotras y se quedó boquiabierto. Todavía recuerdo su expresión como si hubiera sido ayer.
Grandes pedazos del plafón del techo cayeron por todas partes, los vidrios todos habían colapsado haciéndose añicos o polvo; los muebles unos volteados, otros rotos y todos aventados por el viento hasta el borde de los ventanales. Una silla colgaba suspendida por el hueco donde antes había vidrio.
Miré a Gaby. Lo único que dijo fue que no tenía seguro y que era pérdida total.
“Creo que no valdrá la pena reconstruir esto; voy a acabar vendiéndolo y perdiendo mucho dinero””. Fue todo lo que dijo. Yo quería abrazarla pero me dio miedo romperme, y solo le tomé la mano apretándola. Se soltó de mi mano. Ella tampoco quería derrumbarse.
El estado de shock nos impedía sentir, bloqueando la reacción emocional que estaba siempre por desbordarse. No pensar más que en el siguiente paso, el siguiente momento, ése era el juego para acallar la voz que por dentro nos repetía que no podríamos recuperarnos, que nos salvamos de morir pero que el solo hecho de salir vivos del refugio no nos devolvería nuestra vida anterior. Acapulco se acabó, decía la voz.
Incomunicados
Después del miedo a morir, lo más fuerte fue no poder comunicarme con mis hijos para avisar que estábamos bien. No había señal de celular, tampoco el teléfono de línea fija funcionaba, no había electricidad, ni agua. Salimos del edificio a ver los daños y encontramos que la salida del fraccionamiento estaba bloqueada en varios puntos por grandes ramas. Aunque hubiera manera de saltarse por encima, mi cuñado por su condición de salud, no habría podido hacerlo y nuestros coches tenían los parabrisas rotos por las tejas que cayeron del techo, así que aunque hubiera paso, no podíamos salir en coche.
“Hay que ver que tenemos para comer y cuánta agua hay” le dije a Gaby. En la cocina destrozada lo único que encontramos fue queso, yogur, manzanas y nueces. Y para rematar, apenas contábamos con tres litros de agua para beber. Empezamos a racionar el agua porque no sabíamos hasta cuándo saldríamos de ahí.
Nos dimos cuenta que la pesadilla continuaba. Estábamos totalmente incomunicados y aislados.
Desde los ventanales ahora sin vidrio, se veía un paisaje desolado de troncos y ramas sin follaje, muchos de ellos caídos, y atrás un mar gris revuelto, que ese día me pareció inhóspito y mustio.
Estábamos ahí impactados ante el escenario devastado cuando tocaron a la puerta. Eran los vecinos que rentaban el departamento de abajo.
“¿Están todos bien?” fue lo primero que dijeron. Casi lloramos de emoción al ver que no éramos los únicos atrapados en nuestro edificio. Eran una pareja de jóvenes que habían podido salir y llegar hasta la carretera pero no pudieron ir más lejos Nos confirmaron que no había ninguna comunicación, la mayoría de las torres de telefonía y electricidad estaban derribadas o dañadas. Tanto la zona Diamante como la parte vieja, Acapulco completo estaba aislado del mundo.
Por lo pronto había que esperar y como siempre en situaciones de estrés, me concentré en ocuparme en algo inmediato, lo que sí podía hacer. Me di a la tarea de organizar el espacio para circular y donde pudiéramos sentarnos a comer. El inventario de alimentos era escaso, lo que sí había en abundancia era vino. Con eso tuve suficiente para hacer bromas sobre las prioridades de Gaby. La risa sin duda nos reanimó y empezamos a trajinar moviendo escombros y recogiendo agua para usarla en los baños. Barrimos, limpiamos, acarreamos agua de la alberca para usar en los baños, y recogimos otros tantos litros del piso. Nos afanamos sin parar hasta que empezó a bajar el sol.
Esa segunda noche los vecinos nos ofrecieron una recámara en su casa que no había resultado dañada, lo que significaba dormir en camas en lugar del suelo del baño donde teníamos los tendidos.
Bajamos pues a su departamento donde compartimos con ellos nuestro menú de manzana y queso y después caímos exhaustos.
—“Lo que daría por una taza aunque fuera de café instantáneo”— dijo Gaby a la mañana siguiente. Extrañábamos el café matutino al despertar y así como ese hábito y el baño diario, todos los rituales cotidianos quedaron suspendidos. Por dos días, nos dedicamos a tratar de mejorar nuestro espacio, organizarlo y hacerlo lo más cómodo posible.
Éramos como náufragos entre los escombros del departamento. Fui consciente de que no podíamos seguir esperando que llegara ayuda, teníamos que elaborar un plan B para salir de ahí por nuestros propios medios. Lo que nos detenía era la condición de mi cuñado por su visión disminuida y por su caminar muy precario a causa de la enfermedad de Parkinson.
Al tercer día, todo cambió.
El rescate
Pasadas 24 horas mis cuatro hijos empezaron a buscarnos. Difundieron nuestras fotos en las redes, investigaron con contactos y María mi hija se lanzó el segundo día en la tarde a Acapulco decidida a encontrarnos.
Cuando llegó ya de noche, acompañada por un amigo, tuvo que brincar los árboles caídos subiendo por la empinada vialidad en la oscuridad hasta nuestro edificio en lo más alto del fraccionamiento. Cuando logró entrar al departamento lo encontró vacío. Nosotros estábamos durmiendo abajo con los vecinos y no oímos nada.
En la madrugada desperté inquieta porque había soñado que María lloraba llamándome y poco antes de que amaneciera subí al departamento. Cuando entré al baño donde nos refugiamos, me encontré un mensaje de mi hija escrito con labial sobre el espejo. Decía que nos seguiría buscando en los albergues y que tratáramos de llegar a la base naval. Lloré de impotencia imaginando la angustia que debe haber sentido ella, me torturaba saber que había estado ahí buscándonos en medio de los escombros, llamándome y luego recorriendo los albergues y hospitales sin dar con nosotros.
“Tengo que ir a la base naval a como dé lugar para comunicarme con María”, le dije a Gaby que me vio tan desesperada que decidió que fuéramos juntas. Dejamos a Gordon pidiéndole que no se moviera de ahí.
Mi querido cuñado, mi hermano adoptado porque además de su relación con mi hermana, somos muy parecidos y nos une una empatía especial . Él con sus ideas ingeniosas, y su presencia más bien silenciosa, a pesar de sus limitaciones era un consuelo para nosotras.
Lo dejamos pues y partimos con una clara misión: lograr comunicarnos con el exterior y pedir ayuda para sacar a Gordon del fraccionamiento. Con arañazos y raspones, media hora después, logramos saltar los obstáculos que bloqueaban el acceso y llegamos a la avenida. Vimos un camión del ejército y preguntamos si nos podían llevar a la base naval, pero iban hacia el otro lado. Finalmente un auto se detuvo y nos dio aventón.
Estuvimos casi una hora preguntando y esperando sin lograr saber nada de María, ni comunicarnos con nadie. No había señal. Abatida me senté en la banqueta, bajo el sol implacable, con ganas de gritar de frustración e impotencia, y llorar a mares.
El lugar estaba lleno de rescatistas y Gaby estaba hablando con uno de ellos. Le explicamos la situación de mi cuñado y nos ofreció el apoyo de un equipo de bomberos. Nos fuimos con ellos de regreso al departamento donde en cuestión de minutos tenían a Gordon en una camilla bien amarrado y entre cuatro lo cargaron para llevárselo. Me dio mucha ternura verlo nervioso, me acerqué y le dije
“Para un campeón nacional de esquí acuático, esto es pan comido, así que disfruta el paseo”. Al menos sonrió, ya conocía mi manía de hacer chistes simples, por no decir malos. Lo bajaron sin contratiempos, Gaby y yo detrás de los bomberos cargando todo lo que pudimos.
Fueron unos ángeles que todavía nos hicieron el favor de llevarnos a mi departamento de Mayan Lakes cuya ubicación era más accesible para movilizarnos.
En el camino de pronto entró señal a los celulares, el conductor detuvo el camión un momento y de inmediato le marqué a María. En cuanto escuché su voz se me hizo tal nudo en la garganta que no podía ni hablar.
“Mamita, mami, por fin! Los busqué por todas partes… y tuve que regresarme a México, sin saber nada de ustedes, muriéndome de angustia…” Fueron sus primeras palabras en medio de sollozos. Me dijo que sus hermanos Javier y Fernando iban ya en camino hacia Acapulco para evacuarnos.
Al abrir mi whatsapp me encontré cientos de mensajes. Se me llenaron los ojos de lágrimas al ver cuánta gente querida, familia y amistades habían estado al pendiente, orando por nosotros.
Cuando llegamos a mi fraccionamiento, nos impactó el paisaje desolador de palmeras caídas por todos lados, los jardines salpicados de escombros, mi departamento lleno de lodo que entró con el agua. Por ahí estaba Eusebio, el guardia de seguridad de mi edificio. Me sentí acogida por una cara conocida y amable, y de inmediato le pregunté por su familia. Se ensombreció su cara y me platicó que había perdido su casa, pero él y su esposa se refugiaron con un vecino y estaban bien.
“Hay que empezar de nuevo seño, ni modo”, me dijo con la voz quebrada. Lo abracé en silencio y luego lo vi alejarse, con su figura encorvada por el peso de la vida que me conmovió aún más.
Estaba exprimida por la intensidad de las emociones de ese día en especial, pero había que volver a trapear, limpiar y recoger. Lo hacíamos en modo automático como nuestra terapia ocupacional para no pensar en las pérdidas, movernos y concentrarnos en la labor nos mantenía sin pensar más allá.
Entre bruma recuerdo que salimos a explorar las áreas comunes y descubrimos la alberca llena de agua, con el fondo cubierto de tierra pero bastante clara en la superficie. “No se ve tan turbia, ¿verdad? Hay que meternos”, dije, “aunque sea solo en los escalones de entrada para mojarnos y refrescarnos”. Vimos que no había guardias u otro personal que nos lo impidiera, nos pusimos los trajes de baño y Gaby llevó jabón y champú para darnos un baño exprés. Fue un regalo delicioso sumergirnos en la frescura del agua después de tres días de sudar y usar toallitas húmedas para asearnos. Ya bañados, frescos y con ropa limpia, nos dimos un descanso para relajarnos un poco. Al soltar el cuerpo, se soltó el llanto, una mezcla de alivio, con un coraje impotente y un mar de tristeza donde nos mantenía a flote la dudosa sensación de triunfo por el simple hecho de estar vivos.
Despedida
Nos sentamos a comer algo y tomar una copa de vino mientras llegaban mis hijos. De repente volteé al jardín y ahí venían, Fernando y Javier que en ese momento para mí eran unos gallardos y valientes héroes que venían en nuestro auxilio, solo les faltaba la espada y el caballo. Al entrar empezaron a reír. “¿Cómo? Venimos a rescatarlos y ¿ustedes están comiendo botana y bebiendo vino?” Corrí a abrazarlos con la emoción atorada en la garganta. Me sentí abrumada de amor y orgullo dándome cuenta que algo bueno hicimos su papá y yo para tener dos hijas y dos hijos con corazón de guerreros.
Traían la camioneta de mi hija Adriana, una Chevrolet enorme que venía cargada de botellones de agua, alimentos y hasta mudas de ropa para nosotros. También traían gasolina previendo que el abasto en Acapulco estaría restringido.
Después de los saludos, nos preparamos para irnos lo antes posible. Se trataba de que no nos cayera la noche y solo podíamos llevar lo indispensable y lo de valor. La prisa aumentó mi bruma mental, empaqué erráticamente lo que pude, olvidando por supuesto muchas cosas.
Al principio, cuando el huracán aún no parecía tan amenazante, hasta pensé que podría ser una experiencia interesante presenciar la espectacular fuerza de la naturaleza, que los ventanales serían como una pantalla panorámica donde podríamos apreciar la intensidad de la lluvia, la potencia del viento y el mar agitado.
Pero Otis cambió el nombre de la película, le puso «La Tormenta implacable», o cualquier otro de cine de terror. Resultó ser un monstruo sádico que destruyó todo a su paso, que justo cuando llegó a tierra cesó su rápido avance y se estacionó por horas como si se ensañara con los acapulqueños, azotando sin piedad por más de tres horas toda la línea costera y las tierras altas en todas direcciones. Después, se disolvió.
Partimos rumbo a México dejando el triste escenario de lo que fue el bello puerto, ahora un Acapulco hecho pedazos no solo física, sino social y moralmente, con las calles llenas de gente que deambulaba como zombies sin destino, y otros muchos que se dedicaron a saquear las tiendas.
Y el mar y el cielo, tan azules como si no hubiera pasado nada, nos regalaron un espectacular atardecer que aumentó aún más el dolor de la despedida.
Este fue el final de un capítulo que como todos, fue también un nuevo inicio, tiempo de reconstruir y redefinir la propia vida, para lo cual, regresaríamos antes de lo que imaginamos.
Después de Otis
La reconstrucción y recuperación de Acapulco va a llevar tiempo. El número de víctimas no se sabe con exactitud, el dato que podría ser más cercano a la realidad es el de 300 decesos que reportaron las agencias funerarias. A esta cifra, habría que sumarle algunas decenas de los desaparecidos que nunca fueron encontrados.
Mientras se lleva a cabo la reconstrucción, cientos de miles de personas estarán deseosos de regresar a su lugar de vacaciones favorito. Como yo, tienen recuerdos inolvidables relacionados con Acapulco: la diversión en la playa, caminar y hacer compras por la Avenida Costera, comer en restaurantes de todos los gustos y presupuestos y disfrutar de una noche de baile. Su ambiente y su gente atraía y acogía a todo tipo de turistas, nacionales y extranjeros, desde Caleta y Pié de la Cuesta, hasta el Princess y toda la nueva zona Diamante.
La gran pregunta que está en el aire es si Acapulco podrá recuperarse, si saldrá de los escombros como el ave fénix de las cenizas, renovado y purificado para volver a ocupar su lugar en el país y en el mundo.
Me preguntaba qué sería lo siguiente para mí. Miro hacia atrás y la conciencia de que el final de la historia podría haber sido fatal, refuerza mi compromiso de no posponer nada importante, especialmente en lo que respecta a las relaciones y la cercanía con mis seres queridos. Miro hacia adelante y no tengo mucha claridad, la única «certeza» está en el presente, sintiéndome agradecida por el amor de mis hijos, mis hermanos, por tener una red de apoyo familiar y por los amigos que siempre han estado ahí cuando los necesitaba.
Reconozco la fuerza que me sostuvo en medio de la aterradora noche en la que un huracán categoría 5 destruyó Acapulco y amanecí rodeada de escombros. ¿De dónde vino la energía y la determinación? Del simple hecho de tomar acción sobre lo que tenía en mis manos y soltar el resto, manteniéndome optimista hasta que estuvimos sanos y salvos.
El huracán, o cualquier acontecimiento catastrófico, puede destruir todo lo que nos rodea, pero no los pensamientos positivos, ni la concentración en los recursos que teníamos. Tenía la compañía de Gaby y Gordon, y la capacidad de reír a pesar de las circunstancias, y agradecer el estar viva
Me sentía cansada, confundida, y la pregunta «¿ahora qué?», me torturaba. Tuve que estirar el umbral de mi tolerancia a la incertidumbre, mientras el panorama de la reconstrucción de mi propia vida se aclaraba. Esperar que las cosas se acomodaran por si solas y las que no, ya llegaría el momento de lidiar con ellas.
El regreso
Cerré los ojos por un momento, los volví a abrir y ahí estaba todavía. El paisaje devastado parecía como si hubiera sido blanco de un bombardeo. Habían pasado dos semanas desde que salimos de Acapulco y ya estábamos de regreso.
Mi hermana y yo teníamos que recuperar nuestros autos que dejamos atrás porque tenían roto el parabrisas. También necesitaba ver por mí misma la situación en Acapulco para decidir si era una opción volver a vivir allí.
A todo lo largo de la avenida principal de Acapulco Diamante, las pilas de escombros por todos lados y edificios que parecían fantasmas gigantes con bocas grandes y ojos negros parecían el escenario de una película de guerra. Me imaginé el panorama en las colonias marginales donde la pobreza en sí misma es rampante. Acapulco y su gente me duelen.
Con un nudo en el estómago llegué al fraccionamiento donde vivía. Ahí me recibieron caras conocidas, el personal de seguridad, los recepcionistas, Carlos el jardinero que estaba ocupado recogiendo cocos que cayeron con todo y palmera. Había mucha gente trabajando en la limpieza de las zonas comunes y recogiendo escombros. En mi departamento los daños habían sido mínimos, solo se rompió un vidrio y había entrado agua. Pero después de nuestro confinamiento, el lugar nos pareció más que habitable para que los tres, Gaby, Gordon y yo, nos quedáramos allí por un tiempo. Mi hermana tenía que sacar los escombros de su departamento para iniciar la reconstrucción y yo la ayudé en el proceso de recuperar lo que se pudiera, tirar lo que no servía o no se necesitaba y almacenar el resto. Yo necesitaba encontrar un lugar para arreglar mi auto, y decidir si iba a quedarme ahí o si debía empacar mis cosas para desalojar el departamento.
A pesar de mi optimismo, a pesar de que mi apartamento sufrió daños mínimos y del evidente esfuerzo por reconstruir todo el lugar, la realidad me golpeó.
Las condiciones eran precarias. En mi departamento no había wifi, la señal del celular era muy pobre, el aire acondicionado no funcionaba y las amenidades aún no se podían utilizar. El panorama general era aún peor: el calor se había intensificado por la falta de follaje, el agua estancada estaba infestada de mosquitos y ya había riesgos sanitarios. La situación social también se estaba deteriorando rápidamente porque muchas personas habían perdido su casa y su trabajo, y eso pronto tendría un impacto en la seguridad.
Fui consciente de que mi sueño de vivir junto al mar cerca de mis hijos terminó enterrado bajo los escombros, y más aún, el futuro de miles de personas había quedado ensombrecido o destruido.
Al mirar las palmeras maltrechas frente a mi terraza, me sentí sentí derrotada. Haber sobrevivido no me iba a regresa mi vida de ayer. El embate del que borró a Acapulco del mapa dejó su huella en mi vida y la de miles de personas, convirtiéndose en un parteaguas.
La experiencia me había enfrentado a la posibilidad de morir allí mismo, quedar sepultada bajo los escombros y fin de la historia. Fue una prueba cruda de la fragilidad física que estaba clara en mi mente pero que por primera vez sentí en las entrañas. Afortunadamente, sobreviví para compartir este viaje de descubrimientos de fortalezas y miedos, y los pensamientos y emociones que pueden manifestarse durante una catástrofe como ésta que me puso cara a cara ante la finitud de la vida.
Fin y comienzo
Empacar las últimas cosas, cerrar maletas, cargar mi auto que llevaba el equipaje, algunas cajas y mi computadora que durante los últimos tres años se ha mudado conmigo cuatro veces. Pronto íbamos a partir.
Recordé cuando llegué a Ajijic, ilusionada por el proyecto de mi nuevo hogar y en 11 meses me moví de ahí. Partí rumbo a Acapulco con todo planeado para quedarme y llegó el huracán. ¿Cuál sería mi próximo destino? Está claro que no hay plan que valga y en un instante todo puede cambiar.
Sentada en la terraza por última vez tomé mi café de la mañana ya con sabor a nostalgia. Como las palmeras maltrechas que resistieron el embate de Otis, yo también estaba de pié y podía dejar ir mi sueño de vivir en Acapulco como polvo que se lleva el viento.
Sentí la brisa moviendo suavemente las hojas de las palmeras y entonces el viento habló a mi oído. Dijo que siempre podría tener un nuevo sueño.
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