Siempre hay un verano favorito. Y como consecuencia de ello también existe el verano maldito. A nadie le gusta hablar de estos últimos, y cuando lo hacen tienden a idealizarlos. En ocasiones, en septiembre, cuando la vida vuelve a su cauce rutinario, las conversaciones de oficina parecieran convertirse en competiciones sobre vivencias estivales. Y los seres humanos somos como somos, y lo de perder no forma parte de nuestro ADN.
Pero si en tus vacaciones has sufrido una experiencia, digamos peculiar, quizás nos atrevamos a participar en el torneo, ¿No?
Eso fue lo que pasó a mi. Pero no quiero hacéroslo demasiado largo ni desatar mi verborrea construyendo un relato fantasioso e ininteligible. Eso sería aburrido. A veces menos es más, ¿no dicen eso? Os lo cuento resumida y sencillamente.
Llegué a la playa junto con mi marido y mis dos hijos. Nos encontrábamos en la costa da morte. No voy a decir que era un paraíso, pero lo era.
El hotel correcto, la playa sensacional y el entorno de ensueño, al menos para alguien que procede de una urbe predominantemente gris.
Al día siguiente nos levantamos temprano e invadimos la primera línea de playa. Ni el sol ni el calor estaban todavía en su cenit, por lo que me dediqué a hacer castillos de arena con mi hija pequeña, mientras mi marido y mi hijo jugaban con las palas.
-Uf qué calor. —le dije a mi hija guiñándole un ojo. —Me voy a dar un baño. ¿Te vienes?
—No.
He de decir que la niña se encontraba en un periodo dónde prefería los monosílabos, y no le di importancia.
Me metí en el agua fresca y nadé hacia dentro sintiéndome plena. De repente el agua comenzó a rodearme, por arriba, por abajo y por los lados. Me dio un vuelco el corazón, pero no me asusté. Incomprensiblemente podía respirar. Me paré a observar moviendo los pies para mantenerme en posición vertical. Un mero muy simpático se acercó a saludarme. Movía la boca, pero no emitía sonido. Sólo burbujitas. Sé que era un mero porque los conozco de la pescadería. Luego un banco de sardinas hizo lo propio. Empecé a reírme y ¡venga! ¡más burbujitas!
Pensé que tenía que volver porque mi familia estaría preguntándose dónde me había metido, pero no sabía hacia dónde tenía que nadar. Un pulpo muy amable movió un tentáculo indicándome que le siguiera y así lo hice. Se despidió de mi agitando todas sus extremidades. Yo me puse de pie y caminé hacia nuestro campamento.
De vuelta a la rutina, sentada en el asiento del acompañante de nuestro coche, me sentía enfadada. No lograba acordarme de ningún detalle de mis vacaciones excepto el extraño paseo marino. Qué desperdicio. Mi marido puso su mano sobre mi rodilla y me dijo:
—Cariño, qué susto, y que mala suerte. A quien se le ocurre ahogarse el primer día de las vacaciones y pasar en coma el resto. Sólo tú haces esas cosas. Nos has amargado la diversión. Pero te perdonamos, ¿verdad chicos?
No acerté a contestar. Tampoco creáis que me alarmé demasiado. Sin decir nada me dediqué a rememorar a mi amigo el mero, y me prometí que nunca más cocinaría uno.
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