Hoy es el primer aniversario de mi nueva vida. Hace un año volví a nacer. ¿Feliz? En parte sí, en parte no. También hace un año que mi único hijo me dejó de hablar. Es un día agridulce, como la salsa que tanto le gustaba echar a los rollitos de primavera las noches de domingo que tocaba cenar chino. Qué recuerdos.
Recuerdos que llenan mi corazón de alegría, momentos aislados afloran en mi mente. Estuve todo lo que me dejaron estar, me digo. No me culpo. Era un joven de pueblo con sueños de cabaretera. Infancia complicada y padres de los de antes, que te azotan con sus ideales, costumbres y un patriarcado que asfixia hasta al más devoto de la palabra familia. Nací atrapado en un cuerpo y con una familia que me aprisionaba. El niño que soñaba con ser niña, la maricona del recreo que se ganaba su fama a base de vejaciones, insultos y golpes. Después terapia de conversión casera a base de ostias de Padre. Un hombre macho pelea, se defiende y lucha por lo que cree haciendo la guerra. Pero yo no era macho y no me gustaba la violencia de ningún tipo.
La noche antes de mi partida Mariana, la única amiga que he tenido en el pueblo, me entregó su sexo tras confesarme que estaba enamorada de mi desde el colegio. Yo nunca la engañé, ella sabía lo que yo sentía, se lo confesé un día en el que la desesperación comenzó a ahogarme. —No es malo lo que sientes, —me dijo. —En las ciudades hay mucha gente como tu, —me explicó. Yo la escuchaba ojiplático, imaginado una vida en la ciudad, siendo yo misma. No presté atención a los comentarios jocosos por parte de su padre que acompañaban la narración. Ella la había escuchado mientras jugaba con su muñeca en el salón. La mantenía su padre, camionero de profesión, con su madre. Este contaba como una mañana dos hombres travestidos desayunaban en un bar de carretera después de hacer echo la calle en la zona de descanso para camiones. Mariana repetía las burlas e insultos que había escuchado de la boca de su progenitor, pero yo la escuchaba como en otra dimensión. El saber que esa vida que anhelaba se podría materializar me llevó a un ensueño. Hasta mi mayoría de edad ella escuchó mis deseos de otro tipo de vida, mis planes para cambiarla e incluso vio mis lágrimas al desahogarme, cuando mis padres me reprochaban a base de cintazos y zapatillazos que no era el hijo que ellos querían que fuera. Aún así ella quería que yo la desflorara, quería que yo fuera el primero, y más tarde me confesó que quería un hijo mío.
Quince años después me contactó. Yo no había vuelto a ir al pueblo desde esa madrugada que cogí el autobús destino a Madrid cargado con dos maletas, una con mi poca ropa y algunos libros; la otra con todos los sueños que había engendrado desde niño. Con ese viaje di carpetazo a mi familia, al dolor de ser un niño que no quería ser niño, a los insultos, palizas y demás maltratos de mi infancia y adolescencia. En la capital me había echo a mi misma. Había trabajado duro para ser quien era. Había creado una familia con personas que me querían por ser yo, que me acompañaban en mi transición y que jamás preguntaron quien había sido. ¿Sabes ese momento en el que tu vida fluye como debería haber hecho siempre y en el que te crees que ya nada te puede hacer temblar tus cimientos? Pues en ese momento apareció su carta como de la nada.
Yo ya había comenzado mi transición, llevaba más de diez años hormonándome. Me había puesto pecho cinco años atrás y de Manuel ya no quedaba nada más que un trozo de pellejo que escondía con cinta adhesiva entre mis piernas. Para el mundo era Manuela, una mujer echa a sí misma, luchadora, con un puesto de auxiliar administrativo en un importante empresa, varios master en recursos humanos y un pisito modesto casi pagado. Ya no era ese joven de pelo en pecho que ella recordaba y no tenía forma de contactar para explicárselo. En su carta tan solo decía: el día 20 de abril a las 13:20 horas en el estanque de tortugas de la estación de Atocha. Me gustaría verte. Mariana.
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