Bajo el manto de estrellas que se extendía aquella noche de invierno sobre las vastas y fértiles tierras de Árderum, Arazor, con un dolor indescriptible, se aferraba desesperadamente a los restos de su mujer. Otras familias hacían lo propio, aunando sus melancólicos llantos que eran interrumpidos únicamente por las llamadas agónicas de los heridos que se aferraban a la vida. Mientras, los que habían corrido mejor suerte, miraba estupefactos la impactante escena, sin saber cómo actuar, aguardando la llegada de los guerreros. Estos fueron alertados por los centinelas apostados en las aldabas del castillo, los cuales, habían sido testigos de la masacre. El hombre, sosteniendo aún aquellos restos de carne y con sus ojos ahogados en lágrimas, gritó y maldijo una y otra vez. Su hijo, por el contrario, permanecía distante, completamente petrificado y con la mirada perdida, como si no terminara de creer lo que había ocurrido. Aunque no mostraba emoción alguna, exceptuando las irreprimibles lágrimas que resbalaban por sus mejillas, un dolor insoportable sacudió su cuerpo, y poco a poco, su mirada, antes inexpresiva, comenzó a tonarse a un semblante más siniestro, dejando aflorar unos sentimientos de cólera que conseguían inducir temor a los propios congregados. Finalmente, su padre empezó a volver en sí y, tras depositar las aún cálidas vísceras con delicadeza, prosiguió a levantarse. Sus rodillas titubearon unos instantes, buscando apoyo en los restos de un pilar de madera desgastado, que hasta hace poco, formaba parte de una pequeña cuadra. Una vez erguido, se giró, y mientras extendía sus brazos intentando esbozar una amarga sonrisa, musitó unas entrecortadas palabras.
– Ven hijo mío- le dijo su padre dibujando una amarga sonrisa que a duras penas podía mantener.
La expresión del muchacho empezó a calmarse, dando paso a nuevas emociones mucho más melancólicas. Su rabia se transformó rápidamente en tristeza, y sin poder reprimirlo más, corrió hacia los brazos de su padre, ahogando su aflorado y llanto en el abrigo teñido de sangre. Los dos se abrazaron fuertemente fundiéndose en uno y liberando sus emociones más profundas. En aquel momento los guerreros de guardia hicieron acto de presencia, inspeccionando la zona donde hace escasos minutos ocurrió la masacre. Aquella trágica noche se había cobrado más de una vida, tantas como no se recordaba en años o incluso décadas. Pequeñas gotas empezaron a precipitarse del oscuro cielo, cada vez con más intensidad, dando paso a un fuerte diluvio que arremetió sin compasión sobre los presentes, borrando de esta forma la sangre de sus ropas y todas las marcas que acontecieron aquella trágica noche.
Pasaron varios meses hasta que todo regreso a la normalidad, Arazor parecía encontrarse mejor, sin embargo, durante las noches aun sufría. Las pesadillas lo perturbaban sin compasión, castigando su mente y reviviendo aquel momento una y otra vez. Algunas noches llegaban a ser tan vividas y reales que terminaba por despertar, sumido en una la profunda agonía y con sudores fríos que empapaban las sabanas. Su hijo rara vez sufría de dichas pesadillas y termino superándolo de un modo distinto. En algún momento durante aquella noche algo hizo “clic” en el interior de su cabeza. Ya no era el niño dicharachero y alegre que solía ser, mostrándose serio y callado la mayor parte del tiempo. En ocasiones, se le veía pensativo y rara vez mantenía algún tipo de conversación con su padre.
Aquel atardecer, como de costumbre, Akírazor volvía de trabajar las tierras con su padre. Mientras él preparaba la cena, el muchacho limpiaba las herramientas agrícolas y las guardaba en el granero para el próximo día. Poco después, se reunieron en el comedor para cenar. Arazor se dispuso a servir las raciones, que se tradujeron en un mendrugo de pan duro, un poco de queso y un vaso de agua para cada uno. Akírazor estaba bastante familiarizado con aquella cena y, aunque se le antojaba monótona desde hacía mucho tiempo, nunca le recrimino a su padre por ello, ya que sabía que todos los productos de ganadería como carne, huevos y leche eran propiedad del Rey. Los víveres eran llevados a los almacenes de la ciudad, donde una parte terminaba destinada a palacio y otra vendida a los mercaderes de la ciudad, siendo revendidos nuevamente a los ciudadanos a un precio mayor. El queso, al igual que todos los demás derivados de la leche no eran para nada baratos. Pero si sabias buscar bien y tener paciencia, algún mercader podía venderte las sobras o los de peor calidad a un precio más comedido. Se mantuvo un silencio incómodo durante la cena, que su padre decidió romper poco antes de terminar.
– ¿Te encuentras bien, hijo mío? – le preguntó con una mirada algo cabizbaja.
– Sí, estoy bien padre, no te preocupes – contestó el niño con un tono de voz suave y calmado.
Después de esto sobrevino el silencio y ambos se miraron. Los ojos de Arazor, titubeantes y cargados de incertidumbre, contrastaban con los de su hijo. Tras el fugaz momento, regresaron su vista al plato.
– ¿La echas de menos? – le preguntó a su padre sin levantar la cabeza.
– Por supuesto hijo, todos los días… – contestó mientras observaba a través de la ventana el gran cielo estrellado.
– Yo también la echo de menos, padre… Me hubiera gustado haber tenido más tiempo para compartir con ella, un tiempo que me arrebataron y que ya nunca recuperaré.
Tras estas últimas palabras, el joven terminó de comer su última miga de pan, bebiendo de seguido toda el agua de un trago y soltando el vaso con brusquedad sobre la mesa. Su padre lo miró. Era obvio que aun sufría mucho por su perdida. A pesar de ser un buen padre, los consejos o charlas nunca fueron lo suyo. Aun así, su hijo necesitaba oír unas palabras alentadoras, por lo que prosiguió.
– Mira, hijo, lo que ocurrió aquel día no fue culpa tuya ni de nadie, simplemente pasó. Era algo inevitable. Yo quería a tu madre con toda mi alma, lo intenté, te juro que lo intenté. Quería salvaros a ambos, pero…-realizó una pausa, pues sintió que su voz se ahogaba- no te atormentes más, hijo mío, nada puede cambiar el pasado.
Arazor mantuvo la mirada sobre él, se trataba de una mirada apenada, llena de tristeza e incertidumbre al no saber cuál sería su respuesta, pero a la vez de preocupación, temiendo la reacción del chico. Akírazor musitó unas palabras apenas audibles. Su padre afinó el oído y, viendo que este le prestó atención, volvió a intentar repetir la frase.
– Si solo hubiera sido más fuerte…- susurró, un poco más alto- Podría haberla ayudado, podría estar viva. Aquí, con nosotros, cenando los tres juntos, a pesar de las adversidades y de nuestra condición- relató elevando el tono con cada palabra.
– Ya te he dicho que no fue culpa de nadie, no te martirices- le replicó su padre con una voz más serena.
– ¡Sí que fue culpa de alguien! – gritó, levantándose de la mesa con impetud- La culpa es nada más que de ese asqueroso ser, esa bestia sin escrúpulos que la mato y, no contento con eso, se la comió- sus ojos coléricos brillaron de rabia por unos segundos- Padre, no te reprocho nada. Me has querido y criado de la mejor manera posible. Eres un padre maravilloso y te estaré toda mi vida agradecido, pero que me digas que no fue culpa de nadie, liberando aquel monstruo de su atroz crimen, es algo que no puedo aceptar.
Después de escuchar las últimas palabras de su hijo, Arazor, mantuvo un silencio de ultratumba. Desde el punto de vista natural, esas criaturas solo se alimentaron, no siendo diferente a lo que ellos hacían con los animales de granja, pero desde un punto de vista humano, sabía que tenía razón. Al contrario que Akírazor, él se había resignado a aceptarlo, absorbiendo el dolor y guardándolo en lo más profundo de sus adentros.
Entonces, en ese momento, se dio cuenta de que no se trataba de una simple obsesión. Sentimientos como la tristeza o la rabia quedaban delegados en un segundo plano, como insignificantes precursores de la verdad. Lo que su hijo quería no era más que simple y llana justicia. Una justicia que nunca se impartió, ya que el monstruoso ser que mató a su madre, de la misma forma que llegó, desapareció, y eso era precisamente lo que consumía el corazón del joven muchacho.
– Hijo mío… lo siento- estas fueron las únicas palabras que sus labios consiguieron pronunciar.
– No lo sientas, padre- le contestó su hijo, arrepentido por alzarle la voz de aquella manera- Como ya he dicho, no te reprocho nada. No tengo ni razones ni el derecho de hacer tal cosa. Te quiero tanto como quería a madre, pero eso no cambia el hecho de que un enorme deseo de venganza recorra mis entrañas. Su muerte no me la devolverá, pero traerá paz a nuestros corazones.
– Te comprendo, créeme que lo entiendo, pero ¿qué pretendes hacer?, ¿salir en su búsqueda?, ¿en busca de una criatura devora hombres de más de tres metros?, por favor, hijo mío, solo tienes doce años, tus manos jamás han empuñado una espada… Ya perdí a tu madre, no quiero perderte a ti también, mi querido Akírazor.
El muchacho frunció el ceño y arrugó su expresión mostrando cierto enfado, pero, aun así, era lo suficiente maduro como para entender que su padre tenía razón. No duraría nada fuera del reino, siendo comida fácil para todas las criaturas que poblaban el frondoso bosque de abetos y sauces de Árderum, o cualquier otro bosque fuera de tierras humanas.
Agachó la cabeza mientras su padre lo miraba con una mueca de tristeza, fruto de la impotencia que sentía al no poder ayudarle. Pero en ese instante, el chico elevó su cabeza nuevamente, como si un rayo de esperanza hubiera inundado por completo su alma. Akírazor le dirigió una profunda mirada, en la cual se podía leer un mensaje claro y conciso, una promesa personal y, ante todo, un juramento inquebrantable.
– Me convertiré en un fuerte guerrero, y entonces podré hacer justicia, así madre podrá descansar en paz. ¡Es una promesa! – proclamó con decisión en sus palabras.
– Pero mi pequeño Akírazor, sabes que eres hijo de un campesino, y eso te convierte en plebeyo. La gente de nuestra condición no tiene permitido tal cosa. Es una de las leyes más conocidas impuestas por el bisabuelo del rey Erar – le contestó su padre, atónito por aquella ocurrencia que había tenido el muchacho.
– No me importa, digan lo que digan. Nadie podrá impedir que me convierta en guerrero. Esa es mi voluntad, y hare todo lo que sea necesario para cumplirla- le replicó Akírazor sin tener en cuenta el anterior comentario de su padre.
Arazor no medió palabra alguna. A pesar de su aparente convicción, era joven he inmaduro, incapaz de comprender las ataduras que desde su nacimiento se le habían impuesto. Evitando una discusión que no llevaría a ningún lugar, se limitó a dirigirle una gentil mirada mientras asentía.
Sin nada más que decirse, ambos se fueron a dormir. Mañana les esperaría un duro y largo día de trabajo, ya que la recolección de una cosecha que parecía prometedora les aguardaba junto con los primeros rayos de sol.
El amanecer de un nuevo día llego, desayunaron, se arremangaron y se pusieron manos a la obra. Fue una buena cosecha, las patatas y las lechugas recolectadas eran de excelente calidad. Akírazor intentó guardar algunos de los tubérculos en la casa, pero los guardias vigilaban con ojo de halcón, recorriendo los caminos colindantes a la granja continuamente desde el inicio de la jornada y durante todas y cada una de las marcadas cosechas.
Aquel día fue la primera vez en mucho tiempo que padre e hijo se divirtieron. Arazor le enseñó al joven muchacho como esquilar a las ovejas para obtener su lana y, él, siendo un completo novato, agarró el pelo del animal con demasiada fuerza, haciendo que la oveja se asustara y saliera corriendo, no antes de propinar una buena coz al chico, que hizo que este callera hacia atrás, empapándose en la pequeña charca donde los animales saciaban su sed. Akírazor se mantuvo serio, lleno de vergüenza por la situación, pero su padre no pudo evitar reírse y de manera casi contagiosa, él lo siguió, acompañándole con sus carcajadas. Al atardecer, ambos, llenos de barro y suciedad, guardaron las herramientas de trabajo y se dirigieron hacia su hogar. Mientras caminaban, su padre no pudo evitar fijarse en la actitud de su hijo. De nuevo, algo había cambiado, se le veía más alegre y jovial, y en sus ojos podía apreciar un brillo sutil que le era familiar. En su corazón volvía a ver esperanza y pasión por vivir. Su padre, nunca se preguntó cuan pesadas eran sus cadenas impuesta, y mucho menos, atreverse a tirar de ellas pero, Akírazor, sí que se mostraba dispuesto. Ahora tenía una meta, y aunque sabía que lo que su hijo ansiaba era imposible, lo dejó estar, pues no sería él quien colocara otra pesada cadena alrededor de su cuello. Pero, por encima de todo, estaría allí para apoyarle siempre.
– Padre ¿ocurre algo? – preguntó tras percatarse que este no hacía más que mirarlo.
– Nada hijo, no te preocupes – le contestó, dibujando una cordial sonrrisa- Es solo que hoy ha sido un buen día, y me alegro mucho, ojalá todos fueran así.
– Yo también creo que fue un buen día, padre – le dijo mientras se quitaba el sombrero de paja, ya estropeado por el paso del tiempo.
Este se quedó callado, pensativo, a la par que dudoso. Tenía miedo de sacar el tema del día anterior, pero, aun así, la curiosidad de lo que el chico estuviera planeando para conseguir su meta le asaltaba continuamente. Lo observó de nuevo, analítico, intentando adivinar qué es lo que podría estar pasando por su cabeza. Una acción en vano, olvidada entre la alegría al rememorar lo maravillosa que había sido aquella tarde, que, por primera vez en mucho tiempo, le hizo sentir que todo volvía a ser normal.
– ¡Hoy cenaremos ración doble! – exclamó con alegría- ¿Qué te parece, muchacho?
– Suena fantástico – le contestó Akírazor en un tono apacible, mientras le dedicaba una sonrisa.
Aquella noche llenaron bien sus estómagos hambrientos. Una vez saciado el apetito, conversaron sobre el siguiente ciclo de cosecha y qué tierras eran las más adecuadas para cada vegetal. Arazor le comentó al chico que, Bala, una de las vacas, estaba embarazada y que muy pronto daría a luz a un pequeño becerrillo. Akírazor se mostró ilusionado e interesado, pero no tanto como era costumbre. Siempre asistía a los partos de los animales que tenía a cargo su padre en la granja, pues jamás se cansaba de contemplar el milagro de la vida. Pero en aquella ocasión, era como si su cabeza no estuviera allí, algo que su padre no paso por alto. Sabía que aún estaba pensando en el mismo tema de la noche anterior, y que esa idea no desaparecería de su mente con facilidad. Finalmente, el sueño terminó por vencerles, marchándose cada uno a sus respectivas camas a descansar.
Faltaban pocos días para que el invierno llegara a su fin. El pequeño se hallaba sentado en la desgastada mesa de la sala principal junto a su padre. Sus piernas no llegaban a tocar el suelo desde la silla, moviéndolas alternativamente con impaciencia. La sonrisa que adornaba su rostro no tardo en borrarse cuando su madre apareció con una gran cacerola de barro humeante, acompañada de aquel desagradable olor que tanto le asqueaba. Akírazor no quería comer el estofado de legumbres, relincho como un caballo y gimoteó igual que un perro abandonado mientras se quejaba.
– ¡No quiero madre!, ¡no quiero!, esto- añadió un sonido de arcada antes de continuar- Que asco, no las comeré, esto es comida para animales- concluyó, fingiendo enfado mientras se cruzaba de brazos.
Eleonor se arrimó por detrás con una mirada picarona, y empezó a hacerle cosquillas en los costados. El chico se retorció y comenzó a reír descontroladamente.
– ¡Para madre, me haces cosquillas!, ¡para, por favor, no aguanto más!- Imploró en vano.
Akirazor bajo de la silla intentando escapar, se tiró al suelo, y se hizo una bola como un armadillo sin parar de reír. Aquello fue contagioso y todos acabaron riendo de una forma muy estúpida. Pero eso no importaba. Lo importante era el momento, esos momentos de la vida que sientes que todo lo demás carece de valor, y que una mirada cálida, una ligera mueca de felicidad o una suave caricia de tus seres queridos puede hacer que un día gris y tormentoso se torne en uno de cielo despejado y radiantes rayos de sol.
Los tres se sentaron en unos peñascos que había tras cruzar el río, cerca de la arbolada que daba comienzo al bosque de Arderum. Encendieron una hoguera y disfrutaron del estrellado cielo arropados por la calidez de las llamas, suficientes para contrarrestar los últimos y fríos vestigios del invierno. Las brasas del fuego chisporroteaban mientras Akírazor se acurrucaba en el regazo de su madre. Esta comenzó a acariciar su cabellera sedosa de color castaño, mientras que Arazor le dedicaba una mirada de ternura que ella le devolvía. Todo era perfecto. Tal vez fueran campesinos, plebeyos que jamás degustarían los privilegios de la realeza. Pero eso no importaba, pues ninguno ostentaba a tal cosa, siendo el amor y la felicidad de aquellos momentos lo único que necesitaban.
En un momento de aquella maravillosa noche y de forma repentina, la suave brisa que mecía sus cabellos cesó, y el silencio más profundo se hizo presente. Akírazor no entendía lo que estaba ocurriendo, abrió los ojos y se levantó abandonando el regazo de Eleonor, la cual mantenía alerta, cruzando miradas nerviosas con su marido. Los demás aldeanos de los alrededores, que también disfrutaban de la noche bajo el caluroso abrazo de una fogata, mostraron la misma reacción. Nada bueno podía significar aquello. Akírazor comenzó a asustarse, y su madre lo tranquilizo abrazándolo, pero sin descuidar, el ahora, inquietante paisaje ni un instante.
Finalmente, una de las campesinas gritó horrorizada señalando al frente. En el frondoso bosque, no muy lejos de donde ellos se encontraban, se podía apreciar ocultos entre la maleza más de una veintena de ojos amarillos hambrientos de carne que brillaban bajo la intensa luz de la luna. Aquellos indeseables y aterradores visitantes eran orcos, unos seres enormes, con cuerpos robustos y algo jorobados, se color grisáceo o amarronado, con rostros humanoides, pero con mandíbulas más grandes y poderosas. Fauces preparadas para ingerir su único alimento. Carne. Pero debido al frio invierno, especialmente acusado aquel año, apenas les había quedado nada que cazar. El aumento de población tras más de una década sin proteger las fronteras más allá del poblado de Deramar, tampoco ayudaba. Y con la mezcla de estos dos factores, se vieron obligados a bajar más al Sur, recorriendo los últimos bosques hasta llegar al reino.
Nada más dar la alerta aquella mujer, los imponentes seres se lanzaron en estampida hacia el poblado. La gente corría horrorizada, pero no había sitio donde huir o esconderse. Las viviendas de los campesinos eran simples cabañas de madera desgastada por las inclemencias del tiempo que los orcos podían destruir fácilmente. Arazor y Eleonor salieron corriendo junto a su hijo, los tres agarrados de la mano, en un desesperado intento de escapar de aquella pesadilla. No tardaron mucho en cruzar el puente de regreso, dirección a su hogar. La barrera natural del rio y él estrecho puente solo les concedería unos valiosos segundo más. Las primeras víctimas empezaron a caer, llenando los vacíos y exigentes estómagos de los orcos. Hombres, mujeres e incluso niños, no había distinciones. Para aquellos seres, todos eran simples pedazos de carne a los que tenían que dar caza si deseaban saciar su gula.
Arazor seguía corriendo con su familia, pensando en qué diablos podían hacer, dónde podían estar seguros… A salvo. Las sangrientas imágenes que observó mientras intentaba dar esquinazo a esos monstruos se le mostraban una y otra vez en su cabeza, en un bucle infinito.
La resistencia una vez atrapado era inútil y solo alargaba el sufrimiento. Los Orcos mordían y arrancaban pedazos del cuerpo de sus víctimas con brutalidad. Sus colmillos trituraban y desmenuzaban los huesos como si se trataras de pequeños mendrugos de pan duro, ofreciendo toda una orquesta de pesadilla, compuestas por crepitantes crujidos y viscosos sonidos viscerales, rematados por un coro de gritos agónicos que no parecía tener fin. Un estampado de tripas, y sangre recorrían a esas alturas gran parte del terreno. Los muertos se contaban ya por decenas. No podía soportarlo más. Arazor, cerró los ojos con fuerza y siguió corriendo aún más rápido. Akírazor, se aferraba a la mano de su madre y ella la apretaba de igual modo para que no se soltase. El pobre chico no pudo soportarlo más y empezó a llorar mientras veía como aquellas personas desaparecían entre las fauces de los monstruos.
Paso el tiempo, unos minutos que se hicieron eternos. Muchos de los orcos habían saciado su apetito, por lo que el campo ya se encontraba más despejado, siendo más fácil evadirlos. Pero por razones fuera de toda lógica, uno de aquellos seres se había encaprichado con la familia de Akírazor y no cesaba en el intento de atraparlos. Era un orco más grande y robusto que los demás, presentaba un vetado en tono rojizo, que se mezclaba de manera uniforme con la base gris de su piel. La familia se encontraba exhausta, pero haciendo un último esfuerzo, realizaron un par de zigzag entre las casas de los vecinos, consiguiendo despistar al enorme orco, el cual intentaba divisarlos nuevamente, girando la cabeza de un lado a otro mientras rugía furioso.
En ese momento, Arazor, se acordó que en el granero colindante a su hogar había un pequeño subsuelo, una especie de sótano preparado para albergar las colectas que precisaran estar menos expuestas a la intemperie. Pensó que allí podrían estar a salvo o, por lo menos, más resguardados que detrás de aquella pared tras la que se ocultaban. Así que le susurró en voz baja a su familia lo que debían hacer, y cuando él diera la señal, todos correrían hasta el granero que se encontraba a escasos metros. Lo único que debían de hacer era aguantar, pues los vigías de las aldabas ya hicieron sonar la campana de alarma, siendo cuestión de tiempo que los guerreros de la ciudad se presenciaran allí.
Arazor esperó hasta que el insistente orco les dio la espalda, buscándolos entre los montones de paja y los pequeños cobertizos de uno de los campesinos vecinos. Los tres salieron corriendo hacia el granero y por suerte, ninguno de los pocos orcos que quedaban consiguieron verles, ya que se encontraban distraídos rebañando los pedazos de carne que se les habían resbalado de sus enormes fauces mientras masticaban. Una vez dentro, por fin se sintieron algo más protegidos y tranquilos. Los tres se dirigieron miradas cómplices, y aunque estaban felices de haber sobrevivido no podían evitar abrazarse y llorar juntos, pues en aquella masacre habían muerto muchas personas, amigos y conocidos, seres queridos que no volverían a ver.
Poco después dejaron de oírse las pisadas y rugidos de aquellas bestias. Parecía que por fin todo había terminado y estaban a salvo. Arazor no estaba del todo convencido y, optando por la precaución más absoluta, le dijo a su familia que esperaran hasta la llegada de las tropas del Rey, asegurando la zona. Akírazor, abrazaba con fuerza a su madre, sufriendo unas tiriteras constantes, que nada tenían que ver con el frio de la noche. La experiencia traumática que habían vivido les acompañaría el resto de sus vidas. Aun con sus parpados, fuertemente cerrados, las lágrimas conseguían abrirse camino, resbalando por las congeladas y rojizas mejillas del pequeño. Eleonor le devolvió su abrazo y le besó la frente, dedicándole una bonita sonrisa. Su padre los observaba aliviado, comprobando por primera vez desde la huida, que ninguno había sufrido daños.
En ese preciso instante, una enorme mano atravesó de un golpe el frágil techo del sótano, cerniéndose directamente sobre Eleonor, la cual, empujó a su hijo lejos de ella, antes de que los dedos de la criatura rodearan su cintura, apresándola. Arazor no podía creer lo que sus ojos le mostraban. Después de todo, sus esfuerzos por sobrevivir serían en vano. El tiempo pareció ralentizarse para el cabeza de familia. Con las pupilas dilatas de la impresión entró en cólera, corriendo hacia el brazo de la bestia que pretendía arrebatarle a su mujer.
El testarudo Orco lo había conseguido, pero al sacar el brazo al exterior se encontró también con el campesino, que no dudó en armarse con su vieja hoz y asestarle una puñalada en el antebrazo, la cual hizo que este gritara de dolor, zarandeando su extremidad con bravura, intentando de deshacerse de él. Pero no fue suficiente para conseguirlo. Arazor, se encontraba bien aferrado, y tras mirarlo con rabia, volvió a clavar su hoz en la gruesa piel de la bestia, esta vez un poco más arriba de la primera asestada. Sus intentos resultaron inútiles, pues el orco no la soltaba. Su mujer le suplicaba que la dejase, que escapara con su hijo, pero Arazor estaba demasiado colérico como para entrar en razón, sin tener la más remota intención de dejar que su esposa muriera aquella noche. Cuando ya se encontraba preparado para propinarle un tercer golpe con la afilada arma, el orco cambio de táctica y en vez de zarandear el brazo como hizo con anterioridad, lo dirigió con brutalidad contra el suelo. Arazor escuchó su espalada crujir. Dicho sonido vino acompañado de un dolor indescriptible. Sus brazos se aflojaron, resbalándose hasta quedar a ras de suelo. El orco lo recogió, agarrándolo de los tobillos y lo lanzo lejos de allí a varios metros de distancia. Arazor seguía consciente, pero el gran golpe había dejado su cuerpo paralizado. Por mucho que lo intentaba, sus extremidades no le obedecían, dando paso a la impotencia, una tan fuerte y pesada que le aplastaba el pecho al punto de no poder respirar. Mientras, su esposa forcejeaba para no ser engullida por las fauces del orco, que, cansado de intentarlo “por las buenas”, lanzó un rugido colérico, y acto seguido, agarrando a la mujer de las pantorrillas, la golpeó contra el suelo alternando los golpes de izquierda a derecha una y otra vez. Cuando cesó, Eleonor, era un saco de huesos rotos y órganos descompuestos.
Por increíble que pareciera, aún respiraba y seguía consciente, pero ya le era imposible oponer resistencia y su vida estaba sentenciada. Arazor observaba toda aquella macabra escena gritando hasta desgarrar su garganta, pues nada más podía hacer. Las lágrimas brotaron de sus ojos cuando su mujer le dedicó una última mirada. Una mirada de bondad, felicidad y agradecimiento. Una mirada que no le reprochaba nada y que se sintió tan cálida como el primer rayo de sol de la mañana. La bestia alzó su brazo, elevando a la mujer y posando la cabeza de la misma en sus grandes fauces. Justo antes de cerrarlas, Akírazor, consiguió escalar aquel sótano destruido y, asomando la cabeza por encima de los escombros, pudo presenciar el momento exacto de la decapitación. Las mandíbulas se cerraron, cortando el frágil cuello de Eleonor y separando su cabeza del cuerpo. Luego propinó un segundo bocado en el abdomen, arrancando una buena tajada de tripas que resbalaron por las fauces de la bestia. Continuó asestándole bocados hasta no dejar nada más que algunos trozos de carne que cayeron mientras masticaba, al igual que uno de sus brazos, que seguramente no llegó a ver.
Arazor no podía parar de gritar y llorar, sin embargo, su hijo se quedó completamente paralizado, manteniéndose a pocos metros de su padre. El orco los miro a ambos, pero parecía haber saciado finalmente su apetito, así que no les prestó atención, y de la misma forma que llegó se fue, llevándose consigo la felicidad y alegría en los corazones de aquellas personas. Arazor intentó ponerse en pie, pero su cuerpo aún no se había recuperado del impacto y apenas comenzaba a responderle. Continuó gritando encolerizado mientras veía como aquella bestia sin corazón se alejaba, para después, tras perderlo de vista en la lejanía, desviar su atención a los escasos resto de su querida mujer, Eleonor.
Arazor despertó, dejando escapar un grito agónico. Los sudores fríos habían humedecido las sabanas, mientras que su alterado corazón latía a gran velocidad, provocando en él unas desacompasadas y profundas respiraciones que poco a poco regresaron a la normalidad. Todo había sido una mala pesadilla. Pero una pesadilla de la realidad, de lo que ocurrió aquella trágica noche de invierno, y que la mayoría de las noches regresaba a su memoria para torturarlo. Se levantó de la cama y se secó las gotas de sudor que resbalaban por su frente con un paño. A continuación, se dirigió al comedor para desayunar, sirviéndose una porción de pan duro con un poco de aceite que consiguió exprimir y procesar él mismo de unas aceitunas que escondió durante la recolecta del año pasado. Arazor se sentó en la silla que había junto a la mesa, mirando a través de la ventana. Contempló el nacimiento del amanecer que bañaba las tierras con sus primeros rayos de luz. Se trataba de un espectáculo que jamás se cansaba de observar, y mientras le llegaban bellos recuerdos a la memoria, grabados bajo aquel paisaje lleno de verdor, corto con su navaja el duro pan en trocitos, los mojo en el aceite y comenzó a comérselos.
– ¡Akírazor! Es hora de levantarse, tenemos trabajo – dijo su padre mientras terminaba el último trozo de pan.
– Vamos pequeño, tienes que desayunar para estar fuerte como tu padre.
Estas últimas palabras se las pronunció con un tono burlón, pero su hijo seguía sin contestarle, así que se dirigió al cuarto del muchacho, llevándose la sorpresa de que no se encontraba allí. “¿Dónde se habrá metido este crio?”, se preguntó él mismo. Entonces, se percató, “¿y si se ha ido hacia el bosque?, ¿habrá salido en busca de aquel monstruo?”. Arazor comenzó a preocuparse, temiendo lo peor. Avanzó hacia la puerta de salida, bajando los ruidosos escalones de madera de dos en dos. Tiró del cerrojo oxidado con brusquedad, abriéndola de un empujon.
– ¡¡Akírazor!!- gritó a pleno pulmón, llamando la atención de los vecinos más madrugadores, que ya habían salido de sus hogares.
Al no obtener respuesta alguna se alteró aún más, pero antes de lanzar un segundo grito, las puertas del granero se abrieron de par en par, descubriendo tras ellas al pequeño.
– Padre, estoy aquí- contestó el muchacho, extrañado al ver lo alterado que se encontraba.
– ¿Por qué diablos no contestabas, hijo mío? – dijo con un tono serio y enfadado que no fué capaz de reprimir.
– Perdóname padre, es que con el ruido y las puertas del granero cerradas no te había podido escuchar.
– ¿Qué ruido? – le preguntó sin entender a qué se refería.
Entonces su hijo le hizo un gesto con la mano, invitándole a seguirle hasta el interior del granero. Su padre intrigado y confuso al mismo tiempo lo siguió sin mediar palabra.
– Dime, padre, ¿qué te parece?- preguntó, manteniendo una mirada impaciente hacia él
Mientras, Arazor, contemplaba el duro trabajo de su hijo, convirtiendo gran parte del granero en lo que parecía ser una sala de entrenamiento. Había improvisado un pequeño saco para golpear con un pedazo de piel inservible que sobró de la confección de una chaqueta invernal el año pasado. Lo cosió en forma de bola, llenándolo de tierra y colgándolo en una de las viejas vigas del granero. También había colocado unos cuantos obstáculos para saltar y esquivar muy rudimentarios, utilizando algunas tablas y clavos oxidados que encontró. Incluso creó una especie de mecanismo para fortalecerse. Para ello, usó una polea como eje, la cual complementó con una cuerda vieja y un antiguo mango de madera de una azada rota que le servía de agarre. Por último, colocó como contrapeso un yunque de acero en el que se habían forjado incontables armas, herencia de un lejano y difunto familiar, completando de esta forma el mecanismo de la peculiar máquina.
Su padre que impresionado. No entendía cómo su pequeño hijo, tan joven, y que no conocía otra cosa más que el campo, había sido tan mañoso como para construir todo aquello. Consiguiendo salir finalmente de su asombro le preguntó.
– ¿Desde cuándo llevas despierto, hijo?
– Mmm… desde media noche. Desperté y ya no conseguí dormirme – le contestó Akírazor, temiendo una reprimenda por su comportamiento.
– ¿Y en tan poco tiempo has podido montar todo esto tu solo? – le preguntó con un gesto de asombro.
– Sí- contestó simple y llanamente, mostrando una sonrisa de oreja a oreja tras reconocimiento en el tono con el que preguntó – No te preocupes padre, no he utilizada nada realmente útil o de valor, además, lo he colocado en un lugar del granero que creo, no molestará- terminó diciéndole.
Arazor frunció el ceño de manera pensativa, para luego dar unas palmaditas en el hombro a su hijo, mostrándole un gentil gesto. Esto hizo que su hijo se sintiera más tranquilo, dándole a entender que ya no habría represalias por sus acciones. Arazor era consciente del trabajo, el esfuerzo y la ilusión que había puesto su hijo a la hora de preparar todo aquello. De verdad estaba decidido a proseguir con su idea, sin importar las adversidades, y por supuesto, él le apoyaría en todo lo que pudiera. Seguidamente le comentó.
– Si esto es lo que deseas, mi pequeño Akírazor, no opondré. Mientras que no necesitemos el espacio, podrás utilizarlo para tener tus emmm…-dudó durante unos segundos- cosas- dijo finalmente, al no hallar una mejor palabra. Pero tienes que prometerme que no descuidaras tus deberes. Seguirás trabajando conmigo- sentenció- Ya lo sabes hijo, me estoy haciendo mayor y los años me pesan- añadió, tras sentir que de primeras había sonado demasiado rudo- Si queremos seguir en paz, tenemos que continuar cumpliendo las exigencias del rey. La recolección de víveres no debe disminuir, ¿lo has entendido? – le preguntó arqueando una de sus cejas y dirigiéndole una mirada directa, concisa, e innegociable.
– Claro padre, no te preocupes por nada. Seguiré ayudando en las tareas como siempre. En ningún momento pensé lo contrario, descuida. Madrugare aún más y así podré hacerlo todo – le contesto su hijo emocionado.
Ambos salieron del granero y se dirigieron hacia el duro terreno campestre acompañados por el implacable sol. Arazor sostuvo la mano de su hijo y poso sobre ella una porción de pan duro y un pedazo de queso bien curado.
– Tu desayuno, hijo – le dijo su padre dedicándole un gesto de simpatía – Seguro que no comiste nada, y con todo lo que has trabajado lo necesitaras. Tienes que estar con energías, pues hoy es día de siembra. Estamos a principio de verano y hay que preparar las tierras para los melones, las sandias y los tomates.
– Muchas gracias padre. La verdad, estaba hambriento – le contestó justo antes de propinarle un buen bocado al mendrugo de pan, que este, aunque duro como una piedra, en ese momento, le pareció un suculento manjar.
Aquel día estuvieron trabajando las tierras con la azada durante horas. Había que dejarla bien suelta y removida para que las semillas pudieran brotar sin esfuerzo, dando lugar de esta forma a un crecimiento más rápido, sano y fuerte. Como era de esperar, los días de siembra eran los más duros, y este no sería una excepción. Una vez bien removida y granulada la tierra, realizaron unos surcos paralelos en la misma que servirían como sistema de riego para facilitar la tarea más adelante. Acto seguido, recogieron las semillas y comenzaron a plantarlas de una en una, introduciéndolas debajo de la tierra y apretándolas con las yemas de los dedos para finalmente cubrir el agujero con más tierra. Este proceso les llevo todo el día y no era de extrañar. Ambos terminaron exhaustos y sudorosos. Decidieron tomar un merecido descanso, dejando reposar sus espaldas sobre un pequeño árbol de tronco grueso mientras contemplaban su trabajo. Una suave brisa comenzó a soplar, aliviando sus cuerpos cansados. Se miraron durante unos segundos y nuevamente volvieron la vista hacia el terreno, sintiéndose realizados y satisfechos por la gran siembra que habían llevado a cabo.
La vuelta a casa fue bastante silenciosa, cruzando miradas de vez en cuando y poco más. No sabían que decirse. Ambos se encontraban un poco trastornados, pues habían ocurrido demasiadas cosas en muy poco tiempo, pero, aun así, esos simples cruces de miradas furtivas eran suficientes. Habían salido de aquella espiral de agonía y tristeza, y aunque aún sufrían, era completamente diferente. Akírazor por fin tenía algo por lo que luchar. Un objetivo que alcanzar. Algo que reavivó los latidos de su corazón, haciendo muy feliz a su padre.
A escasos metros del hogar, ambos se percataron de unas manchas de sangre que impregnaban el verde césped del prado.
– Akírazor, ponte detrás de mí – le dijo su padre con una expresión de horror en su rostro, mientras empuñaba si vieja hoz, la cual le acompañaba siempre.
El chico no medió palabra y se colocó detrás de su padre mientras sujetaba con sus dos manos la azada, en posición defensiva.
Arazor se mostraba nervioso, con sus pupilas dilatadas y en continua tensión. Aquella sangre en el suelo le estaba haciendo revivir terribles momentos pasados en su cabeza. Sin poder evitarlo, su mente le llevaba una y otra vez a la peor de las situaciones, y la idea de que se tratara de un orco se hacía cada vez más fuerte en su interior.
– ¡Padre, mira! – exclamó el muchacho, señalando más restos de sangre que se dirigían hacia el granero.
Un escalofrió recorrió la espalda de Arazor, haciéndole empuñar la hoz con mucha más fuerza. Su hijo se percató de ello, transmitiéndole de cierta forma el horror que sentía su padre en aquellos momentos.
Todo parecía indicar que alguna bestia salvaje merodeaba por el lugar, pero la ausencia de ruido, acabo haciéndoles pensar que fuera lo que fuera ya no se encontraba por allí. Se acercaron lentamente, siguiendo el rastro de sangre que parecía invitarles a bordear el granero hasta la parte trasera. En ese momento se escuchó un golpe. Algo había hecho crujir los tablones de la estructura, consiguiendo que ambos entraran en situación de alertan por segunda vez. Siguieron avanzando muy despacio, sin hacer el más mínimo ruido y con sus “armas” preparadas para asestar el primer golpe a lo que fuera que allí se encontrara. Arazor asomó la cabeza por la esquina muy despacio, echando un primer vistazo.
– ¿Ves algo padre?, ¿qué es? – le susurró Akírazor con una mezcla de temor y curiosidad en su voz.
– Ya puedes bajar la azada hijo mío. No hay de qué preocuparse – le respondió, dejando escapar un profundo suspiro de alivio.
Al ver que ya no corría peligro, el muchacho se acercó con su padre para poder ver que era aquello que les había causado tanto temor. Se trataba de Bala, la joven vaca que se encontraba embarazada, y que, por lo visto, se le había adelantado el parto unas semanas.
– Seguramente notó que iba a parir y busco un sitio más resguardado – dedujo su padre.
Akírazor no dijo nada y se limitó a contemplar la escena. El becerrillo asomaba la cabeza y una de sus patas, con la cual, seguramente golpeó la parte trasera de granero con anterioridad. El pequeño animal forcejeaba, intentando abandonar el vientre de su madre. Parecía que algo no andaba bien.
– Akírazor, no te quedes pasmado y ayúdame, ella sola no podrá – le dijo al chico con tono serio.
– ¡Claro padre!, perdona. ¿Qué necesitas que haga? – le preguntó él, sin dejar de mirar al becerrillo.
– Tráeme un trapo del granero que no esté muy sucio.
– Ahora mismo padre.
Akírazor salió corriendo hacia el granero y recogió el trapo más limpio que encontró. También cargo con una pequeña tinaja de agua, pensando que también podría ser de utilidad. Una vez hecho esto, abandonó el granero a toda prisa volviendo junto a su padre.
– Aquí tienes – le dijo respirando profundamente, mientras se recuperaba de la carrera
– Gracias hijo – le contestó, cogiendo la toalla y la colocándola bajo las posaderas de la vaca.
– Umm… creo que no va a salir por sí mismo. Su pata delantera izquierda ha quedado extendida y en una posición que le es imposible sacarla – le explicó su padre.
Arazor recolectó un poco de agua de la tinaja, usando como recipiente una vieja cazuela sin mango que utiliza para repartir el pienso entre sus animales asignados. Seguidamente, dejó caer el agua sobre la cabeza del pequeño animal, limpiando su rostro ensangrentado. Después de aquello prosiguió.
– Necesito que ayudes con esto, Akírazor- le dijo introduciendo su mano en el interior de la madre- voy a flexionar su pata y luego sacarla hacia delante para que así consiga salir de una vez. El pequeñajo no se va a estar quieto, por lo que necesito que sujetes su cabeza y vigiles su pata para que no pueda hacer ningún movimiento peligroso, ¿has entendido? – le preguntó mientras le miraba de reojo, esperando su respuesta.
– Claro padre- contestó el – ¿así está bien?
– Sí, muy bien, mantenlo así.
Por fin, después de varios intentos, Arazor, consiguió liberar la pata atascada del animal, y una vez pudo posar sus dos extremidades delanteras, con un par de movimientos, consiguió salir completamente del interior de su madre. Akírazor contemplaba con emotividad aquella escena. Ese momento tan enternecedor en el que la madre limpiaba a su pequeño, animándolo seguidamente a ponerse en pie… a vivir. Para él no había mayor milagro en el mundo. Arazor lo sabía, y se sentía muy orgulloso de ello.
– Muy buen trabajo, hijo- le dijo, mientras posaba su mano en los hombros del muchacho.
Ambos se miraron y sonrieron, desapareciendo por completo todo ese miedo que habían sentido algunos minutos atrás.
Después de esto, guiaron a la vaca junto a su cría hasta un pequeño corralillo vallado que tenía preparado para estos casos, ya que el pequeño becerro era una presa fácil para cualquier depredador hambriento que merodeara por los alrededores. Tras esto, entraron en la casa y se fueron a descansar. Mañana les esperaría otro gran día.
Aquella noche, una fuerte tormenta de verano aconteció en las apacibles tierras de Íderum, descargando toda su furia. El viento movía las copas de los árboles que eran zarandeadas con gran fuerza, a la vez que la lluvia se precipitaba rápidamente, creando grandes canales en la tierra por los que el agua transcurría de manera violenta, bajando directamente hacia el río que transcurría colindante al bosque. Un relámpago impacto cerca de las casas de los aldeanos desplegando un gran haz de luz cegador, el cual produjo un ruido ensordecedor que despertó al pequeño Akírazor. El mismo sobresalto hizo que se incorporara al instante. Tras el susto inicial, abandono su lecho. Tenía la boca seca y pastosa, así que se vio obligado a bajar hasta el pilón de agua situado en el comedor para saciar su sed.
Mientras se servía un generoso vaso de agua, escuchó unos carrasposos quejidos procedentes del cuarto de su padre. Preocupado, soltó el vaso y se dirigió hacia él, para ver que le ocurría. Levantó el manto de pieles que hacía de cortina, separando su cuarto del comedor. Sus pasos eran cautelosos, intentando hacer el mínimo ruido mientras se acercaba al lecho de su padre. Este, se encontraba boca arriba, tapado hasta el cuello. No paraba de retorcerse, sufriendo intermitentes espasmos a los que acompañaban aquellos quejidos de escaso tiempo atrás. Akírazor muy preocupado se acercó aún más a él, tocándole la frente y descubriendo que se encontraba empapado en sudor. Algo le debía de pasar, aquella noche era fría comparada con las anteriores, así que decidió despertarle.
– Padre despierta, ¿te encuentras bien? – le dijo con un tono muy suave, casi como un susurro- padre, ¿me oyes?, insistió nuevamente, esta vez, un poco más alto y acercando su mano al pecho para moverlo con suavidad
Tiro de la fina manta de algodón hacia atrás, posando las yemas de sus dedos sobre la vieja camisa que su padre usaba para dormir. Aquél leve contacto fue suficiente para hacerle despertar. Sus ojos se abrieron de par en par, levantando su torso con las manos extendidas mientras gritaba a pleno pulmón el nombre de su difunta esposa. La explosividad de su padre lo asustó, haciéndole caer de espalda y, salvándose de un buen golpe en la cabeza al colocar sus manos hacia atrás. La vista de su padre se acostumbró a la falta de luz con rapidez, descubriendo la silueta de su hijo, que mantenía una expresión que se debatía entre el la preocupación y el pánico. De nuevo, las pesadillas habían decidido visitarle aquella noche, esta vez, haciendo participe a su joven hijo. Los latidos de su corazón se apaciguaron, volviendo a la normalidad. Respiro profundamente mientras se secaba la frente con un trapo blanco que siempre guardaba en el primer cajón del armario, pegado al cabecero de la cama. Procedió a disculparse, pues, sin dudo, tuvo que llevarse un buen susto. Después, sin esperar contestación, continuó.
– ¿Qué haces aquí?, ¿por qué has entrado en mi cuarto? – le preguntó confundido.
– Lo siento padre, bajé a beber agua y entonces te oí. Preocupado por aquellos quejidos entre en el cuarto, y como parecías estar sufriendo, decidí despertarte – le contestó Akírazor reincorporándose lentamente.
Arazor se levantó y encendió un viejo candil situado en el poyete de la ventana para continuar la conversación. Ahora, con algo más de luz, se sentó nuevamente sobre la cama, mirándolo de frente.
– Entiendo, no pasa nada hijo. De nuevo, perdona si te he asustado. Sé que lo hiciste con buena intención, pero estoy bien, no te preocupes. Vuelve a tu cuarto y duerme un poco.
El muchacho no replicó y regreso a su cama. Seguidamente, su padre entro al comedor, cambiando su camisa sudada por otra limpia. Luego se sirvió un vaso de agua de la tinaja y se sentó junto a la mesa del comedor. Su hijo no pudo evitar detenerse antes de llegar al cuarto. Necesitaba hablar de algo más con él.
– Aún sueñas con madre, ¿verdad? – le preguntó con la cabeza agachada, como si tuviera miedo de hablar sobre el tema.
Su padre mantuvo un pequeño silencio, tomó un trago de agua y echando su cabeza para atrás con la mirada completamente perdía hacia el techo le contestó.
– No hijo, no. No son sueños… Si no pesadillas. Recuerdos de aquel día que me atormentan- hizo una pausa mientras dirigía su vista entre cerrada hacia el muchacho- ¿Y cómo que aun?, ¿acaso sabías sobre esto?
– Alguna que otra noche me pareció oír leves quejidos, pero jamás los asocié contigo. Creí que se trataba de los animales de la granja. Tengo un sueño muy profundo y apenas me percato de ello, sin embargo, hoy, cuando bajé a por agua y te escuché, reconocí aquel sonido. Era el mismo que escuchaba la mayoría de noches en las que me desvelaba… – le explicó Akírazor.
– Entiendo… lo siento hijo mío, siento que me hayas tenido que ver así.
– No lo sientas padre, yo soy el que lo siente. Si es como dices, y esas pesadillas las revives casi todas las noches… no puedo ni imaginarme cuanto sufres – le contestó, dedicándole una mirada de empatía.
Su padre lo miró y le dedicó una tenue sonrisa que desapareció de manera fugaz. Tomó el vaso y bebió otro trago.
– Y tú… bueno, ya sabes… ¿tienes pesadilla? – le preguntó su padre temiendo la respuesta.
– Al principio sí, tenía bastantes pesadillas, pero con el tiempo fueron apaciguándose y ya apenas se repiten… pero una cosa sí es cierta – añadió Akírazor
– ¿El qué?, ¿a qué te refieres, hijo? – volvió a preguntar con más interés.
– Mis pesadillas han cambiado y ahora son más parecidas a sueños. Yo no pude ver todo lo que pasó aquella noche. Pero tú, padre, lo viviste de primera mano. Mi peor recuerdo viene de cuando ese monstruo decapitó a madre con sus enormes fauces. Tú, sin embargo, estuviste presente en todo momento e intentaste salvarla con todas tus fuerzas. Es imposible comprender todo el dolor y la impotencia que sentiste y que ahora te atormenta por las noches como si se tratase de un juego enfermizo- hizo una pequeña pausa y prosiguió- Sin embargo, algo ha cambiado desde que tengo esperanza y doy por hecho que algún día podré hacer justicia matando esa bestia. Así madre descansara al fin en paz. Ahora mis sueños muestran un final diferente, un final casi mágico. Todo transcurre tal cual, rememorando con fidelidad toda la historia hasta el momento que madre es capturada por el gigantesco Orco. Tú y yo estamos en el suelo, destrozados y sin poder hacer otra cosa que mirar. Entonces, en el preciso instante en que va a comérsela, aparece un corpulento y valeroso guerrero de brillante armadura. Porta con él un enorme escudo infranqueable y una espada tallada en acero puro con una hoja tan afilada que parecía cortar el propio aire.
Akírazor seguía relatando toda aquella historia mientras su padre lo escuchaba atentamente, sintiéndose feliz de que su hijo, por fin, después de tantos meses de dolor lo estuviera superando. El chico dejó de contar la historia, y su padre no pudo evitar preguntar. Necesitaba saber cómo acabaría esa nueva realidad del pasado.
Akírazor le dirigió una penetrante mirada. Sus ojos brillaban con la fuerza de dos ardientes llamas, y después de dedicarle un ligero gesto de simpatía prosiguió.
– El guerrero alzó su espada provocándole. Éste, soltó a madre y corrió hacia él, colérico y descontrolado, como si, por alguna razón, lo odiara desde lo más profundo de su ser. El Orco preparó un potente puñetazo que el guerrero esquivó con abrumadora facilidad. La bestia, aún más furiosa, levantó una de sus piernas e intento aplastarlo. Aunque su potencia fue brutal, el guerrero se cubrió con su escudo. Una protección sin fisuras que le permitió salir sin un solo rasguño. El Orco retrocedió un par de pasos hacia atrás, al contrario que el guerrero, que avanzaba hacia el frente, acortando distancia. El monstruo volvió a entrar en estado agresivo, formando una maza al unir sus dos enormes brazos, propinando un fuerte y mortal golpe que el guerrero esquivó de un salto. El contundente golpe acabo impactando contra él suelo, hundiendo la tierra bajo sus manos y salpicando cientos de pequeños fragmentos. Mientras se encontraba confuso por la desaparición de su oponente entre la humareda que levanto, el implacable guerrero se posicionó detrás de él. Con porte sereno, empuñó su espada hacia el frente, y manteniendo la punta mirando hacia arriba, corrió hacia la temible bestia atravesando su estómago.
El Orco gritó de dolor e intentó atrapar al guerrero con sus enormes manos. Él no se lo permitiría, y sacando la espada de su abdomen, amputó una de sus manos antes de que consiguiera apresarlo. Aquella espada era mágica, pues no importaba de que se tratara, piel, carne o hueso. Lo atravesaba todo como si fuera mantequilla. El imponente ser se giró, clavando su mirada desafiante en el guerrero. Instantes después comenzó a correr hacia él, en un intento desesperado de aplastarlo con la mano que le quedaba. Pero todo fue en vano. El guerrero se deslizó, pasando bajo sus piernas mientras extendía su espada, cortando de esta forma los tendones de su pierna izquierda. El gigantesco Orco frenó en seco, trastabillando, para terminar arrodillado sin poder levantarse. Por último, el valeroso guerrero corrió hacia él, subiendo de un salto a los hombros de la criatura. Antes de que esta consiguiera reaccionar, blandió su espada con gran fuerza y precisión, atravesándole el cuello y decapitándolo en el acto. Los tres, aunque sin poder movernos, presenciamos aquel milagro. Entonces, el hombre, bajo una luz cegadora, se deshacía de su yelmo y me señalaba con el dedo índice de su brazo derecho. Intenté distinguír su rostro, pero aquella luz tan deslumbrante me lo impedía, despertando siempre antes de poder conseguirlo.
Arazor se mantuvo expectante, esperando que la historia continuara. Pero es silencio continuado del muchacho daba a comprender que había llegado a su fin.
– Bueno, ¿qué te parece? – le preguntó Akírazor intrigado por saber qué opinaba.
Su padre dejo que un par de lágrimas resbalaran por sus mejillas de pura felicidad. Su hijo no se percató de esto, así que se las seco rápidamente con su antebrazo, contestándole de seguido.
– Me parece maravilloso hijo mío. Ojalá ese final hubiera sido real. De hecho, me gusta tanto que voy a intentar cambiarlo por el mío – le dedicó un alegre e inocente gesto y prosiguió -Estoy orgulloso de tí, mi querido Akírazor.
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