Ñapo, el menor de una pandilla de gamines, flaco y ojeroso, con el pelo medio rapado, cuya figura difícilmente justificaba sus imprecisos 10 años, había logrado adueñarse de uno de los lugares preferidos por la gallada. Sin mucho entusiasmo, lo había adecuado a sus necesidades. Era un agujero, frío y oscuro, con olor a tierra mojada, bajo un puente de escaso tránsito. Allí se estaba a cubierto de la lluvia, el viento y el sol. La oscuridad no era gran problema para Ñapo. Lo reducido del espacio ponía a su alcance todas sus pertenencias: una caja de cartón desplegada, algunos periódicos, dos botellas vacías de cocacola litro, una chuspa de plástico negro, un grueso costal y una oxidada carrocería de un jeep de latón, juguete al que jamás prestaba atención.
Esa noche, luego de incógnitos quehaceres, y más por cansancio que por gusto, se introdujo a rastras en su morada. Dentro, sobre el cartón desplegado, se escurrió en el costal hasta la cabeza, para protegerse de ratas y cucarachas. Así, sobre un costado, encogido para darse calor, con la cabeza descansando sobre los periódicos doblados, a falta de almohada, se quedó dormido.
Ñapo, un ser sin tiempo ni recuerdos, soñaba de continuo. Veía fantasmas impersonales que transcurrían a su alrededor, ignorándolo, como si fuera él el fantasma y no ellos. Con menos frecuencia, una imagen borrosa e imprecisa tendía hacia él sus manos solícitas, sin temor ni escrúpulo. Era un anhelo subconsciente, un ente reclamado por la mente, como soporte a su elemental existencia.
A media mañana, Ñapo despertó acosado por una desesperante picazón en el cuero cabelludo. Sin levantarse, porque la altura del agujero no se lo permitía, se sacó el costal y lo embutió en la chuspa de plástico. Dobló el cartón y en su lugar colocó los periódicos, en previsión de que a alguien se le ocurriera dejar allí sus excrementos, como varias veces había sucedido.
Salió del agujero, con una botella en la mano. Acurrucado, limpió con las manos la superficie del agua que, saliendo de lavamanos y excusados bajaba por las cañerías e iba a parar al río. Llenó la botella y casi sin agacharse se la vació en la cabeza, con lo que aplacó algo la picazón.
Ñapo, libre de ataduras morales, trataba de subsistir de la manera menos complicada aunque no la más fácil. Tenía un cómplice que, lejos de combatirlo, como se supone debería hacerlo un representante del orden, le compraba por diez o veinte pesos los objetos que lograba conseguir.
Hacia el mediodía, cuando la gente se arremolinaba en los paraderos de bus, luchando desordenadamente por abordarlos, Ñapo observaba recostado a una pared forrada con carteles.
En el momento que consideró oportuno se sumó al tumulto. Un pasajero, que colgaba de la puerta del bus, con una mano en la ventana y la otra en el espejo retrovisor, exhibía ostentosamente su reloj pulsera. Con un hábil y violento tirón, Ñapo se apoderó de él y emprendió una desaforada carrera. La sorpresa le daba siempre algunos metros de ventaja sobre sus improbables perseguidores. Esquivando vehículos y gente, Ñapo logró llegar hasta el separador central de la avenida. Tras él, pálido por el susto y la indignación, corría el ofendido.
Ñapo, sin detenerse ni mirar atrás, intentó ganar la acera opuesta. En eso, un enervante frenazo apagó las voces de “cójanlo, cójanlo” y puso en las gargantas un chillido de horror. El frágil cuerpo de Ñapo quedó sobre la vía, recogido sobre sí mismo, inmóvil.
De nuevo, como en sus noches, borrosos fantasmas lo fueron rodeando, temerosos de él y de su tragedia, como si su maltrecha e indefensa figura mereciera no lástima, sino repulsión; como si ese leve cuerpo destrozado fuera un insulto para quienes, indiferentes, esperaban el final del acto, que en nada alteraba sus propias vidas.
Allí, en el suelo, el niño Ñapo clamaba por dentro porque aquella imagen de sus sueños, imprecisa, brotara de la tierra y tendiera a él sus manos. Y este deseo vehemente creó para él un nombre, jamás dicho pero siempre presente; lo puso en su alma, más que en sus labios, y brotó como un gemido de agonía: mamá, mamá!
FIN
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