Palidez y dicha

Era pálida, las oquedades en su rostro yacían sombrías por la dicha que repetidamente le arrebataba el sueño. Su piel, joven y llena de manchas por la inclemencia de los hechos recientes, no podía ocultar la fatiga que la consumía. A sus cortas 26 primaveras, ya su cuerpo no le pertenecía, ni su tiempo, ni su sueño.

Pero aunque su piel palidecía, estaba envuelta en esperanzas. Aunque no dormía, estaba llena de sueños. Ahí, parada, meciéndose de un lado a otro con ese movimiento reflejo, esperaba, pálida y ensueñada, con la mirada perdida en la fila del supermercado.

Ella estaba calmada, pero solo hacía falta verla para saber que pasaba sus días acompañada. Claramente debía cuidar a su frágil compañía con todas sus fuerzas, debido a una incertidumbre recurrente. ¿Qué podría arrebatarle de sus manos a aquella compañía?

Era evidente que se estaba enloqueciendo. Ahí, en la fila, meciendo el carrito de la compra, su mente giraba entre la realidad y los pensamientos que la atormentaban. Y de repente, en un pasillo del supermercado, se escucha el llanto de un bebé. Sus ojos se abren como pompones florecientes, sus sentidos se agudizan y por un momento se pone rígida, espectante. Luego respira y dice: “Cierto, está con su padre”.

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