ESPERAR LO JUSTO

El día de mi partida llovía intensamente. Los troncos húmedos de abedul ardían en el fuego llenando la cabaña de un humo oscuro que me irritaba los ojos y me hacía toser.

Fuera apenas amanecía. Cubrí mi cabeza con un viejo sombrero y me puse el gabán raído que colgaba de un gancho tras la puerta.

Cualquiera en su sano juicio hubiera dejado pasar el aguacero. Pero yo no podía esperar. Y Anika en donde estaba tampoco. Ya habían transcurrido tres días. Los alguaciles se habían presentado con las botas llenas de barro, exigiendo entrar en nuestra casa. Acusaban a mi esposa de robar una joya de su señoría la Duquesa.

Éramos pobres, no ladrones. Yo trabajaba unas tierras de arriendo. Anika servía como criada en la casa grande de los nobles.

Los dos hombres abrieron de par en par las alacenas. Los tarros de encurtidos y mermelada se estrellaron contra el suelo desgastado de la cocina. También el jarrón de flores de brezo y áster con las que Anika adornaba la mesa. Revolvieron sin miramientos las prendas de su ajuar guardadas entre saquitos de lavanda. Levantaron el colchón. Rompieron el espejo. Descolgaron la foto de nuestra boda. No había joyas que encontrar, pero consiguieron intimidarnos.

Se llevaron a rastras a mi esposa. Lo último que vi de ella fue el miedo angustioso de sus ojos.

Llamé a la puerta de la gran casa, pero no me recibieron. Pedí ayuda a mis vecinos. El miedo hizo que me ignoraran. Entonces vendí todo lo que tenía. También la vaca y el caballo. En la vieja mochila de caza guardé el dinero conseguido, el reloj de bolsillo que había sido de mi padre y algo de pan y queso. Cerré la puerta y eché a andar por el camino que lleva a la ciudad.

Los ricos siempre han sido caprichosos. Consiguen salirse con la suya. Si ellos dicen que algo es así, todos piensan que así debe ser. Pero yo no. Hay justicia. La justicia es para todos. Por eso hacia el mediodía ya había llegado ante las puertas de la Ley. Para que Anika y yo, que no robamos, recibiéramos justicia.

Ante la Ley había un guardián. Llegué hasta él y pedí ser admitido. Contestó que por el momento no me podía permitir la entrada.

Me quedé pensando ante la puerta abierta y pregunté de nuevo si podría entrar más tarde.

El guardián era grande, vestía un buen abrigo de pieles. Parecía un hombre poderoso. Seguramente dentro habría otros más poderosos que él.

—Es posible—me contestó— pero ahora no.

No había contado con semejantes dificultades. Decidí esperar hasta conseguir el permiso de entrada. Entonces el guardián me acercó un taburete. Arropado por mi esperanza me senté a aguardar al lado de la puerta el momento de ser recibido.

Miro el reloj de mi padre. Está anocheciendo. Confío en que muy pronto seré llamado. En asuntos como éste, se debería esperar solo lo justo.

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