Tendría unos 15 o 16 años cuando lo conocí. Era la noche de Halloween y me encontraba sentado en algún andén con varios de mis amigos fumando yerba y tomando guaro. Estábamos en Santa Ana, un barrio de clase alta en el norte de Bogotá donde los adolescentes acostumbraban (o acostumbran, no lo sé) salir a pedir dulces. No teníamos intención alguna de pedir dulces, pero era allí donde estaba la gente, así que allí estábamos nosotros, parchando. Nunca me gustó la yerba, por lo cual solía beber más que mis amigos para compensar, así que ya estaba bastante ebrio cuando llegó. Merece la pena aclarar de antemano que “amigos” es un decir, a excepción de dos o tres, el resto eran simples conocidos. Yo era el menor del grupo, así que me llamaban Luchito, y aunque creo que nunca les caí particularmente bien a la mayoría, me dejaban juntarme con ellos y para mí eso era suficiente. Eran los malotes, los chirris, y eso es justo lo que yo quería ser en ese momento.

Llegó tarde, acompañado por Foca y Fierro, dos amigos del colegio, o del barrio, no estoy seguro. Se sentaron con nosotros y comenzaron a beber y a fumar. Tenía un buzo naranja que le quedaba enorme, un pantalón de sudadera entubado, unos tenis Adidas sucios y desgastados y una enorme expansión en su oreja izquierda. Me saludó, igual que a todos, de abrazo. Era delgado pero fuerte, un poco más alto que yo, con ojos claros, pelo crespo, una nariz grande y una gigantesca sonrisa. No era extremadamente guapo, pero estaba bien. Tenía algo. Tras tomar unos tragos sacó una pequeña bolsa de perico de su bolsillo. Estaba sentado al lado mío. Se olió un pase y luego otro, y me ofreció. Nunca en mi vida lo había hecho, no por no querer, de hecho siempre me había llamado la atención, simplemente porque nunca nadie me había ofrecido y siempre me había dado pena pedir. Acepté su oferta y olí, cómo él, dos pases. Uno por cada fosa nasal. Me sonrió y se fue a ofrecerle al resto. Era diferente a los demás. Era simpático, casi amoroso, pero al mismo tiempo, podía notarlo claramente, era un chirrete, pero no como el resto de nosotros, no, él era un auténtico chirrete.

Nuestro parche consistía de unos 11 o 12 manes y quizá 3 o 4 viejas. No siempre salíamos juntos pero sabíamos quienes pertenecíamos y quienes no. Nos gustaba salir de fiesta: embriagarnos, drogarnos, meternos en peleas y, ocasionalmente, robar. No éramos ñeros en realidad, teníamos dinero, unos más que otros, claro, pero todos nos bandeábamos. Estudiábamos en colegios relativamente buenos y vivíamos en barrios relativamente buenos, pero nos gustaba pretender que no. Nos gustaba pretender que éramos desechables, callejeros y bandidos, y así la pasábamos bien, pues hay que aceptarlo, existe algo curiosamente encantador en ser un malote. Sin embargo él tenía algo especial. Él en verdad era un tipo rudo, podía notarlo solo con su presencia. Por su porte, la forma como se movía y como hablaba. No era pobre, en absoluto, pero había vivido en la calle o en institutos la mayor parte de su adolescencia, y al chirrete siempre lo forja la calle.

Esa noche me embriagué, me drogué y me perdí de mi parche para encontrarme con otros amigos. La noche acabó como siempre. Conmigo borracho y solo, pues no deben olvidar que en ese entonces era Luchito, y ninguna vieja quiere estar con ningún –ito, así que llamé a mi viejo y le pedí que me recogiera (así de chirrete era). Pero antes de que llegara mi papá apareció él, Johnny, con su enorme sonrisa y sus hermosos ojos claros, enrojecidos de tanto fumar. Me abrazó de nuevo y me preguntó por mí, por mi noche y por mi vida. Le conté algunas cosas reales y me inventé otras, siempre mentía por aquel entonces para conservar mi imagen (la cual, ahora que lo pienso, a nadie impresionaba realmente). Me resultó evidente que poco le importaba lo que le estaba contando así que me callé. Me ofreció un cigarro y me contó un poco de él. Básicamente que era buen amigo de uno de mis mejores amigos, que le gustaba la fiesta y que andaba viviendo en la calle por aquel entonces. Sabía lo que esperaba, que lo invitara a pasar la noche en mi casa, y aunque en verdad no quería, eso fue precisamente lo que hice. Nunca he sabido decir que no.

Fue muy amable con mi viejo cuando nos recogió. Hablaron todo el camino mientras yo, borracho y cansado, los escuchaba en silencio. Llegamos a casa y nos acostamos a dormir, yo en mi cama y él en un colchón al lado.

Desperté a eso del medio día y vi que Johnny ya no estaba en el colchón. Escuché la ducha encendida así que la deducción fue fácil. Me dolía la cabeza y sentía nauseas. Me senté en la cama y me puse a pensar en qué decirle cuando saliera. Ahora que estaba sobrio la situación me resultaba bastante más incómoda. Salió entonces del baño completamente desnudo y me saludó, sonriente como siempre, mientras secaba su pelo. Estaba sorprendido, ¿quién coños sale desnudo del baño en la casa de un extraño? Johnny, al parecer. Mi sorpresa se convirtió en asombro rápidamente cuando, inconscientemente (o no), detallé su cuerpo desnudo. Tenía los abdominales perfectamente marcados, al igual que el pecho. Su piel era oscura y limpia, pero estaba recubierta por una infinidad de cicatrices que me causaron gran intriga. Sus piernas eran peludas y su verga inmensa. Lo saludé.

Quería que se fuera para poder pasar el guayabo solo y tranquilo, pero no sabía cómo decírselo, así que pensé en inventar que tenía una cita médica y debía irme pronto, pero no hizo falta. Se vistió rápidamente mientras me contaba cómo anoche había coronado con una vieja disfrazada de perra y de la mucha gracia que eso le causaba. Vaya ironía. Sonreí. Era inevitable hacerlo, el tipo era verdaderamente cómico y agradable. Una vez se había puesto todo excepto lo de arriba me dijo que partiría, pero antes, que por favor le regalara una camisa, que él me dejaría la que traía puesta pues llevaba ya mucho tiempo con ella. Le dije que cogiera la que quisiera. Le ofrecí algo de desayuno antes de partir pero me dijo que le diera una pola, que con eso estaría bien, así que lo hice. Lo acompañé a la puerta. Me abrazó, me dio las gracias y me dijo que esperaba verme pronto, que no tenía un número que darme para que lo contactara pero que de seguro volveríamos a coincidir en algún plan, y vaya si tenía razón. Entonces se fue. Me quedé parado viendo cómo se alejaba, fumando cigarro y tomando cerveza. Pensé en su vida y curiosamente sentí envidia ¿qué sería de su familia? Pensé en sus cicatrices ¿a caso lo habían apuñalado? Pensé en su verga…

No pasó mucho hasta que volvimos a vernos y rápidamente nos hicimos grandes amigos. En un principio era evidente que salía conmigo porque yo era el que más dinero tenía del parche. Podía gastar los planes, cargarlo en mi camioneta y dejarlo dormir en mi casa sin mayor problema. Y a decir verdad yo salía con él porque era el más malote del grupo, y eso le ayudaba a mi tan preciada imagen. Las cosas cambiaron cuando me echaron de mi colegio y entré a estudiar al suyo. Fue en ese momento que nos dimos cuenta cuán parecidos éramos en realidad y nos hicimos verdaderos amigos. Nos empezamos a querer de una manera auténtica. O eso creo.

En aquella época yo tenía novia, al igual que él, pero cada vez salíamos menos con ellas y más entre nosotros, y aunque en verdad las queríamos, éramos terriblemente infieles. Nos gustaba salir, embriagarnos, drogarnos y buscar viejas, y nos conformábamos literalmente con cualquiera. Comenzamos a vender drogas juntos y a robar de vez en cuando, pues sabíamos que más plata era igual a más fiesta y más fiesta a más viejas, y eso era lo único que nos importaba. Poco a poco empezamos a ser excluidos por el resto del grupo, pues éramos ya muy “densos”, muy “ratas” para ellos. Jamás me había sentido más orgulloso. Comenzamos a salir con otra gente, con gente más pesada, gente con más calle. Y fue así, entre chirris, entre alcohol, ácidos y drum n bass, que empezamos a vernos con otros ojos.

La primera vez que nos besamos, y todas las que le siguieron, estábamos drogados. Habíamos metido uno o dos ácidos cada uno en una fiesta en algún apartamento en el norte de la ciudad. No conocíamos a nadie en el lugar. Estábamos de colados, como siempre, y quien nos había entrado ya no estaba. Había muchas viejas, algunas hermosas y todas completamente ebrias, pero por alguna razón esa noche follar era lo último en nuestras mentes. Solo hablábamos y reíamos. Siempre que consumíamos ácidos reíamos sin parar. Hablábamos de lo poco interesantes que son las mujeres. De cómo a excepción de sexo, cariño y cuidado, no ofrecían absolutamente nada. Éramos abiertamente machistas y no nos importaba en absoluto. Fue entonces cuando él dijo, y lo recuerdo perfectamente a pesar de las drogas y el alcohol, que yo debí haber nacido mujer para poder ser su novia. Nos cagamos de la risa cuando lo dijo, pero ambos sabíamos que lo decía en serio. Decidimos irnos. Sin despedirnos de nadie y habiendo robado un par de celulares, salimos de allí. Anduvimos por la calle sin rumbo, por lo que ahora me parece una eternidad y, al final, sin nada extraordinario que condujera a ello, nos dimos un pico. Luego nos besamos.

Mi viejo nos recogió en la madrugada y lo dejamos en casa de su hermano. Esa noche hablamos por celular hasta el amanecer, en parte por los ácidos que te quitan el sueño, en parte también, quizá, por la felicidad de habernos encontrado y por las ansias de nuestro porvenir…

Desde ese día cada vez que nos drogábamos nos besábamos. No entendíamos exactamente por qué lo hacíamos, siempre que pasaba resultaba incómodo, inexplicable de cierta forma, pero se sentía bien. Lo hacíamos siempre a escondidas y nunca iba más allá de los besos. Sabíamos que físicamente no había ningún tipo de atracción. Si bien cada uno aceptaba la belleza del otro, la atracción sexual nunca estuvo presente. Era algo más, algo diferente. Simplemente nos entendíamos y supongo que estábamos emocional e intelectualmente enamorados. Lo que hubiéramos dado para que alguno de los dos fuera mujer. Cuánto sentido cobró su chiste con el tiempo. Sin embargo, creo que era precisamente eso lo que nos atraía, que los dos éramos Hombres, hombres en todo el sentido de la palabra, con H mayúscula. Machistas, violentos, futboleros, borrachos, desarreglados, orgullosos. Varones. Varones maricas, pensarán muchos. Pero bueno, así eran las cosas y fueron así por varios meses, y en medio del constante degenere, nuestro pequeño romance nos mantuvo felices. Entonces las cosas comenzaron a cambiar.

Era una noche de fin de semana como cualquier otra. Estábamos, como siempre, de colados en la fiesta de alguna persona que no conocíamos. Bebíamos cerveza junto con otro amigo y unas viejas que conocimos esa noche. La estábamos pasando bastante bien. Reíamos, coqueteábamos, manoseábamos. Pero pasó entonces lo que pasa siempre, los tragos llegaron, la música pasó de electrónica a reggaetón y las parejas de baile se empezaron a formar. Puta vida, otra vez lo mismo. Como ya han de suponer eso del baile no se me da con facilidad, así que mientras todos se fueron a la pista, allí quedé yo, solo, bebiendo y fumando, otra vez. Por eso era el que estaba siempre borracho. La cura para el alcoholismo es saber bailar, pensé, no hay duda de ello.

No pasó mucho tiempo para que Johnny se percatara de mi situación y viniera a hacerme compañía. Le agradecí el gesto pero le dije que siguiera bailando, que yo partiría. Entonces me hizo una contra oferta: robarnos un par de celulares y salir de allí a buscar perico. Me pareció perfecto. Sonreí y le di un beso. Cogimos dos celulares mientras seguimos bebiendo y, antes de partir, se nos ocurrió la brillante idea de robarnos el parlante. Yo lo botaría por la ventana y al salir lo cogeríamos. La primera parte del plan, lanzar el parlante por la ventana, fue un éxito. Sin embargo, la segunda no tanto. Nuestros estúpidos y alterados cerebros no pensaron que al desconectar el parlante iba a parar la música y que todo el mundo se daría cuenta. Se nos había ido a la mierda el plan y ahora de seguro nos descubrirían.

Si bien nadie me vio cogiendo el aparato, fuimos los primeros sospechosos, pues además de que nadie nos conocía en la fiesta, sí que nos conocían por nombre, y vaya famita la que teníamos. Johnny mantuvo la calma, dijo que él ayudaría a encontrar al ladrón y el parlante, y la gente parecía creerle. Era extremadamente carismático y convincente. Yo, en cambio, emanaba culpa. Las manos me sudaban y las piernas me temblaban. Si nos descubrían estaríamos jodidos. Eran más de 30 personas, además del celador y algunos vecinos que vinieron a ver qué pasaba. Fue cuando el portero le puso candado a la puerta que daba a la calle que perdí el control. No dejarían salir a nadie hasta que apareciera el culpable. Sabía que nos iban a coger y no podía aceptarlo. La puta madre si tenía que decirle a mis viejos que me sacaran del CAI otra vez. Así que miré a Johnny y asentí con la cabeza. Comenzamos a lanzar puños a diestra y siniestra. Éramos los dos contra el mundo, solo Dios sabe dónde estaba nuestro otro “amigo” en ese momento, pero daba igual, estábamos ganando. Me di cuenta que esos chinos, así fueran 100, no tenían ningún chance contra nosotros Eran unos debiluchos, unos perdedores, unos don nadie. Nosotros éramos los tipos rudos y ellos lo sabían tanto como nosotros. Había reventado a unos 3 o 4 cuando apareció una señora con un bate. Ahí las cosas cambiaron. Me pegó un batazo en la cabeza y caí al suelo. Todo se vuelve borroso a partir de ahí. Recuerdo los gritos, la sangre, los golpes. Era caos absoluto. Johnny me tomó de un brazo y casi arrastrándome, mientras golpeaba a todo aquel que se atravesara, me llevó a la salida. Allí estaba el portero, parado frente a la puerta. Mientras luchábamos por la llave la multitud se nos vino encima. Nos golpearon, nos patearon, nos dieron batazos, inclusive, alguna loca hija de puta nos echó gas pimienta, pero logramos salir. Hinchados, cortados, ensangrentados y con los ojos ardiendo por el gas, pero libres, corrimos lo más rápido que pudimos.

Cuando estábamos ya a unas 6 o 7 cuadras del lugar paramos y nos miramos. Nos habían quitado todo. No teníamos nuestras billeteras ni nuestros sacos. Yo no tenía mi cadena de plata y él no tenía su celular. Sin embargo habíamos logrado conservar uno de los celulares que nos habíamos robado. Nos cagamos de la risa. Robamos un celular de unos 80 mil pesos pero perdimos el equivalente a unos 800 mil haciéndolo. Pedimos leche en una casa cualquiera para lavarnos las caras que nos estaban matando por el gas pimienta y caminamos a casa de Johnny, quien hacía unos meses que estaba viviendo de nuevo con su mamá. Decidí que esa noche dormiría allí. No podía llegar a mi casa en esa condición. Tenía que arreglarme y pensar en una excusa antes.

En el camino cambiamos el celular que robamos por dos bolsas de perico. Cuando llegamos su madre ya estaba dormida. Nos quitamos los pantalones y las camisas, nos acostamos los dos en su cama y hablamos de lo que había pasado. Vaya si éramos pesados. Sí, perdimos todo, pero nos dimos en la jeta con más de 10 tipos y salimos victoriosos. Nos sentíamos orgullosos. Yo estaba rendido y adolorido y quería dormir, así que guardé mi bolsa de perico para otro día, pero Johnny no. Él se sentó a olerse el suyo. Me pidió que le diera un beso. Se lo di y quedé profundo.

Me despertó a las pocas horas sacudiéndome ¡Luchito, Luchito, necesito que me ayudes! (Sí, nos tuteábamos). Me levanté, aún un poco borracho y le pregunté qué pasaba. Estaba desnudo. Me dijo que había llamado a una ex novia y se la quería comer. Le dije que todo bien, que yo podía dormir en la sala. Me dijo que no, que ese no era el problema, que él se la comería en la sala pero que no se le paraba y no tenía pastillas, que necesitaba que yo se la chupara. Lo miré confundido. Pensé que me estaba jodiendo, pero no, lo decía en serio. Así que… simplemente lo hice. Se lo chupé solo por unos segundos y sentí cómo su verga crecía en mi boca. Cuando supuse que ya estaba lo suficientemente duro, paré. Me dio las gracias y salió corriendo del cuarto. Pensé en lo que había acabado de hacer. No me excitó, para nada, pero tampoco me molestó. Me sentí bien de haber podido ayudarlo, de hecho. Lo único que me resultó extraño es que su ex novia bien habría podido haber hecho lo mismo. Pero bueno, qué más da. Miré mi celular. Eran las 4 am. Tenía 16 llamadas perdidas de mis viejos. Dejé el celular en el suelo y me tumbé en la cama. Pensé en nosotros, en él y yo, mientras el celular vibraba a mi lado.

Pocos meses después de esa noche, durante los cuales seguimos inseparables, Johnny y yo logramos, para sorpresa nuestra y de muchos, graduarnos del bachillerato. Y fue ahí que tuvimos que alejarnos. Yo me fui de intercambio a Londres por 6 meses, mientras que él comenzó inmediatamente la universidad en Bogotá. Nos mantuvimos en contacto los primeros meses, luego, poco a poco, comenzamos a distanciarnos. El tiempo que estuve en Inglaterra me hizo cuestionarlo todo. La distancia me dio cierta perspectiva. Todos los días recordaba aquella noche: ¿Por qué yo en vez de su ex novia? No lograba entenderlo.

Como era de esperarse el viaje fue un absoluto desastre. Si bien el objetivo, en teoría, era aprobar con buen puntaje un curso de inglés avanzado que me facilitaría ingresar a una buena universidad en Colombia, ni siquiera conseguí el diploma, pues no cumplí con las horas de asistencia requeridas. Lo único que hice, y a decir verdad la razón por la cual acepté hacer el intercambio en primer lugar, fue beber, beber y beber, sin que nadie me jodiera. Y entre tanto beber, pasó algo que dio inicio al final de nuestra historia.

Conocí a un man, un profesor de inglés en la escuela. Era abiertamente gay, pero no era una loca, es más, era bastante masculino. Era simpático y muy divertido. Nos hicimos buenos amigos y comenzamos a salir de fiesta constantemente. Era obvio que estaba tragado de mí, y no se esforzaba en absoluto por ocultarlo, pero a mí eso me daba igual, es más, me subía el ego, y yo sabía que no pasaría nada, que lo mío eran las mujeres, las mujeres y Johnny. Y a falta de uno, había mucho de lo otro, así que estaría bien. Vaya si estaba equivocado.

La noche de año nuevo me invitó a una fiesta en casa de uno de sus amigos. Allí conocí a una hermosa chica española llamada Marta, a la cual comencé a trabajar apenas la vi. No conseguí absolutamente nada, así que tras varias horas de inútil coqueteo decidí embriagarme y esperar a que terminara la noche. Amanecí al día siguiente, el primero de enero del 2014, desnudo en cama de mi profesor. No recordaba nada y me dolía terriblemente la cabeza. Y allí estaba él, abrazándome y mirándome con ternura, desnudo y sonriente. Incómodo, le devolví la sonrisa. Le pedí un cigarrillo y un vaso de agua y me fui.

Caminando hacia mi residencia traté de recordar qué había pasado, pero me resultó imposible. Por lo menos no me dolía el culo, en el peor de los casos fui yo quien se lo había comido a él. Me causó gracia mi consuelo. Esa tarde encontré unas fotos en mi celular de él chupándome la verga y más adelante otras de yo chupándosela a él. Hasta donde sé no fue más allá de eso ¿A caso era marica? Solo con Johnny estaba bien, nuestra relación tenía, pensaba yo, una razón de ser mucho más trascendental y espiritual, pero esto era otra cosa. Este tipo no me atraía de ninguna forma, ni física, ni intelectual, ni emocionalmente y aún así nos habíamos acostado, como tantas veces lo había hecho con alguna mujer. Como si nada. Estaba confundido. No tenía ningún problema con la idea de ser gay, pero en mi interior sabía que no lo era. Ningún hombre me atraía sexualmente, y estando sobrio jamás había considerado siquiera besar a alguno. Era cosa de las drogas y el alcohol, eso estaba claro, pero en ese momento, y por primera vez, esa excusa no me bastó. Supe ese mismo día que tenía que parar, que tanto el profesor como Johnny debían salir de mi vida. Necesitaba organizarme y descubrir quién era yo en realidad. Esta epifanía no fue producto únicamente de esa noche, para nada. Los meses anteriores en su totalidad fueron un constante aviso de que algo no andaba bien. La depresión, la pérdida del sueño, un par de sobredosis y la imposibilidad de estar tranquilo sin beber alcohol jugaron una parte en ello. Todo esto se fue acumulando día tras día, semana tras semana, mes tras mes, y este suceso simplemente fue la gota que rebasó el vaso. Estaba hecho mierda y llevaba así ya más de 3 años, por lo menos.

Salí a beber una cerveza, que pensé bien podría ser la última en un largo tiempo, y lloré recordando el día en que lo conocí.

Al poco tiempo regresé a Colombia. Les conté a mis viejos que las cosas no andaban bien y que necesitaba ayuda. Empecé inmediatamente con terapias, tanto con psicólogo como con psiquiatra. Comencé a estudiar economía en la universidad de Los Andes y conseguí un nuevo grupo de amigos. Dejé de tomar y de consumir drogas y olvidé por completo a Johnny. Intentó contactarme varias veces pero nunca le respondí. Lo extrañaba y pensaba en él constantemente, pero los medicamentos y las sesiones semanales me ayudaban a estar tranquilo y mantenerme firme en mi propósito, hasta el día de su cumpleaños. Me invitó por medio de un mensaje de texto y me fue imposible decirle que no. Iba a ir, a felicitarlo y decirle lo mucho que lo quería pero que ya no podíamos seguir viéndonos, e irme, o por lo menos eso era lo que tenía planeado, pero las cosas no se dieron así. En mi interior creo que ya lo sabía. La fiesta fue en la casa de su primo. Fue allí donde después de más de un año nos volvimos a encontrar.

Le di un fuerte abrazo cuando lo vi. Me preguntó por mi viaje y por qué había desaparecido tras mi regreso. Le conté todo, cada detalle de lo que había pasado y lo que había decidido. Se rió y me dijo que se alegraba por mí, luego se fue a hablar con los demás. Quedé sorprendido. ¿Eso era todo?, pensé. Sentí rabia y tristeza y, después de una eternidad, me tomé un trago. Luego otro y otro y otro y otro y otro más. Luego uno más. Fui a buscarlo. Ya estaba ebrio y me ofreció perico. Lo recibí. Lo llevé a la cocina y le di un beso. No sentí nada. Luego él me dio uno. Nada. Nos reímos y seguimos tomando. Esa fue la última vez que lo vi.

Murió de una sobredosis unos meses después. En las exequias me encontré con todos mis viejos amigos. Recordé que solían llamarme Luchito. Me contaron que sus últimos días los pasó en la calle; ya nadie quería hacerse cargo de él. No lloré. Hasta el día de hoy no he derramado una sola lágrima por él. Me despedí y, mientras todos los demás bebían y se drogaban acompañando el ataúd al cementerio, me fui a mi casa. En el camino me topé con un pequeño local de tatuajes y gasté la poca plata que tenía en un pequeño tatuaje de su nombre. Esa noche me embriagué y la tinta se corrió, lo cual me pareció de lo más apropiado. Ahora siempre que veo su tatuaje pienso en él, y sonrió por saber que fue el último hombre al que besé, por lo menos hasta ahora.

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