1° de mayo.
Todas las noches, antes de pedir, al padre celestial, la bendición del sueño con una corta oración, es un asunto muy importante, es un asunto de vida o muerte -y no lo digo con ironía sino con santo regocijo- descalzarse y acomodar bien las zapatillas debajo de la cama. Ellas, las zapatillas, deben estar juntas, tocándose por el borde interno de la suela, con los cordones desatados y la lengua afuera, y bien derechas. Tan derechas como cuando uno está en el patio asfaltado de la escuela, esperando que un compañero termine de izar la bandera color del cielo y, entre las filas de los grados sucesivos, para que mantengamos los pies firmes y no los movamos por nada del mundo, pasa un amenazante preceptor con un puntero de madera.
Pero esto es solo una comparación, una didáctica figura literaria ya que, para acomodar bien las zapatillas, es también esencial diferenciarlas de los pies; las zapatillas, sobre todo cuando se calzan, llevan las medias y los pies adentro, como ratoncitos en la madriguera. Por el contrario, los pies llevan las medias afuera, como una segunda piel portátil o desmontable.
Esta es la diferencia más llamativa, notable, sin contar la del autor, en el caso del pie Dios y en el de las zapatillas un obrero fabril, la materia prima, como dice el Génesis: en el caso del pie barro y en el de las zapatillas tela, hilo, cuero, goma y la relación jerárquica, es decir, la subordinación incondicional de las zapatillas a los pies que, aunque permanezcan escondidos entre las sombras, siempre son los que mandan, los que dirigen la batuta salvo cuando, a la hora de dormir, es decir, a las diez de la noche (aunque bueno, por ciertas cosas de la vida uno a veces se demora) trasladan a las manos su autoridad para que ellas, siguiendo las precisas indicaciones de la progenitora, primero las descalcen (fijándose bien que los cordones queden desatados y abiertos) y luego las acomoden debajo de la cama, que es justamente de lo que estoy hablando.
¿Por qué debajo de la cama? -se preguntarán- ¿Por qué allí y no, como ocurre en mi caso, en cualquier otra maderita rectangular del coqueto piso de parquet de mi cuarto que -ya que estamos aprovecho para comentar- desde hace unos días no comparto más con mi hermano menor y tengo para mí solo?
Muy simple, porque si no, en un descuido involuntario pero fatídico, una visita imprevista las podría patear (hasta la puerta, hasta la silla, hasta debajo del ropero) desacomodando así su unión simétrica por los bordes internos y, lo que es peor, tumbando las medias previamente enrolladas (de una forma que en breve voy a explicar) e introducidas en ellas.
¿Cuánto hay que meter las zapatillas debajo de la cama? ¿A qué distancia de las sábanas que, cuando uno está acostado, caen por el borde perimetral del mueble?
Como se imaginarán, este es un problema más difícil, para recordar el arma defensiva preferida de las flores: espinoso. En principio respondería veinte centímetros, ni más ni menos pero claro, cada vez que se acuesta, uno no puede buscar en la mochila la cartuchera, sacar el lápiz y la regla de plástico y, como si estuviera en una clase de geometría, ponerse a marcar y medir y, si bien ya lo sé, para estas cosas es fundamental tenerlo en cuenta, en la cabeza hay una vocecita que dice “¡a ojo! ¡a ojo!” en la práctica (y yo si algo tengo es horas y horas de práctica) no resulta tan sencillo porque, aparte de rara vez encontrarse iluminado, al piso que está debajo de la cama se accede con dificultad, con mucho trabajo, de manera similar (y no sé por qué voy a usar esta metáfora si yo no tengo auto, ni siquiera bicicleta) igual que a las apretadas cocheras subterráneas de los shopping y centros comerciales, es decir, moviéndose despacito hacia adelante y hacia atrás, un centímetro para adelante y otro centímetro para atrás, hasta que uno encuentra el lugar justo y apaga las luces y el motor.
¿Pero bueno? -se preguntarán por último- Después de todo ¿Cuál es el problema de dejar las zapatillas (en mi caso, unas topper blancas de lona con puntera de goma negra) demasiado debajo de la cama o demasiado cerca del borde?
Esta es una cuestión que, a diferencia de la anterior, no resulta ni muy sencilla ni muy complicada y por eso, mientras aprovecho para descansar un poco el coco, me gustaría mucho poder responder. Básicamente, si uno se pasa con el arrastre a tientas, hasta explorar con ellas las profundidades del mueble, se puede introducir un insecto, por ejemplo una araña patona (como prueban las telas pegoteadas sin querer en los desplazamientos más osados de la suela) y si uno las deja afuera, a la intemperie para volver con la metáfora de la cochera comercial, la progenitora en sus rondas nocturnas para ver cómo está todo o uno mismo (en mi caso, en alguna de las sesenta o setenta veces que me levanto cada noche para ir al baño y lavarme las manos) las puede desacomodar con el pie.
2 de mayo.
Hoy, en este diario íntimo, en este registro confesional que inicié un día después de mi conversión al evangelismo y está por cumplir un año, quería tocar un tema atípico, secular, divertido, aunque no por eso menos trascendente o importante que los intrincados problemas bíblicos y de teología especulativa que me estuvieron ocupando y preocupando los últimos meses y que, más que seguro, lo seguirán haciendo en un futuro cercano.
¿Por qué? ¿Cuál es el motivo para cambiar así de tema? Que se viene un gran evento, un evento para alquilar balcones, un evento que, aparte de realizarse solo cada cuatro años y convocar participantes de los cuatro hemisferios del globo terráqueo, como decían los viejos relatores de fútbol, tiene la virtud de paralizar los corazones: el Mundial de México 86, el torneo que, después de unas interminables y peliagudas eliminatorias, reúne a las dieciséis mejores selecciones del deporte más lindo del mundo.
Esta mañana -y a esto quería llegar- aunque faltan todavía cinco semanas para el debut con Corea del Sur y ninguno de los otros seleccionados lo hizo, Argentina arribó al DF para iniciar la fase final de su preparación para la competencia y yo, atento y vigilante como Batman (mi superhéroe preferido) en relación con todo lo que tenga que ver con ella, pude ver el momento exacto en el que los jugadores, con bolsos de mano ADIDAS, con valijas rodantes de cuero, con vísceras y gorritos con los colores de la patria, con walkman de inmensos auriculares, con modernas máquinas de fotos semi-automáticas, pero, sobre todo, con la expresión iluminada por la ilusión deportiva como un arbolito de navidad, descendían la escalera móvil del Boeing 767 que los transportó.
No les miento si les digo que, para mí, fue un momento épico, no estoy exagerando si afirmo que saqué de la escena una foto mental imborrable: Ahí estaban Bochini, Almirón, Borghi, Enrique, Cuciuffo, Brown, Olarticoechea, Burruchaga, Tapia. Ruggeri, Pasculi.
Sin perder un segundo, con los seis o siete periodistas que enredaban sus cables y chocaban sus micrófonos en la pista del aeropuerto internacional, se improvisó una conferencia de prensa; en ella, mientras el resto de los jugadores y el cuerpo técnico saludaban al pasar con la mano y se subían a un minibús pintado también de celeste y blanco, hablaron solamente Maradona y Bilardo.
Maradona, a la altura de las circunstancias, de su reciente nombramiento como capitán del equipo, estuvo bien, muy bien a decir verdad. Antes de responder las preguntas preparadas por los reporteros, despejó la mayor preocupación de sus compatriotas. Tal como se había difundido en los medios de comunicación, en la escala programada del vuelo en Lima -y casi como una cruel metáfora de las eliminatorias sudamericanas, con aquella derrota uno a cero con Perú que puso en vilo la clasificación- una tormenta eléctrica había provocado turbulencias y desperfectos eléctricos en el avión.
De todos modos, y esto era lo más importante, solo se habían padecido daños menores -roturas de copas y botellas, caídas de bolsos, raspones y torceduras- y quería llevar tranquilidad a las familias de sus compañeros.
La tragedia evitada por un pelo dio pie para realizar una breve alusión a la tragedia de la ciudad cuyo suelo agrietado estaban pisando, con cientos de miles de familias que, entre los escombros de casas, calles, puentes, monumentos, edificios, centros comerciales, todavía buscaban cuerpos y recuerdos enterrados por el terremoto de seis meses atrás.
Con el corazón en la mano, quería aprovechar la ocasión para estrechar, en un sentido abrazo, al sufrido y valiente pueblo de México, pueblo que consideraba un pueblo hermano. Dios sabía que, sin olvidar el dolor, la impotencia, el absurdo, incluso la indignación sentida, lo único que esperaba era que la competencia deportiva pudiera traer una gota de alivio y distracción.
Por último -y seguramente para cambiar el tono de las declaraciones, que se estaban tornando un tanto lúgubres, deprimentes- prometió a los argentinos lo que todos queríamos escuchar, lo que todos esperábamos: por segunda vez en la historia, ganar el mundial de fútbol y, desde el balcón de la Casa Rosada, delante del pueblo reunido y embanderado en la Plaza de Mayo, levantar la Copa de Oro.
Conforme a su conocido y repudiado estilo: frío, cerebral, calculador, académico, casi alemán, las declaraciones de Bilardo fueron mucho más aburridas y, si no fuera porque me había levantado dos horas antes de lo habitual y estado también un buen rato moviendo la antena de aire clavada en una papa, hubiera cambiado de canal y puesto otra cosa, tal vez unos buenos dibujos animados.
Apenas tomo la palabra, con inútil minuciosidad, se puso a explicar el plan de trabajo que, los veinticuatro jugadores del plantel, seguirían las próximas semanas; un plan que, por un lado, implicaba un trabajo físico, sobre todo aeróbico, para adaptar el cuerpo de los futbolistas al rigor de la altura: caminatas de reconocimiento, ejercicios de respiración, sobrecargas específicas en el gimnasio, trotes cortos pero frecuentes y, por otro lado, un trabajo táctico, con charlas frente al pizarrón para incorporar esquemas y estrategias de juego y análisis con la videocasetera de partidos y jugadores rivales.
Después de esto, y con la misma manera seria, pausada, exasperante de hablar, se puso a detallar otros aspectos de la preparación: la dieta, personalizada, elaborada por un reconocido nutricionista cordobés; los trabajos con pelota; los partidos amistosos, por el momento tres; las jugadas preparadas (una de las especialidades del entrenador, gracias a las que ganó dos Campeonatos de primera y una Libertadores con Estudiantes de la Plata) hasta que uno de los periodistas presentes, con un tono todavía conciliador, lo interrumpió para preguntarle si, más allá de todo lo que él estaba contando, en el estado anímico de los jugadores -y esto repercutir en la cancha- no podía resultar contraproducente estar más de nueve semanas alejados de los amigos y afectos familiares.
La crítica camuflada en el comentario no pareció sorprender al entrenador, quien, desde que asumió el cargo (por decisión de Julio Grondona pero sin el apoyo de otros dirigentes) tiene una muy mala relación con el periodismo deportivo y está acostumbrado a que -para utilizar la brutal jerga de los comunicadores- le vengan con los tapones de punta en cada entrevista. Por eso, evitando el irreversible arrebato, respondió que comprendía el inmenso sacrificio afectivo que suponía la lejanía geográfica nombrada pero que, como él lo entendía, el mundial de fútbol era una oportunidad única en la vida, el sueño de todo futbolista y, como tal, merecía un sacrificio proporcional. En otras palabras, y con los ojos cerrados porque por eso lo había elegido después de haberlo estado evaluando durante cuatro años, confiaba en el profesionalismo del plantel.
Aunque hubiera sido lo mejor -y yo ya estaba, literalmente, rezando de rodillas para que así ocurriera- la cosa no terminó ahí. Elevando el tono y apartando de un hombrazo el micrófono de otro periodista, el ojeroso comunicador preguntó por qué si era como él decía, y el aislamiento prolongado no era tan contraproducente para el estado anímico de los jugadores, el resto de los seleccionados habían decidido arribar a México apenas una semana y media o dos antes del inicio de la competencia.
La agudeza y la fuerza moral del argumento era irrebatible, el ejemplo modélico, arquetípico de los otros países siempre es considerado en el nuestro sino la única, la razón fundamental para -por más insignificante que sea- tomar cualquier decisión y por eso, cuando se lo invoca de una manera tan categórica, tan indiscutible, suele dejar al rival en una posición desventajosa, casi que con la boca cerrada cosa que, hay que admitir también, esta vez no ocurrió: por primera vez, levantando la mirada del negro capuchón de goma espuma puesto delante en dirección al cráneo ovoide y pelado de su interlocutor (un periodista de Clarín muy conocido llamado Lucio Garpani) Bilardo respondió que, por sus investigaciones en el campo de la medicina deportiva, sabía muy bien que un deportista de alta competencia necesitaba al menos cuarenta días para comenzar a adaptar su cuerpo al rigor de alturas como las del D.F. -alturas superiores a los dos mil quinientos metros- y no hubiera tomado la decisión de llegar con tanto tiempo de antelación si no la considerara imprescindible para el objetivo propuesto.
¡Mirá vos! ¡Qué me contursi! como dicen los tanos. Más que asombro sentí orgullo por nuestro D.T., cuyos conocimientos excedían el campo del balón pie para alcanzar áreas muy específicas de la medicina como la medicina deportiva, área que, la verdad, no sabía que existía.
Por desgracia, el holístico saber del doctor Bilardo no le hizo mella al periodista. Todo lo contrario, avivó las brasas de su orgullo profesional: ya visiblemente molesto, para no dar el brazo a torcer y seguir sosteniendo su postura extranjerizante, preguntó si eso lo decía porque había recibido una especie de oráculo, de epifanía divina y consideraba que estaba mejor informado que los preparadores físicos de los otros seleccionados, que también habían estudiado el asunto pero iban a llegar a México con la mitad de antelación
Ay, ay, ay -lamenté- ¡qué cosa! siempre lo mismo con estos tipos que deberían dar el ejemplo, no aprenden más, ahora sí se pudrió todo.
En efecto, como si fuera un rojo y pesado telón corredizo que pasara la discusión a otro plano, a otro nivel, luego del último comentario -innecesariamente agresivo- entre los periodistas de alrededor se levantó un murmullo leve pero malicioso, cizañero, fatídico, en definitiva, un murmullo orquestado por el diablo pero que Carlos Salvador, haciendo honor a su segundo nombre, supo cortar a tiempo al afirmar que, en su opinión, cada uno debía confiar en sus propios criterios profesionales porque, después de todo, solo había que esperar hasta el final de la competencia (dos meses) para saber quién tenía razón.
Yo, por supuesto, no sé nada de medicina deportiva y por eso estoy lejos de poder evaluar con argumentos empíricos y científicos convincentes cómo afecta la altura en el rendimiento de alta competencia, pero en esto estoy con el Doctor Bilardo: está bueno que los argentinos, al menos una vez en la historia de nuestra nación y por algo tan baladí como una competencia deportiva, pensemos las cosas por nosotros mismos y no sigamos copiando, en todo y al pie de la letra, a los europeos y a los países del primer mundo.
3 de mayo.
Hoy la selección argentina, en el Predio de Alto Rendimiento Mariano Azuela -desde hace un año, lugar elegido para la concentración- y bajo la docta y rigurosa mirada de Carlos Bilardo y el profesor Madero, realizó su primer entrenamiento oficial: una larga sesión de estiramiento muscular y un trote liviano alrededor de una de las cuatro canchas de dimensiones profesionales, todo acompañado por una espesa niebla matutina, una bruma gris y fantasmagórica que, como si fueran las imágenes difusas y fragmentarias de un sueño nocturno, confundía los pelos, las frentes, los brazos, los torsos, las espaldas y las piernas transpiradas.
Luego los jugadores, como en el plan de trabajo está estipulado una vez a la semana, tuvieron la tarde libre y la mayoría la aprovechó para conocer la ciudad, sobre todo, para dejarse hechizar por las curiosidades del mercado de Sonora, con sus consultorios de tarot, curanderos y chamanes y sus puestos de artesanías autóctonas, antigüedades, hierbas medicinales, incluso animales exóticos como iguanas negras y serpientes ratoneras. Solo Maradona y Pasarella, gracias a la estoica bondad de los muñecos de madera de una barrera móvil, se quedaron pateándole tiros libres a Zelada, el pobre arquero suplente que, como juega en la liga de Méjico y ya conoce el mercado y la ciudad, también se quedó y volaba de un poste al otro sin acertar ningún manotazo.
A veces me pregunto si, cuando envejezca, mis recuerdos del Mundial de México serán tan grises y brumosos como, por la mala señal de la antena de aire, eran grises y brumosas las imágenes del noticiero del trece que vi esta mañana; me imagino entonces un típico cuarentón: pelado, ojeroso, panzón, con la frente surcada por arrugas irreversibles, con las manos cuarteadas por el transcurso irremediable del tiempo pero tratando de recordar lo que sentí en los mejores momentos de la competencia: por ejemplo, cuando la tribuna explotaba en un solo grito y un millón de papelitos por la salida de los jugadores; o cuando escuchaba la interpretación del himno y, desde el living de casa, la acompañaba de pie y con una mano en el pecho; o cuando el árbitro soplaba el pitazo inicial y tenían lugar las intervenciones de mis jugadores preferidos: las barridas del Tata Brown (como leí ayer en una nota de “Solo fútbol”, el último tiempista) los electrizantes desbordes por la raya de Jorge Almirón, los cabezazos de pique al suelo de Valdano, los pases-gol de Bochini.
Hablando de eso: ¿Integrará Ricardo Bochini el equipo titular? Según los periodistas de “El Gráfico”, por lejos los más serios, si el equipo juega con un solo delantero de área -como se especula pero todavía no está confirmado- es muy probable que sí, e incluso que juegue en la posición de enganche clásico (la que más le gusta y en la que más rinde: en ella ganó cuatro Copas Libertadores y dos Intercontinentales).
Aunque me tilden de delirante o cabeza dura, tengo que decirlo. Todo el mundo se llena la boca hablando de Maradona (y por supuesto lo entiendo, está muy bien) pero mi ídolo máximo es el Bocha, sigue siendo el Bocha. Maradona, nadie lo discute, es un verdadero virtuoso con la redonda, aprovechando su chanfle endiablado puede meter un tiro libre desde un ángulo imposible, puede pisarla en una baldosa y dejar pagando a dos rivales, puede tirar un caño inesperado o una rabona preciosa, puede sacarse de encima cuatro defensores y picarla por arriba del arquero, pero el Bocha es puro talento y hay que distinguir bien al talentoso del que es solo virtuoso. En general, hay que distinguir el talento del virtuosismo.
El virtuosismo (y esto se aplica a todas las actividades humanas, como por ejemplo las artísticas) tiene que ver con la voluntad, con la constancia, con la disciplina y, más que nada, con lo que uno practicó desde sus primeros años y se fue forjando en su alma con el sudor de la frente. Pero el talento es otra cosa, nace de la naturaleza y se relaciona con la tierra, con el instinto, con la inocencia y hay que reconocer que, en el aspecto futbolístico, Ricardo Bochini es lo más puro que tenemos los argentinos, representa mejor que nadie el ADN de las pampas, del criollo, la esencia de un jugador que, si bien no llama tanto la atención como el brasilero (evita tirar tantos firuletes y lujos improductivos) es vivo, inteligente, práctico. Aparte, tiene también ciertos gestos técnicos propios como llevar la pelota cortita y al pie (como si la tuviera atada con una boleadora) gambetear para adelante, tirar paredes a máxima velocidad, ser mañero para la marca, en pocas palabras, el jugador argentino tiene una belleza sencilla pero auténtica; y eso ninguna superpotencia futbolística del primer mundo, como el robotizado equipo alemán o el inglés, que, durante los noventa minutos, no hace otra cosa que tirar centros y pelotazos a sus lungos delanteros de área, lo puede adquirir a ningún precio.
4 de mayo.
Debe ser porque es el primero que puedo disfrutar con el pleno uso de mis facultades mentales, que estoy tan entusiasmado con el Mundial de México. Del Mundial de España en el ochenta y dos, por más que lo intento, con la memoria, volviendo una y otra vez a mis años en Buenos Aires (en esa época vivía en la Capital porque mi padre biológico todavía estaba vivo y había conseguido trabajo de Ingeniero en una empresa multinacional) no puedo recordar nada, ni siquiera una sola jugada (como tampoco puedo recordar la última dictadura militar, la guerra de Malvinas, la vuelta de la democracia). Pero bueno, ajo y agua como dice la abuela (ajoderse y aguantarse): uno no puede vivir y recordar todas las guerras, todos los genocidios, todos los mundiales sino solo un porcentaje ínfimo de los que ocurren en la historia.
A veces me gustaría saber si en el cielo podré seguir mirando mundiales de fútbol. En principio, la respuesta es sí, en el cielo solamente no podremos sufrir ni tener sexo. (Sea lo que sea que signifique “tener sexo” -la verdad no tengo ni idea- según el pastor de mi iglesia no va a haber más). Pero cuando me pongo, para decirlo de alguna manera, a hilar fino sobre la cuestión, llego a la conclusión de que es muy difícil que en la eternidad pueda ver los mundiales. Más que nada porque en la eternidad, justamente, el tiempo no será lineal como lo conocemos, sino que el pasado, el presente y el futuro serán una misma cosa, una sola masa amorfa e indiferenciada y no debe tener mucha gracia ver todos los mundiales y los partidos a la vez, se perdería parte de la gracia, de la expectativa; ahora por ejemplo, si bien faltan apenas treinta y cinco días para el de México, ya estoy esperando también el de Italia, que viene después y para el cual deben faltar algo así como cuatro años y treinta y pico de días.
Entre paréntesis, todavía no sé por qué en Europa se van a jugar dos mundiales tan seguidos, el del ochenta y dos en España y el del noventa en Italia. La verdad, teniendo en cuenta que en otros continentes como en Oceanía, África, Asia, todavía no se jugó ninguno y el fútbol allí ya empezó también a tener cuantiosos adeptos, parece una “injusticia flagrante” como dice mi padrastro cada dos por tres (más que nada, opinando sobre la manera del abuelo de adelantar la herencia de su inmensa fortuna entre mi madre y sus hermanos). Pero bueno, este mundo gobernado por Satanás, por la Serpiente Antigua como lo llama el Génesis está lleno de injusticias y no debería asombrarme por cosas así, sino confiar, confiar mucho en que cuando el Salvador regrese, como dice el Apocalipsis, en un brioso corcel negro y con una espada de doble filo “todas las cosas serán hechas nuevas” y por eso (aunque reconozco, por ahora esa posibilidad me parezca descabellada, inaudita) no me voy a andar preocupando por mundiales de fútbol, digo más, cuando “El Reino de Dios” se establezca en la tierra, las palabras “mundial” y “fútbol” no van a decirme casi nada, sino solo algo que me gustaba mucho de chico pero que en ese futuro utópico quedará absolutamente eclipsado por una felicidad que (no sé bien el motivo pero será por esas cosas de la vida) todavía no puedo pensar ni imaginar.
5 de mayo.
Siguiendo con el asunto de ayer, la felicidad (un tema que los últimos días está ocupando demasiado espacio en este diario y ya debería aflojar) en estos momentos la mía es abrumadora, inconmensurable: hoy al mediodía, apenas volví de la escuela cerca de la una y cuarto (regreso que me demoró media hora más de lo debido porque patee una piedrita en el camino y me puse a buscarla para ponerla en su lugar) apenas volví de la escuela digo, vi que dos empleados del cable habían subido al techo de casa con una escalera de aluminio y estaban por poner el servicio.
No estoy exagerando si confieso que del regocijo, como si estuviera jugando a la rayuela en la vereda con los chicos del barrio, me hubiera puesto a saltar en una pata, pero bueno, no quería patear otra piedrita y seguir buscándola media hora más.
En su lugar, entre a casa, confirmé con mi madre la noticia (sí, sí dijo ella y comenzó a darme recomendaciones sobre el horario de protección al menor) almorcé apurado el menú que mi progenitora puso en el plato: dos milanesas con huevos fritos y papas fritas, subí la escalera (de la alegría, saltando los escalones de dos en dos) y esperé que los empleados terminaran su trabajo (perforando el cielorraso con un torno, engrampando el cable en la pared, poniendo una ficha metálica en la punta del cable); luego sí, mientras chequeaba la calidad de imagen con el control remoto (diez puntos) pude repasar los cinco canales nuevos: el Canal 2 local, el 5 de Rosario, Space (por el nombre, una señal que promete darme muchas satisfacciones en el futuro) y los dos canales de Buenos Aires, el 11 y el 13, canales que para mí tienen un carácter casi mitológico porque son los que miraba cuando vivía en Buenos Aires (si bien no recuerdo la programación de ninguno).
Tengo que reconocer que mi alegría fue por partida doble porque los canales del servicio son siete (los cinco que enumeré y los dos que veía antes: el 3 de Rosario y el 13 de Santa Fe) y no seis como anticipaba mi padrastro, que, entre paréntesis, suele dar por hecho el peor escenario posible para que estemos bien asentados en la realidad (aunque por suerte no siempre le pega).
Siete canales del servicio de cable, un mundial de fútbol al caer (que por el punto anterior disfrutaré con una calidad de imagen inmejorable), un padrastro con los pies en la tierra. Creo que no me puedo quejar, que después del dolor inenarrable la vida vuelve a marchar sobre ruedas, pero no sobre las ruedas del tren que atropelló al Renault 12 de mi padre biológico un año y medio atrás sino sobre rechinantes y refulgentes ruedas celestiales.
Seis de mayo.
Esta tarde la selección argentina, en la fase final de su preparatoria mundialista, jugó su penúltimo amistoso oficial: 0 a 0 con Honduras; decepcionante, aburridísimo, prácticamente, sin llegadas en los arcos.
Como se veía venir, durante todo el partido, al término del encuentro, en la radio, en la televisión, en los diarios, arreciaron las críticas contra el equipo, especialmente contra su director técnico, por haber planteado el juego con cinco defensores y un solo delantero ante un rival tan desmejorado en el contexto futbolístico internacional (Brasil, por ejemplo, le metió ocho hace una semana).
La crítica repetida en los medios supone dos aspectos muy diferentes, los que me gustaría plantear por separado.
El primero es el hecho en sí mismo de jugar con cinco defensores y no con cuatro, como juegan, no solo los seleccionados, sino también la inmensa mayoría de los equipos de clubes del mundo. Todos los argumentos que, hace un par de días, esgrimí en relación con las cinco semanas previas de adaptación al rigor aeróbico de la altura, se pueden aplicar a esta cuestión táctica. En la antípoda absoluta de la argentinidad, Bilardo se empeña en una búsqueda infructuosa y desesperada de la originalidad: un líbero, dos stoppers, dos marcadores de punta-volantes. En principio, un delirio total, sin ningún antecedente serio en la historia del fútbol mundial.
¿Cómo nos irá con esto? Vaya uno a saber.
El segundo aspecto de las críticas es el supuesto carácter ultradefensivo o ultraconservador del entrenador. Lo primero que hay que decir es que este carácter es remarcado por los menotistas, y por lo tanto se inscribe en el ardiente debate entre los partidarios del bilardismo y los partidarios del menotismo (en esto de poner “ismos” sí somos muy buenos los argentinos, como si la incorporación del sufijo implicara una descollante genialidad). La pregunta, pensando sobre todo en mis posibles lectores (hijos o nietos que lean este diario y, en esta parte, no entiendan ni jota) cae de madura: ¿Qué es el bilardismo y qué es el menotismo? ¿Cuál es la filosofía futbolística que esconden estas posiciones enfrentadas?
Ilustro entonces a mi futura prole lectora: en principio ser bilardista es, hasta las últimas consecuencias, priorizar el resultado por encima del juego; su máxima más conocida es “ganar a cualquier precio, cueste lo que cueste”, aunque haya que tocarla hacia atrás los noventa minutos, aunque haya que devolverla a las manos del arquero, hacer tiempo en los saques laterales, tirar la pelota a la tribuna. Ser menotista es todo lo contrario, es pensar que lo importante es jugar lindo: bajarla con la puntita del botín, tirar paredes, caños, rabonas, sombreritos, chilenas.
Como se ve, los bilardistas son razonables, pragmáticos y los menotistas inocentes, utópicos; como se ve, y en definitiva, los bilardistas son de derecha y los menotistas de izquierda (por eso en el fondo, en un fondo inconfesable, lo que más atormenta a los menotistas es que su entrenador haya ganado justo el mundial del 78, una competencia realizada en nuestro país, funcional y lobista del gobierno militar).
Ahora bien, si uno profundiza en la cuestión, y a mí, a pesar de la edad, siempre me gusta hacerlo, descubre que el debate que desvela a los argentinos no es demasiado sugestivo, demasiado interesante porque, después de todo, para ganar ¿no hay que jugar bien? ¿Es posible ganar jugando mal? Sí, de suerte, con la ayuda de los palos, del árbitro, con un gol de carambola, pero es lo menos probable. Y punto, en el fondo no hay mucho más para decir, y si uno lo dice -como prueban la mayoría de los programas de fútbol- se repite, cae en discusiones interminables e improductivas, en argumentos falaces y por eso a mí, teniendo en cuenta este desinterés, este sinsentido, lo que más que nada me aflige es que el debate entre el bilardismo y el menotismo se puede extender hacia todas las áreas de la vida.
Recién, por ejemplo, lo extendí a la política, pero también se puede extender al arte: a los bilardistas les importa el contenido, solo el contenido, a los menotistas la forma; también se puede extender a la religión: en general, los bilardistas son católicos no practicantes, los menotistas ateos declarados y empedernidos; a la ciencia: los bilardistas prefieren las ciencias duras, los menotistas las humanidades; al sexo: los bilardistas son adúlteros mentirosos, los menotistas defienden el amor libre. Por eso yo, a veces después de perder muchísimo tiempo escuchando, en la tele o la radio, interminables discusiones sobre el tema, acabo apagando los aparatos y volviendo a mi cuarto para abrir la Biblia y buscar refugio en el único Dios verdadero, en el deconstructor de todos los ismos, en “El Deconstructor Sagrado” como me gusta llamarlo, sentido último de mi vida que recién comienza pero que muy bien, sin que tuviera ninguna importancia, podría terminar mañana porque mi espíritu ya se recrea en la refulgente eternidad con Cristo (de todos modos aclaro: si sí o sí tuviera que adherirme “al club” de alguna de estas filosofías futbolísticas, me adheriría al menotismo).
7 de mayo.
Si bien se puede pensar que estoy un poco grandecito para esto (aunque en casa nadie se dio cuenta, acabo de cumplir diez años) no puedo resistir más tiempo la tentación de gastar una de las páginas de mayo en esbozar mi equipo titular de la selección argentina, el once perfecto con el que, con los ojos abiertos o cerrados (la diferencia es vacua, baladí) sueño la mayor parte del día, por ejemplo, en las tortuosas horas de matemática vividas en el aula San Martín de quinto grado de mi escuela Juan José Paso, cuando no estoy escribiendo y tachando, escribiendo y tachando, escribiendo y tachando los ejercicios dictados por la maestra:
Islas
Brown Pasarella
Clausen Garre
Batista
Enrique Bochini
Maradona
Valdano Almirón
Apostillas futbolísticas: Para jugar, como me gustaría, con tres delanteros bien definidos (un wing derecho, un centro delantero y un wing izquierdo) se lamenta la ausencia de un siete clásico en la lista de buena fe. Es verdad que el loco Houseman (campeón del mundo en el 78, en el puesto, el jugador ideal) no está pasando un buen momento personal (corren rumores de que cayó en un estado de “delirium tremens” por causa del alcoholismo) y Claudio Caniggia, el pájaro como lo llaman, recién rompió el cascarón, es demasiado pichoncito: tiene diecisiete años y cuatro meses en primera. Pero bueno, tal vez se podría haber convocado a un wing derecho con no tanta chapa o proyección, como el Pepe Castro o el Turco García. (Eso sí, reconozco que jugar con tres delanteros me pondría en una grave disyuntiva, porque debería sacar o reacomodar a uno de los dos enganches o números diez que, como vieron, puse en mi formación: Bochini y Maradona. Se me ocurren dos opciones: La primera es poner a Bochini de ocho y pedirle que se sacrifique y haga toda la banda. La segunda es sacar a Maradona del equipo titular, algo que, a priori, parece tan descabellado como la propuesta de Bilardo de jugar con marcadores de punta-volantes, pero que igual probaría en los primeros partidos para ver cómo anda. Maradona, eso sí, sería el primer recambio).
8 de mayo.
Hoy, tal vez porque es domingo, el día del Señor y, con mi familia reciente y felizmente ensamblada, acabo de regresar de un épico culto evangélico, un culto en el que, por ejemplo, se entonó a capella “Castillo fuerte es nuestro Dios”, el antiquísimo himno escrito por Martín Lutero después de clavar las noventa y cinco tesis en la puerta de la Iglesia de Wittenberg, hoy digo, en estas sentidas confesiones en lápiz y papel, me gustaría dejar de lado un rato el próximo mundial y tocar un tema que también me motiva y obsesiona: la predestinación del alma, la doctrina que sostiene que, en lugar de ser el hombre quien decide aceptar el evangelio e ir al cielo, es Dios quien lo decide por nosotros, al efecto, manipulando la voluntad humana de manera irresistible.
Muchos cristianos evangélicos (que me apuro a aclarar: por esto no dejan de serlo) no comparten la postura calvinista, para nada. Afirman que ella le quitaría toda responsabilidad al ser humano y es este, nadie más que este, quien debe, incluso en su lecho de muerte, tal vez, aprovechando los intervalos lúcidos de su agonía, arrepentirse de sus pecados y pedirle a Jesús que entre en su corazón.
Si bien la respeto, creo que es una opinión errada. Por sus propios medios, el hombre no puede obtener nada lindo, nada bueno de este mundo porque, desde el nacimiento, es más, desde la concepción, la naturaleza humana está totalmente depravada por una intrínseca y encarnizada maldad. Afortunadamente el Padre eterno, y por motivos escondidos en las profundidades sempiternas de su mente, eligió a unos pocos para que repitan la oración de entrega y, salvando así su alma, saquen pasaporte celestial.
Nota al pie: Esta verdad bíblica es la mayor garantía de que el cristiano, por más que, en algún período oscuro de su vida, caiga en la carnalidad: cometa asesinatos, diga malas palabras, deje de congregarse, incluso apostate de la fe, no puede perder la salvación: la salvación no se pierde porque no depende del arbitrio humano.
9 de mayo.
Tengo la leve sospecha de que ayer, al explicar la doctrina calvinista de la predestinación del alma, no fui del todo claro, ilustrativo, convincente. Por eso me gustaría dedicarle al tema unas líneas más.
No es que Dios decidió salvar a unos y condenar a otros, no es que así determinó la felicidad de unos pocos y la condenación de la mayoría. De ninguna manera. El amor de Jehová Nissi (que significa Jehová es mi bandera y es mi nombre divino preferido) no esconde despóticas preferencias afectivas (como lamentablemente sí puede esconderlas el amor de una madre o de un abuelo).
Lo que ocurre es otra cosa: culpa de la desobediencia de Adán, aquel lejano representante de la especie, en el Jardín del Edén, todos merecemos el peor de los castigos: ser quemados en las llamas burbujeantes del vil Señor de Abajo, pero Dios, por su gracia y misericordia infinita, para su propia gloria eterna, decidió exceptuar del castigo a un número fijo y determinado de seres humanos, esos cuyos nombres están escritos en el libro de la vida con letras doradas e indelebles.
Muchos y edificantes pasajes bíblicos, que me aprendí de memoria durante mis tardes espirituales en el altillo, apoyan la doctrina. En Juan 15: 16 Jesús afirma: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros.” San Pablo, en el capítulo uno de la epístola a los Gálatas sostiene: “Agradó a Dios apartarme desde el vientre de mi madre y llamarme por su gracia para revelar a su hijo entre los gentiles.” Y el mismo apóstol, en Efesios 1: 4 dice: “En amor, habiéndonos predestinado desde antes de la fundación del mundo para ser adoptados hijos suyos, según el puro afecto de su voluntad.”
Ahora bien, tampoco significa que seamos tontas marionetas en las manos del altísimo, la libertad humana existe, claro que existe, pero de manera limitada: los incrédulos, dentro del amplio abanico disponible (la mentira, el robo, la gula, la avaricia, la masturbación, etc.) pueden elegir qué pecados cometer y los cristianos, fundamentalmente, un paso previo, ser cristianos carnales (cayendo en las garras de Satanás) o espirituales (dejándose guiar por la voz del Espíritu Santo, la segunda persona de la trinidad) pero como expliqué, en sus trazos generales, nuestro destino ya está escrito.
Surgen un par de interrogantes: en cada caso concreto ¿cuál es el criterio de Dios para elegir? ¿Qué parámetros utiliza? Y, en el caso que me compete: ¿Por qué me eligió a mí y no a otro, por ejemplo, a alguno de mis veinte primos que naufragan en un insulso y moribundo catolicismo romano?
Por el momento, voy a intentar responder a la última pregunta, más que nada porque todavía no tengo una respuesta definitiva para la primera, pero tal vez así me vaya acercando. Tengo la sospecha de que la elección se debió a una especie de compensación por la muerte de mi verdadero padre, una muerte que -como comenté- se produjo hace un año y medio en Buenos Aires por un accidente de ferrocarril.
¿En qué me apoyo para realizar una afirmación tan temeraria? -se preguntarán ustedes- ¿De dónde surge esta alocada hipótesis teológica? Curiosamente, en un dato de sociología evangélica. Dios, como puedo comprobarlo cada domingo cuando voy al templo en el Ford Gálaxi de mi padrastro, en su excelsa sabiduría y misericordia, en general, elije salvar a niños pobres o de clases bajas, no a los que pertenecen, como yo, a la aristocracia santafesina, es decir, a la elite económica, política y cultural de la ciudad. Por eso (para evitar la injusticia de que yo, en este mundo ingrato, gozara de todo: la salvación, la aristocracia, un padre biológico) decidió sacrificar a este último.
10 de mayo.
Hoy los argentinos -y no solo los argentinos sino todos los que aman el fútbol, en cualquier latitud del planeta- nos levantamos con una pésima noticia, descorazonadora: en un entrenamiento con pelota, luego de tirar una rabona en el área chica, Daniel Pasarella se rompió los meniscos y se queda afuera de la máxima competencia, con su ausencia (aparte de liderazgo, pelota parada, solvencia defensiva, cabezazo en las dos áreas) se pierde la única chance de que, en cancha (como ya no se puede modificar la lista de buena fe, va a seguir en la concentración acompañando al plantel) un jugador argentino levante dos veces la Copa Mundial.
Como un humilde homenaje literario al gran capitán, me gustaría recordar una anécdota que, él mismo, compartió en una entrevista que le realizó Cherquis Bialo para ATC. La anécdota, aparte de ciertos momentos divertidos, creo que esconde valiosas enseñanzas o moralejas para la vida. (Tanto que las últimas noches, mientras prendía y apagaba, prendía y apagaba, prendía y apagaba, prendía y apagaba la luz del velador, la seguí rumiando mentalmente).
Acá va: El peque Pasarela, como otros miles y miles de niños que brotan de nuestra tierra con una pelota bajo el brazo, descollando como enganche en la escuelita de fútbol de Almagro -su querido y ya desaparecido club de barrio- soñaba con debutar en primera y jugar un mundial. Una piedrita (no como las que yo pateo en la calle y tardo horas en acomodar donde estaba, sino una piedrita metafórica) se puso en su camino. Antes de cumplir siete años, buscando una pelota de trapo en el techo de su casa, pisó una teja rota, se resbaló, cayó mal y se quebró la pierna. La fractura, a la altura de la canilla, era expuesta, en su pierna más hábil, la derecha y, según el médico que lo operó y lo enyesó (desde la punta del pie hasta la cadera) lo obligaba a alejarse de las canchas por lo menos nueve meses.
Creo que en ese período de recuperación, a partir de la manera que tuvo de enfrentarse a la adversidad, al sinsentido, el peque Pasarella gestó al jugador que, rompiendo una nefasta racha sin nada (diez mundiales en cincuenta años) levantó la copa de oro por primera vez con la camiseta argentina.
Para empezar, y si bien tenía una naturaleza traviesa e inquieta como la mayoría de los chicos, la primera semana postraumática se quedó acostado en su cama, compungido y silencioso, sin mover ni siquiera un dedo del pie sano, con el propósito de que, como le había explicado el doctor con un bosquejo dibujado sobre una hojita arrancada de su anotador, gracias al clavo de diez centímetros colocado en el quirófano, sus huesos (la tibia y el peroné) soldaran de la forma más derecha posible.
De la misma manera, en cada paso de la recuperación (que el mismo planificó como si fuera un experimentado entrenador físico) el peque Pasarella mostró idéntico grado de responsabilidad y compromiso: por eso a las dos semanas del accidente, sin la ayuda de su progenitora, podía pararse para ir al baño; por eso a las cuatro semanas, daba con muletas la vuelta manzana; por eso al mes y medio, en un control de rutina en el hospital, le preguntó al médico que lo atendía si podía acortar, al menos dos centímetros, el yeso en el borde superior porque le molestaba para dormir (era mentira: en realidad quería comenzar a movilizar la pierna) y al salir de la consulta pasó por una tienda “Todo por dos pesos” y, con la plata del regalo de cumpleaños, se compró una pelota de goma, más precisamente, una Pulpo con rayas marrones y blancas. Ya en el patio de ladrillos de su casa, despejó una pared de macetas y enredaderas, corrió las sillas y la mesa de jardín y, haciendo acrobacias con las muletas, comenzó a pegarle con su pierna izquierda (la menos hábil pero que no había sufrido el accidente) para que rebote en la pared a media altura y vuelva al pie, con o sin pique de por medio.
Al principio, lógico, a mí también me pasa y eso que no estoy quebrado, la mayoría de las patadas eran fallidas y el peque Pasarella debía emprender una corta pero obstaculizada travesía por el patio para recuperar la pelota. A los dos meses, podía revotarla en la pared veinte veces sin cortes, a los tres meses, ya comenzó a dominar la técnica y podía revotarla cincuenta veces, a los cuatro, sesenta y cinco, a los cinco meses, ochenta, a los seis meses, ciento diez, a los siete, mandó una vez más la pelota al patio del vecino y (con el perdón de la palabra) “el animal”, en lugar de devolvérsela con una sonrisa como correspondía, optó por pinchársela con un escarbadientes, y el juego del frontón se terminó
El peque Pasarella masticó bronca, indignación, pero en lugar de reaccionar y, por ejemplo, subir al tapial y escupir el asado que seguramente acababa de almorzar el vecino, con el propósito de recuperar también masa muscular en otras partes del cuerpo, ahí nomás se puso a realizar abdominales y flexiones de brazo, aprovechando que en el hospital le habían seguido acortando el yeso y ya podía doblar la rodilla.
Unas semanas después, habló con el entrenador para regresar a las prácticas.
A partir de entonces redobló su compromiso: lunes, miércoles y viernes, sin reparar en tormentas eléctricas, lluvias torrenciales o temperaturas tropicales, caminaba las veinte cuadras de tierra que separaban su casa del club, se sentaba en un cascote clavado en el lateral de la cancha también de tierra, calzaba los pumitas y, siguiendo las indicaciones del entrenador, se ponía a correr por el perímetro rectangular, driblear conos, practicar tiros libres, tirar centros con pelota quieta, con pelota en movimiento.
También los sábados a la mañana, en los partidos de la liga infantil en la que, con gran suceso, participaba la escuelita, comenzó a entrar quince o veinte minutos en el segundo tiempo y, si bien al principio le costó y sufrió un par de expulsiones por la impotencia, poco a poco fue entrando en ritmo.
Claro, su juego había cambiado: ya no era ese flaquito rápido y habilidoso, que la llevaba atada con la diestra (a esta pierna prefería usarla lo menos posible porque no le tenía mucha confianza) pero se había transformado en un jugador mucho más potente y preciso en los pases, con un tranco largo demoledor y un buen remate de larga distancia. En otras palabras, el peque Pasarella -y esto siguió así el resto de su vida- dejó de ser derecho y pasó a ser zurdo, pero ahí no se termina la historia porque, en el momento que estamos, los sábados a la mañana todavía no había podido recuperar la titularidad y su puesto de enganche, el más codiciado por los casi sesenta chicos que asistían a los entrenamientos, era ocupado por el Chipi Tapia, un morocho chaparrito, con buena gambeta pero medio vago, con el cual el técnico se había encariñado.
El peque Pasarella, estaqueado en el banco de suplentes (que en realidad era una tabla levantada con ladrillos apilados) esperó un mes, dos meses, tres meses, cuatro meses, pero viendo que, así como estaban las cosas, recuperar la titularidad, el objetivo por el que se había esforzado tanto, escapaba a sus posibilidades -y sabiendo que, ese verano, la décima de River hacía una prueba muy importante, la que había esperado toda la vida- habló de nuevo con el técnico y le preguntó si podía ponerlo de defensor para ganar continuidad (aunque a esto prefirió obviarlo, él sabía que uno de los zagueros titulares se había desgarrado y tenía para rato).
El entrenador, que era uno de esos viejitos ex jugadores, con tantas arrugas como sabiduría y máximas de vida, lo miró unos segundos en silencio, con toda la seriedad del mundo. Luego, habiendo chequeado que la altura y el lomo le daban para el puesto, le preguntó dos cosas, solo dos cosas: la primera, qué quería ser cuando fuera grande y la segunda, si era consciente de que, acostumbrándose a jugar de defensor en las inferiores, como a partir de su propuesta era muy posible que ocurriera, en serio, nunca más iba a poder jugar al fútbol en otra posición.
La respuesta de Daniel Pasarella, que a mi modo de ver en ese instante dejó de ser “el peque” Pasarella y pasó a llamarse con su nombre de pila conocido, fue “futbolista” y “sí”. Una semana después debutaba en la liga infantil con la seis en la espalda, número que lo acompañó durante toda su carrera profesional y con el cual, como dije, levantó la Copa del Mundo por primera vez para la selección argentina.
11 de mayo.
Acabo de leer “El peque Pasarella”, el relato biográfico escrito ayer (no para evaluar si tiene virtudes literarias y ver si me puedo ganar un concurso literario sub diez sino por gusto, por curiosidad) y, en mi alma, la lectura despertó el deseo furioso e incontenible de añadirle apostillas y moralejas.
– Por la precocidad, por la práctica constante, por el modo de enfrentarse al mal, a la adversidad, Pasarella es un ejemplo acabado de virtuosismo, pero no tiene talento natural (Bochini, como eso hubiera sido poco auténtico, natural, jamás hubiera aceptado jugar de defensor en las inferiores de independiente para tener más chances de llegar a primera)
– No es posible cumplir las metas solo por medio del esfuerzo y la voluntad, pero sí estas virtudes pueden ayudarnos a comprender las limitaciones y -lo más importante- establecer objetivos alcanzables.
– Como ya estoy casi en edad de novena (recomiendan empezar las inferiores antes de esta categoría bisagra) si quiero cumplir uno de mis sueños más queridos, ser futbolista profesional, no debería seguir postergando la prueba en Unión.
Nota al pie: Aclaro que sólo lo sería hasta los treinta años, incluso para un futbolista de elite, una edad de retiro muy temprana. Así podría cumplir también mis otros sueños vocacionales. En primer lugar, estudiar en Córdoba la carrera de Medicina. En segundo lugar, y aprovechando las puertas abiertas por las virtudes humanitarias de la profesión, viajar a la selva del Mato Groso como médico misionero para procurar, no solo la salud corporal sino también la salud espiritual de las tribus autóctonas que habitan la región.
12 de mayo.
El mundo del fútbol sigue impactado por la lesión de Pasarella en los meniscos de su rodilla derecha, lesión que, recuerdo, lo deja afuera de la máxima competencia. Todos los medios gráficos internacionales poderosos e influyentes, como “La Marca”, “Le Monde”, “La Gassetta dello Sport”, reflejaron la noticia en primera plana y -para mí que con hipocresía porque a las selecciones, sobre todo a los delanteros, de sus países los beneficia- lamentaron la baja sensible que significa, no solo para el andamiaje defensivo sino también para la moral de nuestra selección.
Era esperable, en lugar de apoyar al equipo en las malas, el periodismo argentino hizo todo lo contrario: cargó aún más las tintas contra Bilardo, al achacarle toda la responsabilidad de la lesión por, supuestamente, haber sobreentrenando a los jugadores los últimos días, privándolos incluso de la mitad de los descansos programados.
El pueblo argentino sí se mostró sensible, empático: cartas de cariño y apoyo, expresiones de solidaridad en los medios, pancartas y grafitis en las calles con las frases “FUERZA DANIEL” “ESPERAMOS TU REGRESO GRAN CAPITAN”. Aparte, un grupo de hinchas y empresarios, con el premio de viajar a México para conocer a los jugadores y ver el primer partido de la selección, propuso un simpático e ingenioso concurso: convocar a todos los niños menores de doce años para que envíen dibujos que rememoren momentos de la exitosa carrera de Pasarella.
La respuesta fue contundente, y, aunque todavía me lo estoy pensando porque no soy muy bueno con el dibujo, me hizo dar ganas también de participar. En las últimas cuarenta y ocho horas, un buzón celeste y blanco de cuatro metros de alto y dos de ancho levantado en la entrada del predio de Ezeiza de la AFA, recibió cientos y cientos de dibujitos. Muy variados: Pasarela dando la vuelta olímpica en el Monumental, Pasarela pegándole de tiro libre con la camiseta de River, Pasarela saltando en el área chica para cabecear, Pasarela posando junto a sus compañeros con la pelota en los pies.
El equipo argentino también se mostró conmovido. El propio Maradona, a pesar de, históricamente, haber estado con él en veredas opuesta -es conocida la identificación de Pasarella con River y la del astro de Fiorito con Boca- mostro una desconocida pero sincera admiración.
En sus declaraciones para una radio de Mendoza, admitió que siempre la había sentido, desde que era chiquito e iba a la cancha con su padre. En ese entonces, no solo soñaba con llegar también a primera sino que, en lugar de enganche o mediocampista ofensivo como ahora, quería ocupar su puesto. El líbero, había aprendido al verlo jugar con tanta elegancia y criterio, era el jugador más importante del equipo, el jefe incluso, el mandamás; sobre todo por una cuestión táctica: al ser el último hombre, como en cada salida desde el arco propio, sus compañeros estaban posicionados en el campo delante suyo, él tenía siempre el mejor panorama para decidir qué hacer con la pelota: abrir con los marcadores de punta, tirar un pelotazo a los delanteros, agarrar la lanza y encarar él mismo hacia el arco rival.
13 de mayo.
Las declaraciones de Maradona citadas ayer, las que -refresco la memoria- a partir del gran respeto y admiración que sentía por Pasarella, recordaban sus deseos infantiles de jugar en su mismo puesto, me acaban de dar una idea para, sin mandar a Maradona al banco o prescindir de un wing derecho clásico, confeccionar mi once mundialista ideal:
Islas
Brown Maradona
Clausen Garre
(Puede parecer rústico pero hay que
valorar su sentido del sacrificio. Aparte,
a veces hay que tener a uno que, cuando haga
falta, la revolee a la tribuna)
Batista
(Aunque su aspecto barbudo
me desagrada, no hay otro)
Enrique Bochini
Caniggia Valdano Almirón
(entraría en lugar de
Pasarella)
14 de mayo.
A veces, solo a veces, me pongo un poquitín nostálgico y siento que soy el último ser humano sobre La Tierra que cree en la gloriosa e inmarcesible doctrina calvinista de la predestinación del alma.
En principio no: en general, cuando comienzo a preguntar a los hermanos de la iglesia sobre el tema, es decir, si respecto a la antiquísima y, en su momento, sangrienta polémica teológica, están de acuerdo con Arminio o con Calvino, la mayoría responde “con Calvino” “con Calvino”, pero entonces, al reafirmar la confesión entusiasmado y explicar que, conforme a ella, en el ámbito espiritual, el ser humano no tiene ninguna capacidad volitiva y, desde antes de nacer y por el inmotivado arbitrio divino, está salvado o condenado eternamente, mis interlocutores dudan, se ponen nerviosos, y reconocen que tendrían que pensárselo mejor.
¿Por qué al principio responden que están de acuerdo con Calvino?
Por el momento, encuentro dos respuestas posibles. Una, que Calvino les suene más que Arminio, sobre todo, por su importantísimo papel en la reforma, con su liderazgo político-religioso y su obra “Instituciones de la religión cristiana”, un clásico de la teología protestante que influenció en todo el movimiento y todavía se reimprime.
Otra razón es que confundan la predestinación con la presciencia divina, teorías entre las cuales existe una diferencia sutil pero importantísima. La predestinación -como expliqué- afirma que Dios nos elige a nosotros y no al revés. La presciencia es una doctrina más moderada, afirma solo que Dios, por ser eterno y omnisciente, conoce, desde antes de la fundación del mundo, quiénes aceptarán el mensaje de Cristo.
Ahora bien, en un punto es lógico que, sobre el tema, los hermanos toquen de oído o confundan una doctrina con la otra porque -y me duele admitirlo pero cuando hay que decir las cosas como son, hay que decirlas- nuestro mismo pastor mantiene una postura hipócrita al respecto, al menos contradictoria.
Así por ejemplo, cuando por motivos ocasionales (bautismos, casamientos, aniversarios religiosos) tiene que repetir el credo de la Iglesia, confiesa la doctrina calvinista de la predestinación del alma a los cuatro vientos, pero en sus sermones dominicales, tal vez para interesar o conmover a los incrédulos que se acercan al templo por primera vez, remarca la libertad de elegir a Cristo que tienen todos los seres humanos, una libertad que se puede aprovechar hasta en el último instante de la vida (ya lo sé, ya lo sé, no es muy cuerdo presentar el evangelio aclarando todo el tiempo que, si bien hay que tomar una decisión, Dios ya la tomó por nosotros, pero bueno, en ningún caso -y menos arriba del pulpito- hay que mentir hipócritamente).
Con las otras iglesias evangélicas de la ciudad ocurre algo parecido. En la Iglesia de calle Rioja, una congregación como la mía de Hermanos Libres (en teoría, la denominación tiene férreas raíces calvinistas) explícitamente ¡sí, sí, explícitamente! escuché cómo uno de sus ancianos cuestionaba la doctrina. En las Iglesias Bautistas y Pentecostales (otras denominaciones evangélicas tradicionales) la verdad, ni vale la pena averiguar porque, históricamente, siempre estuvieron con Arminio y en las que pertenecen al movimiento de renovación carismático, un movimiento que, entre paréntesis, amenaza arrasar como un maremoto con las más bellas costumbres litúrgicas (el himnario, la mantilla, la traducción bíblica de Reina Valera) los hermanos no se interesan por antiguas rencillas teológicas (es probable que, en el aspecto intelectual, no estén muy capacitados para esta ciencia), y, si por algún motivo circunstancial, tuvieran que tomar posición, sospecho que optarían por un arminianismo moderado.
Solo me queda la Iglesia Metodista, pero cuando consulté a mi padrastro sobre esta denominación, me explicó que existe un solo templo en la ciudad, con escasísimos miembros activos y que abre solo una vez por mes para celebrar la Cena del Señor.
15 de mayo.
En búsqueda de “los últimos calvinistas” como me gusta llamarlos, esta mañana fui a la Iglesia Metodista de calle Urquiza, cómo expliqué ayer, la única que hay en la ciudad de la denominación y, si bien estaba cerrada, lo que pude ver me entusiasmo.
El templo es una sencilla pero elegante construcción de finales del siglo pasado, con un techo de tejas verdes cayendo a dos aguas, un portón arqueado con molduras triangulares, dos ventanales con herrajes floreados, un pequeño rosetón azul, y una cúpula cuadrada de diez metros de altura. Todo el frente está revestido de granito claro y, sobre el grueso marco de piedra del portón, hay una placa de bronce que dice:
1890
PRIMERA IGLESIA METODISTA
DE SANTA FE
Lamentablemente, como en casa me demoré prendiendo y apagando, prendiendo y apagando, prendiendo y apagando, prendiendo y apagando la luz del baño, llegué un poco tarde, pasadas las once de la mañana y, como dije, el portón estaba cerrado y en la vereda del templo, donde suelen los hermanos quedarse a saludar después del culto, no había ninguna mantilla, ninguna Biblia bajo el brazo, solo dos niños vecinos que andaban en triciclos y, primero, me miraron golpear la madera barnizada varias veces con los nudillos y, luego, esperar parado en el frente, más que nada para ver si el pastor de la Iglesia volvía a buscar algo, como yo suelo hacer cientos de veces cada vez que salgo de casa y -ahora que lo pienso- también fue motivo de mi demora.
No tuve suerte, para nada. En la vereda de lajas grises solo se presentó la temerosa progenitora de los pequeños (en realidad, dos rubios infames que pedaleaban sus triciclos cada vez más cerca mío tocando bocina) y, después de observar la escena en silencio, secreteando y con golpecitos disimulados en la espalda, los obligó a entrar en su casa.
16 de mayo.
Hoy pensé mucho en mi reciente y trunca visita a la única Iglesia Metodista de Santa Fe. En contra de la opinión de mi padrastro (quien, como dije, para que mantengamos los pies en la tierra, suele manifestar una visión un poco negra, tenebrosa de la vida) creo que la congregación sigue activa, y no se reúne una vez al mes sino semanalmente, según la tradición de la iglesia primitiva narrada en el capítulo 20 de los Hechos de los apóstoles.
Eso sí, es probable que sus miembros tengan un promedio de edad muy elevado, superior a los setenta años y los cultos, para evitar que los hermanos sufran los golpes de calor, los achaques de la vejez, se inicien en un horario muy temprano del domingo, por ejemplo, a las nueve de la mañana y que, aparte, no sean muy largos, es decir, duren menos de una hora y media, cosa que explicaría por qué al llegar, cerca de las once, encontré la vereda desocupada y el portón herméticamente cerrado.
Tengo que reconocer que estoy ansioso por conocer a mis hermanos metodistas. Creo que si el próximo domingo encuentro el templo abierto, mi presencia va a causar un gran revuelo en el seno de esos encantadores viejitos ya que ellos, tal vez por la época (poco propicia para las búsquedas espirituales) no deben estar acostumbrados a recibir la visita de hermanos tan jóvenes, consagrados al Señor, y encima pertenecientes al sector más distinguido de la aristocracia santafesina (detalle que, si bien por pudor trato de ocultar, siempre termina saliendo a la luz).
Pero bueno, a los ancianos que, como planetas de un inhóspito sistema estelar giren en torno mío, rápida y claramente debería aclarar que mi presencia es solo ocasional, y no porque me haya disgustado o aburrido la reciente experiencia espiritual metodista sino porque soy miembro activo (bautizado por inmersión dos meses atrás y con sus diezmos al día) de otra importante congregación de la ciudad llamada “Iglesia de calle Mendoza”, de la también entrañable denominación “Hermanos libres” o “Hermanos de Plymouth” y que cuenta con más de trescientos cincuenta miembros que, regularmente, se reúnen tres veces por semana. (Detalle numérico que -ahora lo pienso mejor- en virtud de la más que probable escasa membrecía de la iglesia visitada, tal vez debería obviar para no suscitar envidias innecesarias)
¿Cómo voy a hacer en la charla para sacar a colación el espinoso tema de la predestinación del alma, motivo que, en realidad, es el que me llevó hasta allí?
Es evidente que una decena de ancianos a la salida de un culto dominical, un culto al que quizás fueron (no quiero ser cruel pero es muy probable) porque sus nietos no fueron a visitarlos y no tenían nada mejor que hacer, no deben estar preparados para que un niño de diez años, sin que venga a cuento de nada, les tire una pregunta de teología especulativa, una pregunta con importantes ramificaciones filosóficas e incluso políticas; por eso es también claro que, en la circunstancia recién detallada, debería tener una estrategia discursiva para introducir el tema que me interesa.
Si bien todavía no lo tengo resuelto, por el momento se me ocurrió la siguiente astucia: Después de hablar de mi prestigioso apellido materno (un tatarabuelo Coronel del Ejército Federal, un bisabuelo gobernador provincial, una tía abuela cantante de ópera que triunfó en Italia, un abuelo jurista que participó en la reforma del Código Civil) aprovechar para comentar que también tengo un padrastro teólogo, esa revelación mantendrá el interés despertado y, simultáneamente, lo dirigirá para el lado que me interesa, estar delante del hijo mayor de un verdadero teólogo protestante, un serio erudito de la fe, con estudios terciarios acreditados en la disciplina y una biblioteca con más de trescientos cincuenta volúmenes de bibliografía especializada, en el área, posiblemente la biblioteca más grande de Latinoamérica, con joyas entre las que están (la mayoría en sus lujosas ediciones originales encuadernadas con tapas duras) “Las Obras Completas” de Martín Lutero y Ulrico Zwinglio, “El tratado de Teología Sistemática” de Lewis Chafer, “La Historia de la Iglesia de Justo Gonzales”, “Los comentarios completos al Nuevo Testamento de William Barclay, “El Diccionario de Griego Clásico” de Vine, el de Hebreo Bíblico de Moisés Chaves.
Entonces, es decir, después de repasar con brevedad el contenido de la biblioteca (y dejar con la boca abierta a esos amables octogenarios) creo que no será para nada forzado realizar un comentario del tipo: “A propósito, hablando de teología protestante: ¿es verdad que la Iglesia Metodista confiesa todavía la antigua doctrina calvinista de la predestinación?
Obviamente, apenas acabe de formular la pregunta debería aclarar que no la formulaba con un espíritu condenatorio o beligerante sino todo lo contrario, porque yo también, en lo más arraigado de mis convicciones religiosas, seguía la sagrada doctrina de Juan Calvino.
Nota al pie: Ahora que -como tengo por costumbre para no mandarme alguna- releí lo escrito en la entrada diaria, me sigue dando un poquito de vergüenza plantear así, a pesar de mis prevenciones, a quemarropa y ante desconocidos, este peliagudo problema teológico; por eso tal vez lo mejor, después de -eso sí- formular tal cual la pregunta, sea despedirme de esos ancianos con un apresurado beso en la mejilla y, para darles tiempo de meditar la cuestión, de incluso investigar en los archivos históricos de la iglesia, volver recién en dos semanas y esperar que ellos solos saquen el tema.
17 de mayo.
En el último amistoso de la fase preparatoria, la selección Argentina sacó otro resultado tan insípido como decepcionante: cero a cero contra el rústico Paraguay, sin emociones ni llegadas a los arcos y ocurrió lo predecible: aunque faltan dos semanas para el debut mundialista, buena parte del periodismo deportivo pide la cabeza de Carlos Bilardo (si bien todavía no se definió su situación, ya hay candidatos para sucederlo: el histriónico Bambino Veira y Jorge Solari, un menotista de pura cepa).
La mayoría de las críticas recaen en el sistema táctico, con un líbero, dos stoppers y dos marcadores de punta-volantes. En definitiva, preguntan los comunicadores: ¿qué es lo que hacen los marcadores de punta-volantes? ¿Atacan o defienden? Y por otro lado: ¿si el rival juega con un solo delantero como hizo Paraguay, vale la pena mantener el sistema? ¿Cinco defensores para un solo delantero?
Lucio Garpani, el mismo periodista de Clarín que discutió con Bilardo por las cinco semanas de adaptación a la altura, recordó con nostalgia que hacía tres o cuatro décadas, en lugar de jugar con cinco defensores y dos delanteros, los equipos jugaban con dos defensores y cinco delanteros, para usar sus palabras: “con un sistema táctico exactamente al vesre”, “patas para arriba respecto al anterior”.
Pero bueno, según el calvo comunicador, que viendo a su rival en el piso, para demostrar su “humanidad”, adoptó una actitud más compasiva, de esto no era culpable solo Bilardo sino que era un símbolo de los tiempos, o mejor dicho del tiempo: todo pasado fue mejor (cosa que comparto pero en otro plano: el espiritual).
Otro periodista más joven llamado Pedro Bastardica, también echó leña al fuego: en una intervención en “El Tablón”, un programa de televisión de debates futbolísticos, comparó a los marcadores de punta-volantes con las culebrillas, esos bichos alargados, sin piernas y de no más de veinte centímetros, que se arrastran por los jardines y uno no sabe si son víboras o lombrices “pero que lo mejor, sobre todo cuando hay niños en casa -y al decir esto el periodista pidió permiso y se puso de pie para actuar la escena- es aplastarlos con un buen piedrazo en la cabeza”.
Nota al pie: Después de este comentario desbocado incomprensible, el joven periodista fue despedido de “El Trece”, el canal para el que trabajaba como panelista en el programa nombrado y ahora busca trabajo en otros medios de comunicación menos prestigiosos, como la televisión por cable y las radios independientes.
18 de mayo.
Este día, y solo por este día, me gustaría pausar la alternancia entre comentarios futbolísticos (en torno a la participación de Argentina en el mundial) y reflexiones sobre la doctrina calvinista de la predestinación del alma, para formular una pregunta que las últimas semanas, y literalmente, me estuvo quitando el sueño (y lo que es peor, por los ruidos que desencadenó mi insomnio, se lo estuvo quitando al resto de mi familia): ¿Cómo estar seguro de haber apagado la luz? ¿La luz del cuarto, la luz del baño, la luz del pasillo, la luz del living?
Es cierto, y yo siempre lo tengo en cuenta, apenas uno hace la pregunta viene a la cabeza la respuesta: porque se apretó la perilla del interruptor (¡Obvio no! ¡Qué verdad de Perogrullo!) pero cuando uno se pone a hilar fino -como tanto me gusta- la cosa no resulta ni tan obvia ni tan de Perogrullo, ya que el testimonio de los sentidos, ese que debería dar fe del momento exacto en el que se la apretó, es muy endeble, traicionero, sobre todo, porque la imagen mental de la última vez se yuxtapone con las imágenes mentales de las otras miles de veces que se apretó la perilla en el pasado y hace imposible distinguir los recuerdos.
¡Qué grave problema tiene este chico! -pensarán ustedes- ¡Qué seria dificultad!
Sí, la verdad, todo esto para mí se convirtió en un gran incordio y por eso, siempre con la meta inquebrantable de la paz nocturna, las últimas semanas, como si fuera un trapo de piso, estrujé mi cerebro para encontrar una solución.
Así, la primera que se me ocurrió fue acompañar el movimiento del dedo contra la perilla (en general inconsciente, automatizado) con un pensamiento que, si como afirma mi padrastro en los almuerzos: el mundo y el lenguaje tienen la misma forma lógica, correspondía con la acción que me interesaba recordar, por ejemplo, el pensamiento “estoy apagando la luz”.
Si bien en mi alma la idea pronto encendió la chispa, mejor dicho, la voraz hoguera de la esperanza, la realidad no tardó en hacer lo acostumbrado porque, a poco de intentarlo el “estoy apagando la luz” del presente se volvió a confundir con los “estoy apagando la luz” del pasado, es decir, con este pensamiento “tutelar”, ocurrió lo mismo que con las imágenes del dedo en la perilla, por lo cual no me quedó otra alternativa que acompañar la acción de prender la luz con otros pensamientos similares pero no idénticos, como por ejemplo: “Ahora estoy apagando la luz”, “Ahora, de nuevo, estoy apagando la luz”, “Ahora, esta vez sí, estoy apagando la luz”, “Ahora, por última vez, estoy apagando la luz”.
Otra solución que se me ocurrió -recuerden, la idea es desautomatizar el acto para distinguirlo de los anteriores con mayor facilidad y estar seguro de haberlo realizado- fue colgar un espejo al lado del interruptor y, vistiéndome siempre con una remera distinta, mirarlo cada vez que apagaba la luz.
El recurso escenográfico también resultó ineficaz, posiblemente, por falta de recursos. Si bien tengo cientos de remeras, sobre todo con el nombre y los paisajes de ciudades y países de Europa (en sus dos viajes anuales al viejo continente, mis abuelos suelen traérmelas de regalo) a las pocas horas comencé a repetirlas.
Como se ve, el problema de la luz es mucho más complicado de lo que aparenta y, en mi caso, estoy lejos de resolverlo o acercarme siquiera a su solución.
A veces pienso que si este diario, que como dije escribo solo para mí, sin vanidosas y efímeras ambiciones literarias, tuviera lectores, y lectores empáticos, podría pedirles a ellos que, con la mayor claridad y distinción posible, me expliquen cómo hacen para estar seguros de haber apagado la luz. Eso sí, aunque suene un poco antipático, mala onda, en mi pedido aclararía que se me responda específicamente lo preguntado, la verdad no me gustaría (mejor dicho, me disgustaría muchísimo) leer respuestas del tipo: “Niño Ramiro, estoy impactado por lo que cuenta en su diario,” o “Niño Ramiro, tiene razón, a veces es difícil recordar nuestros actos más simples”, o “Yo también niño Ramiro, durante muchos años, padecí trastornos obsesivos compulsivos y me siento identificado con su testimonio”, y menos aún “La lectura de su experiencia evangélica me resultó conmovedora, sepa que, en lo que pueda, estoy dispuesto a ayudarlo.”
Para nada me gustaría leer este tipo de respuestas epistolares, sólo quisiera que mis hipotéticos lectores, de la manera más sincera y categórica posible, me expliquen ¿cómo están realmente seguros de haber apagado la luz?
19 de mayo.
Hoy me gustaría compartir una anécdota personal, una que tuvo lugar en la intimidad de mi hogar y que, si bien al principio puede parecer un tanto sombría, incluso perturbadora, creo que termina siendo risueña, al menos entretenida como para que mis lectores -si alguna vez, y con propósitos como los explicitados en la entrada de ayer, me decido a tenerlos- puedan también esbozar una sonrisa de consuelo.
Anoche, después de reflexionar sobre la imposibilidad teórica de afirmar con certeza ciertos estados de cosas, como el estado de encendido o apagado de los foquitos de luz, pasé a la práctica e intenté apagar el del baño, uno que últimamente me está dando bastante trabajo y, encima, para prenderlo y apagarlo es necesario pisar un buen trecho de baldosas, lo cual en invierno, sin calefacción y con los pies descalzos como suelo dormir para no echar hongos como mi hermano (que, aprovecho para decirlo: apesta toda la casa) no resulta muy agradable.
En eso estaba: apretando para un lado y para el otro esa esquiva perilla blanca (sin dejar de aprovechar los intervalos lúcidos para verificar la canilla del bidé, la cadena del inodoro, la puerta del pasillo, la persiana enrollable del living) hasta que cerca de las tres de la mañana mi progenitora, insomne por mi culpa como de costumbre, me tomó de los pelos y, luego de tumbarme al piso, me arrastro con el peso muerto hasta mi cuarto mientras yo, en mi cabeza, seguía repitiendo “Ahora estoy apagando la luz”, “Ahora, de nuevo, estoy apagando la luz”, “Ahora, esta vez sí, estoy apagando la luz”.
Cuando llegó al borde de la cama, me levantó también de los pelos, depositó en el colchón (la imagen que se me viene a la cabeza es la de una grúa de tránsito estacionando un vehículo en infracción en el galpón municipal), apagó ella misma la luz (cosa que agradezco) y cerró de un portazo mientras que, desde el fondo reseco, desde la raíz retorcida de mi alma, nacía ahora una nerviosa carcajada por el paso de comedia que, todas las tragedias humanas, terminan escondiendo.
20 de mayo.
Esta tarde, sentado en el sillón de almohadones con fundas color violeta y relleno de pluma de ganso que está enfrente del televisor, realmente me asusté, sentí mucho miedo, pero no por mirar con mi padrastro, como solemos hacer en Halloween o los martes 13, una de esas películas de Space en las que se derrochan botellas y botellas de jugo de tomate (la verdad, por experiencias como la de anoche con mi progenitora, el género de terror no me mueve ni un pelo) sino por, en el noticiero de las siete de canal cinco de Rosario, enganchar justo la llegada al D.F. de la Unión Soviética, uno de los seis seleccionados europeos que participan del mundial.
En principio, el evento no tenía nada de extraordinario: una escalerilla móvil pegada a la puerta de un avión con un diseño vanguardista (alas en delta, fuselaje cilíndrico, cabina reclinable con forma de nariz aguileña), futbolistas, equipo técnico, directivos y funcionarios descendiendo por los escalones de acero, cámaras y periodistas esperando en la pista del aeropuerto.
Sin embargo, ninguno de los futbolistas, y menos el equipo técnico, los directivos, los funcionarios, hablaba o se reía (como si al bajar del avión y pisar el suelo mexicano ya estuvieran jugando el mundial) y, cuando la cámara hizo primeros planos, sus miradas eran frías, duras, casi inhumanas.
Como si esto fuera poco, el buzo blanco que los uniformaba tenía estampada la sigla U.R.S.S. (una sigla que, si bien desconozco su significado, me trae connotaciones satánicas) y un par de funcionarios portaban banderas rojas con el símbolo de un martillo cruzado por una especie de espada de hoja arqueada, una hoja que parecía una luna cuarto menguante.
En ese momento, y también mientras miraba un amistoso entre Alemania y Bélgica, que resultó bastante aburrido y dio pie para este tipo de divagues, recordé una serie de charlas que tuve con mi padrastro sobre este exótico y misterioso país del norte de Europa, charlas que, más que nada, tuvieron lugar en su biblioteca, separados por una maqueta de la nave “Enterprise” de “Viaje a las estrellas” metida en una pecera que está arriba de la mesa. Pero que también supieron extenderse a los almuerzos del fin de semana, más precisamente, a sus sobremesas, cuando mi madre y mis hermanos -a los que estos temas, con sus palabras: resultan muy pesados- ya se habían levantado e ido lo más lejos posible.
En definitiva, de todas estas eruditas conversaciones entre padre e hijo, lo que me quedó fue que los rusos eran un pueblo bastante particular, un pueblo que, en su desmesurada historia y en su desolado territorio, había sufrido muchísimo, más que nada, por la opresión de príncipes y zares despóticos y desalmados, quienes, para mantener sus obscenos estilos de vida, a los adultos, a los viejos, a los niños, no solo explotaba y sumía en la miseria extrema sino que, a los jóvenes (para infinita desazón de sus madres), forzaba a alistarse en el ejército y combatir en mortíferas guerras de naciones aliadas (como ocurrió por ejemplo en la primera guerra mundial). Inesperadamente, luego de una revolución a priori imposible ocurrida a principios de siglo (con algunos aspectos muy cuestionables y otros valiosos), como el ave Fénix, el pueblo ruso se había levantado de las cenizas; tanto que se habían transformado en una de las superpotencias mundiales y, con otros pueblos cercanos del este de Europa y del norte de Asia, encabezaba un movimiento político muy importante.
Así, en este momento, las naciones eran atraídas por dos grandes imanes, de dimensiones incluso continentales, que respetaban dos valores o principios metafísicos fundamentales, principios que muchos creían irreconciliables: la Libertad y la Igualdad.
Estados Unidos, la otra superpotencia que lideraba el planeta (bajo cuya órbita de influencia estaba, por ejemplo, la Argentina) creía que la libertad era el valor básico, fundante, y todo debía sacrificarse en pos de este principio sagrado porque en el fondo, más allá de las transitorias apariencias mundanales, el ser humano era Espíritu, es decir, tenía una esencia inmaterial, y allí justamente se encontraba su dignidad.
Al contrario, los soviéticos creían que el ser humano no era más que materia, en otras palabras, pelos, piel, músculos, venas, huesos, cartílagos, líquido cefalorraquídeo… y por eso lo más importante era el principio de igualdad; y por eso, recurriendo incluso a la violencia (la revolucionaria estaba legitimada) era imprescindible remover las situaciones de origen injustas, esas que dividían a la sociedad en ricos y pobres, en clases explotadas y clases explotadoras, en dueños de las condiciones de producción y en dueños de su fuerza de trabajo, hasta que todos fuéramos semejantes, absolutamente iguales como por ejemplo (y esta imagen no la utilizó mi padrastro sino que fue un aporte mío a la charla) esos soldaditos de plomo que venden todavía en las jugueterías y que yo tenía guardados en una caja de zapato.
Y ahí nomás, al recordar esta comparación aportada a la charla -y viendo que el amistoso que veía por televisión no arrancaba- me dieron ganas de jugar nomás a los soldaditos. Sin reprimirme, apagué la pantalla, fui corriendo al cuarto, ordené en el piso dos nutridos frentes de batalla (semejando ¿por qué no? al ejército de EEUU y al ejército de la U.R.S.S) y, con una piedrita que traje el otro día de la calle (para no seguir sin fin acomodándola en la vereda), me puse a voltear muñecos para un lado y para el otro.
21 de mayo.
El recuerdo de la charla con mi padrastro sobre la Unión Soviética y el sistema comunista de gobierno, como comenté ayer, recuerdo despertado por las imágenes del seleccionado de la hoz y el martillo llegando a México en avión para disputar el Mundial, en mi alma, provocó el deseo incontenible de saber un poco más. Por eso hoy al mediodía, aprovechando que era sábado y almorzábamos todos juntos, decidí volver sobre el tema.
Pero claro, no saqué el tema de golpe y porrazo, así porque sí, sino que esperé que mi madre y mis hermanos acabaran el almuerzo (mejor dicho, los manjares del almuerzo: pollo a la crema con champiñones y papas noisette) y se fueran.
Entonces, aprovechando que mi padrastro se quedaba degustando un dedito de vino blanco en su copa de borde dorado, lo encaré con la cuestión comentándole que, por ciertas circunstancias que no venían al caso, había recordado nuestras conversaciones sobre la Unión Soviética de unos meses atrás, y me habían surgido un par de nuevos interrogantes.
Ante este horizonte de conversación y, como tengo que reconocer, ocurre siempre, él mostró buena predisposición: con su tono grave y aterciopelado de voz, me alentó a sacarme todas las dudas aunque, debía advertirme, no era un experto sobre la cuestión.
Allí nomás, viendo que el camino para iniciar otra de nuestras charlas características estaba zanjado, comencé a evacuar mis interrogantes preguntándole a mi padrastro, quien tengo que aclarar, no solo posee sólidos conocimientos teológicos sino también filosóficos, de qué forma podía pensarse ese enfrentamiento conceptual entre la libertad y la igualdad del que me había hablado, un enfrentamiento que, más allá de sus manifestaciones históricas y políticas particulares, parecía desarrollarse en un plano metafísico que no dependía de las limitadas argumentaciones humanas sino de otro tipo de instancia, como si dos antiguas divinidades mitológicas, lejos del camino trillado de los hombres, disputaran por el principio fundamental del Universo.
Frente a esta cuestión mi padrastro, que mientras la formulaba había aprovechado para acercar el platito de postre al centro de la mesa y servirse otra porción (me olvidé de decir que también hubo de postre un tiramisú de chocolate) no se mostró demasiado inspirado, para nada.
Luego de masticar el dulce con meticulosidad y tragar, respondió que, más que nada e históricamente, la libertad y la igualdad resultaban difíciles de compatibilizar.
Si bien la decepción fue significativa, realmente esperaba algo mejor de su parte, pude reponerme rápido porque tenía preparada otra pregunta, una con respecto a la cual sabía no me iba a decepcionar ya que concernía a un campo teológico del que es un especialista: la historia doctrinal de la iglesia.
En definitiva, sin insistir en lo anterior, comenté que las últimas semanas, ayudado por el “Manual de Teología para Niños” regalado por él mismo para navidad, me había puesto a investigar sobre la doctrina calvinista de la predestinación, una doctrina que, no solo me había parecido inspirada por el Espíritu Santo sino también muy edificante para la vida cristiana. Sin embargo, profundizando en sus fundamentos filosóficos, había encontrado ciertas similitudes con los principios teóricos del comunismo, por algo también llamado materialismo histórico.
Apenas escuchó mi hipótesis (y sin indagar en las demás razones de mi sospecha) mi padrastro pareció sorprendido, incluso escandalizado y se apuró a responder que de ninguna manera, que el comunismo siempre había sostenido una postura muy combativa hacía la religión, por algo llamada por Marx “el opio de los pueblos”, y especialmente hacia el cristianismo: furiosas diatribas en los medios estatales de comunicación, censuras y persecuciones, miles de hermanos muertos en Siberia y otros campos de concentración
En ese momento me hubiera gustado darme a entender mejor, defender mi hipótesis con los argumentos que, estrujando mi cerebro como una esponja enjabonada debajo de la canilla, había encontrado y, si era necesario, intercambiar con mi padrastro nuestros puntos de vista (como por desgracia suele suceder cada vez más seguido) pero me detuvieron dos consideraciones entrelazadas, por un lado, el hecho de que todavía no había formulado todas mis preguntas sobre el comunismo y, por el otro, la certeza de que si entraba en una discusión filosófica, jamás lo haría.
Reconocí con humilde sumisión (y un poco de hipocresía tengo que reconocer) el desvarío de mí hipótesis, pedí disculpas y, mientras mi padrastro se servía un dedo más de vino, comenté que todavía me quedaba por saldar una última cuestión, y era que me interesaba saber, aparte de la Unión Soviética pero, naturalmente, bajo la órbita de su influencia, qué otros países reconocían los principios de la doctrina marxista en sus estados totalitarios de gobierno,
Contra todas mis previsiones, esta pregunta sí le cayó en gracia; por eso, luego de aclarar que, sobre el tema, estaba bien informado porque en su temprana adolescencia, y antes de entrar en la Iglesia Evangélica, había sido miembro de la sede santafesina del Partido Comunista, uno por uno, comenzó a enumerar los países bajo la, con sus palabras, “nefasta influencia soviética”, sin dejar de ensayar, cosa que agradecí, un breve repaso por las últimas décadas de sus historias nacionales.
Así, recordó el llamado Pacto de Varsovia, que dio origen al socialismo estalinista en países de Europa del Este como Checoslovaquia, Rumania, Bulgaria, Polonia, Hungría; trajo a la memoria la Revolución Cubana, liderada por Fidel Castro pero con la importantísima participación del Che Guevara, la novísima Revolución Sandinista en Nicaragua, la Revolución de los Claveles, con el florecimiento de la República Popular de Mozambique, hasta que llegó a la Revolución Cultural en China y, luego de hablarme del “Libro Rojo” (una especie de Biblia maoísta) y de la doctrina de “Los Cuatro Viejos”, con su propuesta de destruir las viejas costumbres, la vieja cultura, los viejos hábitos, y las viejas ideas, me contó una curiosa anécdota del régimen que mereció toda mi atención y es el verdadero motivo de la larga entrada del diario de hoy.
En el momento de mayor auge de la revolución oriental liderada por Mao Zedong, cuando sus principios igualitarios de gobierno arrasaban con todas las estructuras opresoras del antiguo régimen político y económico y cientos de opositores eran encarcelados para que el país, levantándose como un solo hombre, abrazara la nueva sociedad, un minúsculo sector del Partido, con la ilusión de superar incluso el modelo estalinista (difundido en los países de Europa separados por la cortina de hierro) y eliminar también las desigualdades afectivas que provocaba el capitalismo, propuso abolir la familia burguesa tradicional y crear, en su lugar, células comunitarias y rotativas para repartir la crianza y la educación de los felices retoños maoístas.
Debatido encendidamente en la cúpula del Partido por dos años, el proyecto solo se terminó desarrollando en su fase experimental, es decir, en cuatro pequeñas localidades montañosas del interior del gigante asiático y supuso, por un lado, la organización permanente de asambleas para consensuar criterios pedagógicos y afectivos y, por el otro, intercambios semanales en la tenencia de todos los niños mayores de seis meses (en realidad, los niños se quedaban en sus viviendas y los mayores rotaban de una a otra).
Al terminar de escuchar esto, mis sensibles sensores espirituales despertaron del peligroso aletargamiento en el que estaban sumidos, y pregunté a mi padrastro si, esta política familiar maoísta, podía ser obra directa y maestra de Satanás, ya que parecía atentar contra los principios básicos del cristianismo (para empezar, Jesucristo mismo se había criado en el seno de una familia bastante burguesa, al menos con papá y mamá fijo) “Por supuesto” -respondió con un tono muy afectado- “Te cuento todo esto solo para que veas lo peligroso que pueden ser los extremismos políticos. El amor natural de un padre, de una madre, de un hermano es el cimiento básico de la sociedad y, sin el mismo, todo seguramente estaría perdido, se vendría abajo. En este sentido, los argentinos todavía no tenemos que preocuparnos porque la misma Constitución Nacional garantiza el derecho a la familia, junto con otros fundamentales como el derecho a la vida, a la libertad, a la propiedad privada.”
Si bien la conversación ya se había alargado demasiado, y mi madre no solo había terminado de juntar la mesa y lavar los platos sino que llamaba con insistencia a mi padrastro, la inesperada reflexión constitucionalista también me llamó la atención: luego de pensarla un instante, y aclararle que esto era lo último, le pregunté si, en alguno de sus artículos, nuestra carta magna no remitía directamente a la Biblia, diciendo algo así como que, por el solo hecho de estar en sus páginas, todo lo que decían las sagradas escrituras era verdad, había que obedecerlo, ya que era evidente que los derechos recién citados estaban también establecidos allí, y sería una buena manera de ahorrar tinta y evitar malas interpretaciones.
Creo que mi padrastro se hubiera sorprendido mucho por mi comentario (tanto como por el que relacionaba al calvinismo con el marxismo) si no hubiera estado ya un poco exhausto de la conversación o, después de mucho insistir, no se hubiera dejado convencer por mi progenitora que, vestida con un corto y trasparente camisón negro, le hacía masajitos en la espalda para que vaya con ella a dormir la siesta.
22 de mayo.
A veces, las tardes más oscuras y rabiosas de mi vida, sueño que se establece en la Tierra de una auténtica sociedad calvinista, una igual a la fundada por Juan Calvino en Ginebra en el año 1560, es decir, un Estado Teocrático en el que, tanto los asuntos significativos como secundarios de gobierno, se resuelvan conforme a los principios de las sagradas escrituras y que por eso, respetarlos a rajatabla como procuro, no te transforme en un bicho raro, en un ser estrafalario, en un triste alienígena sino en un invalorable ejemplo para los demás.
Un reloj suizo, así funcionarían los acerados engranajes de mi sociedad ideal porque todo estaría piadosamente establecido y asegurado para que el Espíritu Santo, como dice el apóstol Pablo en la carta a los Colosenses: “pueda pasearse con libertad por los caminos, por los puentes, por las plazas, por las veredas, por los umbrales”, con la certeza de ser bienvenido en el hogar que desee entrar.
A tal fin, férreas leyes y estatutos prohibirían manifestaciones malsanas de la carnalidad como el rock, el baile, los videojuegos, el cine, el pelo largo, los tatuajes, las minifaldas, los aritos en las orejas masculinas, los aplausos en los cultos. Ni hablar de la masturbación, el asesinato, la violación y las burlas en la escuela.
Las burlas en la escuela, para explayarme en el caso, serían penadas con varillazos de los profesores en las nalgas desnudas de los culpables, coloradas y ensordecedoras reprimendas en la cola de los reidores hasta que, por la sempiterna gracia divina y de una vez y para siempre, las risas se inviertan y ese versículo bíblico que afirma que lo débil del mundo eligió Dios para humillar a lo fuerte, y lo menospreciado eligió Dios para abatir a lo vanidoso, y lo tonto a lo sabio, y lo que no es para deshacer lo que es, pierda protagonismo, sea solo una linda combinación de palabras (tal vez una declaración de principios) y no, como en el presente, una realidad que se hace piel y hueso, que se hace carne pero carne chamuscada en la vida de los verdaderos hijos de Dios.
Un estado calvinista como Dios manda, con innumerables reglas y escasas diversiones, para que después de todas estas correcciones a punta de varilla, la risa de los reidores se confunda ahora y por los siglos de los siglos con el llanto de los débiles. En otras palabras, un estado silencioso, donde solo se diga lo justo e indispensable: saludos protocolares, fórmulas de cortesía, letras de himnos, versículos bíblicos.
Cada cuatro años, eso sí, se jugaría el Mundial, esa sería la única concesión teocrática al óseo y el entretenimiento, un Mundial quizás sin barras bravas, sin hooligans como los que, hace tres días, destrozaron un bar de Guadalajara porque el mozo no les puso rápido en la tele un amistoso de su selección, pero con el resto del circo igual, con periodistas deportivos hablando todo el día sin ton ni son (si tiene que jugar Garré o el Vasco Olarticoechea, si un delantero o dos, si sirven o no sirven las jugadas preparadas) con los cucos de siempre (Alemania y Brasil) con los suecos y los daneses pintarrajeados en las tribunas, con la ceremonia de apertura (un embole culturoso en el momento oportuno) con la lotería de los penales a partir de octavos, con todo eso en definitiva que al acostarse uno a la madrugada (aunque te duelan las palmas de las manos por apretar tanto y tantas veces las canillas para abrirlas y cerrarlas) sigue dando vueltas y vueltas en la cabeza como la ruedita de metal de un hámster, impulsado por la ilusión de que Argentina salga de nuevo campeón del mundo.
23 de mayo.
Realmente ¿tiene chances la selección argentina de salir campeón del mundo? ¿De dar la vuelta olímpica en el estadio Azteca, como se acostumbra: a cocollito y en paños menores? Y sí, si lo están pensando tienen razón, a la pregunta debí hacérmela antes, mucho antes de perder cientos de horas escuchando entrevistas periodísticas y viendo partidos amistosos y programas de televisión sobre el Mundial, pero bueno, más vale tarde que nunca.
En principio la respuesta es no, ni a ganchos, si uno se pone a comparar puesto por puesto, salimos perdiendo con varias selecciones.
Hagamos la comparación con Brasil, nuestro clásico rival sudamericano. En la defensa, Branco es un marcador de punta mucho más completo que Garré (que apenas puede correr de atrás y molestar a los delanteros); Julio Cesar que Ruggeri; Edinho que Cuciuffo. En el mediocampo, no podemos poner a la altura a Batista con Sócrates (ambos son lentos pero el paulista es mucho más talentoso); tampoco a Giusti con Alemao, a Burruchaga con Sico. En la delantera, si bien tanto Careca como Valdano son finos e infalibles nueve de área, el brasilero viene con más continuidad que el nuestro, que en los partidos importantes del Real Madrid, su equipo, no juega nunca de titular.
Esto respecto al probable once inicial, pero si cotejamos los entrenadores también salimos perdiendo: Tele Santana es un técnico reconocidísimo a nivel mundial, que respecta sagradamente la elegancia, el firulete, el toque de primera y en el aire, en definitiva, el estilo malabarístico del jugador verde amarelo y, a esta altura, ya nadie sabe qué es lo que quiere hacer el narigón Bilardo (en este punto, reconozco, el periodismo me lavó un poco la cabeza).
El argumento a nuestro favor, el argumento tranquilizador es Maradona: “Pero nosotros tenemos a Maradona”, “Pero nosotros tenemos a Maradona”, “Pero nosotros tenemos a Maradona”, ese es el neurótico estribillo de los periodistas en cada nota, en cada columna de opinión, en cada mesa de debate.
¿Pero es tan así? ¿Puede un solo jugador, por más que sea un fenómeno, un extraterrestre, compensar a otros diez? A un arquero como Pumpido, que es apenas cinco puntos, a un marcador de punta como Clausen, que va al ataque y tira buenos centros pero cuando vuelve y tiene que marcar… ¡ay, ay, ay! ¡Mamita querida! ¡Agarrate! A la falta en el plantel de un verdadero wing derecho, de un petiso endemoniado que desequilibre por ese costado.
Yo prefiero pensar que hay otro factor a nuestro favor, uno más importante y que, hasta la fecha, no escuché que ningún periodista tuviera en cuenta: hace cuatro años Argentina perdió la guerra de Malvinas contra Inglaterra.
Sí, sí, ese es el argumento más fuerte que tengo para afirmar que nuestra selección va a ser campeón del mundo (y ojo que no lo estoy diciendo en broma, me parecería un pecado muy grave -y ustedes saben cómo soy con el pecado- bromear sobre una cosa así, sobre una guerra terriblemente cruenta, que costó la vida de cientos de jovencísimos compatriotas).
¿Cómo puede repercutir el resultado de un conflicto armado en una competencia deportiva? -se preguntarán ustedes- ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? (es más, no solamente se lo deber estar preguntando sino que me deben estar exigiendo una rápida explicación, indignados por la posibilidad de que esté tomando para la chacota un tema tan serio, tan sensible).
Bueno, muy simple, en que creo que los equipos rivales, en especial, los que viven en países sin conflictos armados recientes, van a sentir un poquito de lástima, un poquito de compasión por la desgracia que sufrió nuestro país, y eso, en una competencia como esta, puede resultar muy contraproducente.
Quiero aclarar bien lo que estoy diciendo, no estoy pronosticando que, sensibilizados por la reciente tragedia bélica, al ver que nuestros delanteros se acercan al área con posibilidades de convertir, los defensores rivales los vayan a dejar pasar como Pancho por su casa, o que a los arqueros, cuando pateen al arco, se les escurra la pelota entre los pies (no soy tan inocente como para pensar así) sino que estoy imaginando situaciones mucho más sutiles, mucho más imperceptibles: es probable que en algún momento del partido, solo uno tal vez (ese en el cual Bochini puede aprovechar para desmarcarse, recibir, y, de primera, meter un pase entre líneas que lo deje solo a Maradona) a causa de las imágenes difundidas de la masacre de nuestros soldados, por la cabeza de los jugadores contrarios pase un pensamiento de más, una debilidad, una insospechada desconcentración y eso, teniendo en cuenta la jerarquía, la genialidad de los jugadores recién nombrados, puede resultar fatal.
No sé… obviamente que me gustaría que los argumentos a favor de la selección sean otros, sean exclusivamente futbolísticos, pero supongo que en el momento no me va a importar, que ni siquiera se me va a cruzar por la cabeza la posible lástima rival y yo también, a miles de kilómetros de distancia y con un gorrito celeste y blanco bien encasquetado en la cabeza, me voy a unir a ese abrazo interminable, soñado tantas veces entre Maradona y El Diez.
24 de mayo.
Antes que nada, me gustaría aclarar los motivos del pronóstico de ayer sobre la participación argentina en el Mundial, porque tal vez dé lugar a malentendidos contraproducentes, a conclusiones poco edificantes.
Lo que dije, no fue que Dios realizaría una disparatada compensación por la cual, como perdimos hace cuatro años la guerra de Malvinas, ahora ganaríamos la competencia.
Esto ya lo entendí bien y no hace falta que me lo sigan repitiendo (mi padrastro, la abuela Chochi, los maestros de mi escuela Juan José Paso, los líderes del grupo de preadolescentes de la Iglesia): Dios no se dedica a compensar las cosas de esta forma, Dios no salva el alma de un niño por toda la eternidad porque antes dejó que muera su padre biológico, tampoco le permite disfrutar de una posición económica familiar desahogada, con ciertos lujos de clase como bañadera, televisión por cable, lavaplatos porque su madre por él demuestra poco afecto natural, o va a cumplir su sueño de ser jugador de fútbol profesional, un sueño que ¡vamos! ¡sincerémonos! tienen todos los chicos, porque sus compañeros de escuela se burlan de sus trastornos obsesivos compulsivos.
En realidad, no sabemos bien cómo y con cuánta asiduidad obra Dios en la historia, pero de esa manera seguro que no, que eso no tiene nada que ver con su plan maravilloso para el universo.
Mi argumentación de ayer iba por otro lado, solo quería poner el foco en la naturaleza propia del ser humano y en cómo esta podía repercutir en la competencia, pero ahora que lo pienso, la palabra “lástima” (ese sentimiento que provocaría la camiseta color del cielo en los rivales de turno y nos daría un plus de ventaja) tampoco refleja la idea del todo, por lo que, si me permiten, intentaré brevemente explicarme mejor:
Estoy convencido (y como aprendí en mi Manual de Teología para Niños, esta certeza también es muy calvinista) de que la naturaleza humana está totalmente depravada, de que el corazón del hombre (como prueban, una y otra vez, los corazones de mis compañeritos de grado) está corrompido hasta el más vil despropósito, hasta el más absurdo sinsentido y si no fuera por la inmotivada gracia divina, que, por medio de los cristianos, ilumina de rebote este mundo cruel, las cosas estarían todavía peor, los hombres se harían mucho más daño y, para dar solo un ejemplo, le sería prácticamente imposible a cualquier chico decente poner un pie en la escuela.
El ser humano, sin embargo, tal vez para poder mirarse al espejo a la mañana y no sentirse tan mal consigo mismo, disfraza su alevosa y encarnizada maldad con el velo blanco de la compasión, de la misericordia por el prójimo, pero en el fondo estos sentimientos no son más que la otra cara de la misma moneda, de ese metal impío y devaluado que acompaña todos, hasta los aparentemente más amorosos y solidarios, intercambios humanos.
Ahora que lo veo, creo que no aclaré mucho lo que quería decir ayer, que, para decirlo con una metáfora de jardín, en lugar de pasarle el barrefondo a la pileta, le tiré una palada de tierra.
Pero bueno, recién tengo diez años, tal vez en el futuro, y no en un diario confesional sino por otros géneros literarios (por qué no, un buen tratado de teología calvinista, uno como hace cuatrocientos años no se escribe) pueda darme a entender mejor.
25 de mayo.
Hace unos cuantos días, creo que a principio de mes, me pregunté si, por la brutal distancia temporal, cuando fuera un triste cuarentón y estuviera pelado, panzón, ojeroso, con arrugas en la frente y las manos, mis recuerdos del Mundial del ochenta y seis serían tan borrosos como las imágenes entrecortadas y lluviosas que veía en la pantalla del televisor (recuerden que en casa todavía no habían puesto el cable y la antena clavada en una papa captaba las señales de aire con pésima calidad).
Ahora, que seguí rumiando esto y la competencia está a punto de comenzar, me gustaría corregir, como dicen los verdaderos escritores, pulir la afirmación anterior: A veces miro mis manos, agrietadas prematuramente por el agua helada de la canilla del baño, y me imagino, con treinta años más, tratando de recordar el Mundial del ochenta y seis: los pases gol de Bochini, las apiladas de Maradona, los cabezazos de pique al suelo de Valdano, las rabonas del Bichi Borghi.
Eso sí, las miro solo un ratito y de reojo porque si no me da un poco de pena tenerlas tan feas, con la piel tan parecida a la de un lagarto; sobre todo, si las comparo con las vigorosas y rozagantes manos de mis compañeritos de grado, manos que suelo admirar mientras recibo sus palizas en el baño de la escuela, luego de acercarme allí para seguir lavándomelas.
Pero bueno, según San Pablo en la carta a los Gálatas, cuando se produzca el arrebatamiento, la segunda venida de Jesucristo (una venida a medias porque el Salvador se detendrá en el aire, según el pastor, más o menos a la altura de un rascacielos y desde allí buscará a los vivos y a los muertos en Cristo) nuestro cuerpo será transformado en un cuerpo de gloria, en un cuerpo adaptado sobrenaturalmente para vivir en la eternidad y lo más apetecible, lo más consolador de todo esto es que la adaptación se realizará usando como modelo nuestra más lindo aspecto corporal, el cual, en mi caso particular, creo que estaría cerca de los ocho años, que fue el momento en el que comencé a estropearme las manos por lavarlas tan seguido.
26 de mayo.
El problema que surge a partir de la segunda venida de Jesucristo para buscar a su iglesia: la transmutación del cuerpo de corrupción de los santos en un cuerpo de gloria, merece (más allá del comentario pijotero que hice al final de la entrada de ayer) que sea motivo, y motivo extendido, de mis precoces reflexiones teológicas.
Tal vez alguno se pregunte: ¿Qué necesidad? ¿Por qué, a una edad tan tierna, tan luminosa, tan prístina, hacerse mala sangre con un problema así y no salir a disfrutar del día? (en este caso, al comienzo de un fin de semana largo, una tarde con un cielo despejado y una brisa refrescante) pero bueno, si algún lector hipotético se lo pregunta es porque él también, en lugar de aprovechar el tiempo libre de cualquier otra manera, decidió leerme.
No sé, tal vez podríamos hacer un pacto (para llamarlo de manera simpática y académica, un pacto de no lectura) y yo, en lugar de comenzar una vez más con mis disquisiciones teológicas, que en este caso corresponden tanto al campo de la escatología como de la antropología bíblica, me voy al campito del vagón (el que queda más cerca de casa) para ver si se armó un picado y ustedes cierran este diario y se van a hacer otra cosa, mejor dicho, se van a hacer lo que más les guste en la vida, eso que siempre, siempre los colma de felicidad; mañana sí nos encontramos en este mismo lugar e intercambiamos nuestras experiencias, es decir, yo les cuento las mías y ustedes me escuchan atentamente y piensan en las suyas cosa que, como saben, es lo más parecido a una conversación convencional que, por un medio como este, podríamos tener.
¿Les parece? No sé, es una idea nomás, sino volvemos a la resurrección final y continuamos desarrollando el problema de la identidad corporal de los muertos en Cristo a pesar de los procesos de transformación física y química que sufre la materia orgánica por el transcurso irremediable del tiempo, un problema que, por lo conversado con mi padrastro en el almuerzo de hace un rato, entre paréntesis un almuerzo sabrosísimo: lasaña de pollo con salsa puttanesca y de postre masas finas, viene desvelando a los teólogos desde hace más de veinte siglos e incluso, en el año 230 después de Cristo, provocó un cisma en la Iglesia.
¿No? ¿Mejor lo dejo para mañana y me voy nomás a jugar a la pelota porque, ahora que lo piensan, ustedes también tenían otra cosa que hacer?
Está bien, quedamos así, pero no se hagan los tontos, mañana sí escuchan con atención todo lo que tengo para decir sobre este intrincado asunto de teología especulativa. ¿Estamos de acuerdo? ¿Trato hecho?
Bueno, cierren el diario entonces.
27 de mayo.
¡Holis! ¿Qué talco? ¿Cómo andamio? ¿Cómo la pasaron ayer, haciendo eso que más les gusta?
Aunque no puedo escuchar sus respuestas, de todo corazón espero que sí, que la hayan pasado genial. Aprovecho para contarles que a mí también me fue bien. ¡Requetebién! La verdad, no me arrepiento de, en lugar de seguir teologizando, haberme ido a patear un rato.
Ni un poquito, si bien tardé en llegar (el campito está a tres cuadras pero me demoré media hora buscando un pedazo de baldosa que me pareció patear sin querer para acomodarlo y que nadie se tropiece por mi culpa) cuando finalmente lo hice recién habían llegado tres chicos que jugaban un gol-entra con una pelota de goma y que, al verme al costado de la cancha, paradito como un juez de línea, no tardaron en invitarme a participar. A los pocos minutos llegaron también otros seis o siete chicos de mi edad con una pelota de cuero naranja, y ahí nomás se armó un lindo picado.
No me gusta fanfarronear (ya saben: ¡pecado, pecado!) pero tengo que admitir que mi rendimiento futbolístico fue más que aceptable: pases al pie, gambetas hacia adelante, asistencias bochinescas, la mayoría -reconozco- cuando quedaba frente al arquero y tenía un compañero con el arco libre, tres goles, uno muy lindo definiendo al palo después de gambetear dos defensores.
Es cierto que un par de veces tuve que detener mis corridas con la pelota para cerrar los ojos un instante y pedir perdón por todos mis pecados (como acostumbro cuando se me cruza un mal pensamiento) pero, esta vez, los chicos que jugaban conmigo o no se dieron cuenta, o no me lo hicieron notar.
En definitiva, la pasé tan pero tan genial que esta tarde, en lugar de pasar por la Iglesia Metodista para ver si estaba abierta (como anticipé que iba a hacer, el último domingo fui más temprano, cerca de las diez, pero tampoco había nadie) me dirigí de nuevo al campito y, luego de esperar un par de horas debajo del ficus acostumbrado, vino otro grupo de chicos con pelota que no tardaron en invitarme a jugar y, si bien mi rendimiento no fue tan memorable como el de ayer (tal vez porque mis músculos ya estaban cansados y no obedecían las órdenes) pude otra vez sacarme las ganas.
28 de mayo.
Para comenzar esta entrada me gustaría aclarar algo: si el día de mañana, por compartir con Cristo la eternidad en el cielo, ya no estoy más en La Tierra y de casualidad alguien encuentra este diario, y no solo lo encuentra sino que lo juzga interesante, y no solo lo juzga interesante sino que, concienzudamente, desde el principio y hasta el final, se pone a leerlo (difícil, muy difícil pero puede ocurrir) quizás se sorprenda de encontrar tachadas las dos últimas páginas del día anterior, es más, quizás no solo se sorprenda sino que intente descifrar, detrás de las interminables tachaduras, qué decían esas palabras (un peritaje detectivesco, arqueológico, que tomaría muchas semanas)[1].
Para evitar pues este incordio en mis curiosos y cada vez más hipotéticos lectores, quería aclarar que en esas líneas canceladas no había nada que valga la pena, que amerite el peritaje sino solo dos frases repetidas una y otra vez: “despuntar el vicio” y “sacarme las ganas”, “despuntar el vicio” y “sacarme las ganas”, “despuntar el vicio” y “sacarme las ganas”.
¡Qué delirio dirán ustedes! ¡Qué desperdicio de tinta y papel! ¿Por qué tanta vacilación? ¿Si la diferencia entre una frase y la otra era insignificante?
Muy simple, porque al principio la que me salió naturalmente, en relación -se acuerdan- con eso que había hecho este sábado en el campito, fue “despuntar el vicio” (¡claro! despuntar el vicio con la pelota) pero apenas terminé de escribir la palabra vicio, con sus cinco letras alineadas de izquierda a derecha, una pregunta recelosa me llamó la atención (fue como si la palabra “VICIO” no solo me hablara sino levantara el dedo índice para amonestarme): “¿Por casualidad, no estarás haciendo apología del delito?”
Ahí nomás, un poco asustado por la voz punitiva que emanaba de la página, taché la frase por primera vez y, piadosamente, escribí “sacarme las ganas”. No obstante, al acabar de hacerlo, vino a mi cabeza un erudito descubrimiento de crítica literaria: “¡Es una metáfora!”, “¡Es solo una metáfora!” y esta revelación, feliz, me hizo tachar otra vez para volver a la primera alternativa, que es la que más me gustaba.
¿Pero por qué una metáfora y no otra? -me pregunté a continuación- ¿No hay acaso una fuerte carga valorativa en la elección de nuestras figuras retóricas, nuestro corazón, no es revelado también por ellas? Y el peso metafísico de estas preguntas, cayendo en mi alma como una lluvia de meteoritos en un valle recientemente urbanizado, aplastó las certezas más profundas alcanzadas hasta ese momento.
¡A la pucha! -medité ahora- Se ve que hay que caminar con pies de plomo en este mundo impío, enfermo, para no resbalar por el pecado, para no pasar gato por liebre (mientras tanto, la lapicera volvía a tachar y escribir la frase alternativa; a esta altura, para no seguir arruinando el cuaderno, lamentaba haber perdido el Liquid paper en la escuela). Pero entonces comprendí que, tal vez en mi caso, el fútbol sí se estaba transformando en una especie de vicio, de ciego y peligroso fanatismo que, por ejemplo, ese mismo sábado me había impedido visitar la Iglesia Metodista para buscar a los últimos calvinistas, que era lo que la voz interior del Espíritu Santo me había dicho que debía hacer.
Claro, esto bastó para que tache ahora “sacarme las ganas” y escriba en su lugar “despuntar el vicio”, cosa que hice todavía con buen ánimo, con entusiasmo, con una injustificable alegría pero olvidando preguntar (cosa que remedié al toque) el contexto en el cual había utilizado las palabras, el contexto que seguramente establecía si la metáfora tenía un sentido condenatorio, de censura respecto a la acción referida o un sentido irónico, chistoso que, tomando a la chacota el tema, otra vez, me hiciera caer en el pecado de la apología del delito.
¡A la mierda! ¡Recórcholis! ¡Qué complicado! -reflexioné una vez más.
No obstante, era evidente que, en ese contexto recreativo, la palabra vicio no iba para el lado reprobatorio que yo quería sino para el otro, para el irónico. En definitiva, así estuve dos páginas, escribiendo y tachando, escribiendo y tachando, escribiendo y tachando, escribiendo y tachando las mismas oraciones pero, en realidad, de esto no era de lo que quería hablar hoy sino de otra cosa, de una mucho más amena ya que, hace un rato, una hora y media para ser preciso y luego de, inesperada y forzosamente, tener que declararle mi amor, acabo de ponerme de novio (al menos por un ratito) con la chica más bella y dulce del planeta.
¡Sí! ¡Genial! ¡Aunque en este contexto resulte inconcebible!
Para que entiendan y desde el principio, paso a contar los pormenores. Desde hace un tiempo, más o menos ocho meses, siento algo especial por Celeste, una chica de mi edad, diez años, que conozco de la iglesia y con la cual hasta ahora nunca había cruzado una palabra y me limitaba a mirar en los cultos, girando la cabeza una y otra vez hacia atrás porque siempre se sienta con sus padres en las últimas filas.
Créanme que cada vez que lo hacía, para el alma, era una verdadera caricia metafísica. Ahí sentada en los bancos de madera con reclinatorio, con su pelo lacio castaño oscuro recogido por trenzas, con su mirada serena, tanto como el reflejo de la luna en un lago transparente, con sus gestos mínimos, con su piel blanca como la nieve; y luciendo siempre camisas lisas con pañuelos al cuello, faldas anchas y sueltas de colores pálidos y sandalias rusticas de cuero (creo que viste así porque su padre es peón rural y vive con su familia en el campo)
Hasta ahora, siempre había pensado que, por nuestra compartida timidez y las marcadas diferencias de clase, la relación tenía pocas chances de llegar a buen puerto y, en el recuerdo, quedaría solo como mi primer enamoramiento, ese sentimiento por la persona del otro sexo (anticipado por los mayores desde la primera infancia) que, junto con mi amor por Cristo (un amor que de solo pensarlo me hace llorar a gritos) constituyen todas las aspiraciones que tengo para mi vida en el día de mañana.
Como sea, esta noche se produjo el milagro, un milagro cuya necesidad inmediata -aclaro- yo mismo había dispensado a Dios porque en este aspecto, el de mi futuro sentimental, estaba dispuesto a esperar bastante tiempo más para que se resuelva (casi hasta el doble de mi edad: dieciocho años fue la fecha tope que le puse a mi redentor).
El compromiso -y ahora van a entender todo- se concretó al final del culto dominical, en una vereda vecina al templo por donde, excitados y muy transpirados, solemos correr con mis compañeros de la escuelita bíblica -debo reconocerlo- distrayéndonos con juegos mundanales como la pifia, la mancha, la escondida, el gallito ciego pero que esta vez, por propuesta de uno de los chicos más grandes, aprovechamos de una manera mucho más tranquila: jugando a “Verdad y consecuencia”, un juego que, como la mayoría sabrá, consiste en formar una ronda y, por el girar azaroso de una botella, en este caso una botellita de coca cola, ir eligiendo entre reconocer una verdad, en general vergonzosa, o someterse a una prenda, la cual también suele poner en aprietos.
Así estuvimos un buen rato, pasándolo con chanzas y risas hasta que, claro, me señaló el pico de vidrio de la botella y, para no ser forzado a realizar una prenda que ponga en jaque mis patrones de santidad, escogí verdad, con la que justamente me conduzco en todas las áreas de mi vida, y por este mismo principio de conducta, cuando se me preguntó si era verdad que yo gustaba de Celeste (la cual participaba por primera vez de nuestros juegos) tuve que reconocer que sí.
Obvio, todos se asombraron por la facilidad con la que había sido forzado a reconocer mi amor, un sentimiento que, por motivos estratégicos, de conveniencia, suele esconderse de mil maneras diferentes de propios y extraños. Incluso, en vistas de los pasos a seguir, se produjo cierta vacilación colectiva y este estado de incertidumbre (silencioso, un poco ridículo) se prolongó hasta que Tomás, el chico que había propuesto el juego, buscó a Celeste -que por vergüenza había salido de la ronda- para preguntarle qué pensaba de todo esto que estaba pasando y ella (y esto, aparte de escucharlo con mis propios oídos, lo sentí en lo profundo del corazón) reconoció que también gustaba de mí.
Como se imaginarán, escuchada la declaración me abalancé corriendo para confirmarla (a diferencia de lo que ocurre en mis carreras del campito con la pelota, esta vez ningún pecado por confesar hubiera podido detenerme) pero al llegar a su lado sufrí una cantada decepción: ella, más pálida que nunca, negó todo enfáticamente y, luego de otros segundos de mutismo, aprovechando que sus padres, como ya habían terminado de saludar a los hermanos, la llamaban desde un rastrojero rojo todo destartalado estacionado en la vereda de enfrente, se fue corriendo.
Recién me volvió el alma al cuerpo cuando, después de girar en U en la esquina, la camioneta doble cabina pasó de nuevo por el templo y la vi (y no solo la vi, sino que cruzamos la mirada) sentada en el asiento de atrás.
30 de mayo.
Hoy, acostado en la cama con dos almohadones en la espalda, estuve imaginando casi todo el día cómo sería mi vida con Celeste en el campo.
Antes de seguir, tengo que aclarar algo fundamental. Estoy convencido, y esta convicción está unida a mi alma con férreos eslabones espirituales, que, acá en la Tierra, Dios puede anticipar la felicidad que, eternamente, disfrutaremos con él en el cielo, es decir, que las líneas troncales de la vida humana pueden coincidir con propósitos divinos más generales, haciendo que nuestro paso por este mundo se convierta en una linda aventura, en un recreo (claro, no como los recreos que soporto en la escuela culpa de mis compañeritos de grado). Entonces, el ser humano deja de sufrir por el envejecimiento de la carne, entonces, la certeza de que lo que pasó pasó bien y de que lo que todavía falta por venir va a venir de la mejor manera posible, eclipsa el dolor por el transcurso irremediable del tiempo.
Eso, ese sentimiento de completo bienestar existencial, en términos espirituales se llama “estar lleno del Espíritu Santo” y, en este mundo injusto, desquiciado, desde que tengo uso de razón, mi más alta aspiración es estar lleno del Espíritu Santo. Pero ahora puedo agregar que no quiero estarlo solo sino al lado de Celeste, siempre, siempre al lado de Celeste, el tiempo que falte para que Jesucristo me venga a buscar.
Por eso, no me importaría adaptarme a sus costumbres familiares y vivir en el campo, es más, creo que ya le estoy empezando a sentir el gustito: levantarme al despuntar el alba con el canto de los gallos, ordeñar las vacas en el tambo, contar y arriar el ganado, reparar el molino y las tranqueras, arar la tierra con el tractor, recoger la cosecha, sabiendo que, al caer la tarde, el amor de mi vida me va a estar esperando en un sillón de lona acomodado en el patio del rancho (un patio cuyos límites geográficos serán las suaves líneas del horizonte) para cebarme unos amargos y charlar con ganas, de todo un poco pero más que nada de nuestros hijos, de nuestros queridos retoños que, imitando el bello entorno natural, crecerán sanos y fuertes.
Por supuesto, eso no sería todo ya que, los domingos a la mañana, nos subiríamos a nuestro propio rastrojero rojo todo destartalado para viajar hasta el pueblito más cercano (un pueblito limpio y ordenado, con las veredas, las plazas y los monumentos patrios relucientes) y asistir a una Iglesia evangélica tradicional, una congregación que, es probable, no tendría más de veinte, veinticinco miembros pero, entre otras, conservaría la bella e inspiradora tradición protestante de usar los viejos himnarios de cuero. Y cuando en el culto llegue el momento de abrir ese librito negro para entonar un himno añejo sentiría nuevamente (y digo “nuevamente” porque sé muy bien que la vida no es perfecta y en el campo también tendría mis incordios) que está bien, que las arrugas de mi piel (ahora no solo tendría las manos agrietadas sino todo el cuerpo) están justificadas, están bien puestas; porque hice lo que tenía que hacer, porque hice mi parte y Dios (de esto no dudo jamás, ni siquiera un segundo) también hizo la suya.
Es muy posible que el himno se me vaya en estas reflexiones y me pierda buena parte de su letra pero entonces, y antes del verso final, apretaría la mano de Celeste, con afecto, con dulzura, con amor conyugal en definitiva y ella -que también sería casi una anciana pero no habría disminuido un ápice su hermosura- sabría a la perfección el significado del apretón: que el antiguo cántico espiritual me había conmovido y esa noche, después de la cena, me gustaría repetir su interpretación pero en familia, en los sillones de mimbre del living, con el hogar a leñas encendido, por qué no, con un vasito de lemoncello. También con el acompañamiento del piano. Sí sí, del piano, porque alguno de los ocho o nueve hijos que tendríamos sabría tocar el instrumento y no me negaría el gusto.
Pero bueno, ese fue uno solo de los sueños del día, de un día que, como dije, se me fue en gran parte acostado en la cama con este tipo de imaginerías o imaginierías (esta palabra me gusta más porque me recuerda a mi padre natural que era ingeniero) con Celeste, con mi dulce y lánguida Celeste, que seguiría usando pañuelos y amplios y desteñidos vestidos rurales y, ahora que lo pienso, espero que también le gusten los himnos protestantes porque si no se arruinarían más de la mitad de mis planes.
Superada la etapa más grave del enamoramiento (más o menos, a eso de las siete de la tarde) me levanté, caminé hasta el living y volví a prender la tele para ver qué decían del mundial porque empieza en solo tres días.
¡No saben! ¡No saben cómo estaba el ambiente! ¡Lo hermoso que zumbaba el avispero! Que si cuatro o cinco defensores, que si uno o dos delanteros, que si tenía que jugar Clausen o el negro Enrique, que si había que ganar sí o sí con Italia o el empate era un buen resultado. Todos parecían tener algo que decir y, en general, elegían decirlo gritando y encima del que estaba hablando antes.
Cuando se salía del tema de nuestra selección, se nombraba muy seguido a Michel Platini, el muy fachero astro francés que juega en la Juventus y acaba de ganar la Intercontinental contra Argentinos Juniors. Según parece, en Europa se lo quiere poner a la altura de Maradona; allí, se vende el mundial como un duelo épico entre ellos para ver quién se queda con el puesto de mejor jugador del mundo.
Hay que reconocerlo: en los amistosos previos Platini la viene rompiendo: dos goles contra Nicaragua, uno contra Tunes, un tiro libre en el ángulo desde cuarenta metros contra Alemania oriental; mientras el Diego no hace otra cosa que analizar con Bilardo videos de los rivales y dar vueltas alrededor de la cancha para adaptar los pulmones a la altura del D.F.
Hablando de todo un poco, como los locos vieron, pero como los locos lindos: Qué tipo raro que es Bilardo ¿no? Digo, más allá de la cuestión táctica. Insólito, disparatado. Tiro un dato más que me enteré hace poco: aparte de entrenador es ginecólogo y estudió la carrera de medicina en su juventud, cuando empezaba a jugar a la pelota de manera profesional. ¿Qué futbolista hace eso, estudia completa una carrera universitaria, y tan larga? Y no es que fue un futbolista de medio pelo, jugaba de mediocampista central en Estudiantes de la Plata y ganó dos Copas Libertadores y una copa Intercontinental. Hay que reconocer que “El Narigón”, como despreciativamente lo llama el periodismo, se exigió mucho en la vida, más que la mayoría.
La verdad, me hace acordar a Aparicio, mi padrastro. Él también ya tiene una carrera universitaria (la de bioquímico, que ejerce a la mañana en el Ministerio de Salud) pero como parece que no le alcanza, en la Facultad Católica de Santa Fe, empezó una licenciatura en filosofía para especializarse en el pensamiento medieval. Obviamente, por la exigencia académica (cursado, parciales, trabajos prácticos, exposiciones orales), en casa se lo nota algo estresado los últimos meses, histérico para ser sincero, pero bueno, ya va a terminar el cuatrimestre y va a estar mejor.
Cuando eso ocurra (y me van a tener que perdonar, pero ahora me voy a desahogar un poquito) espero que utilice su tiempo libre para llevarme a la heladería, cosa que prometió si yo levantaba -como estoy trabajando duro para levantar- el tres en matemáticas que el último trimestre me pusieron en la libreta (según mamá, por el aumento exponencial de mis repeticiones trastorno compulsivas).
No puedo negarlo, el último día del niño, un domingo que, de manera excepcional (salvo yo que, justamente, estaba castigado por mis bajas notas) mi padrastro llevó a mamá y a mis hermanos a una heladería artesanal nueva llamada la Vía Verónica (una heladería que, según la crítica gastronómica especializada, pasó a ser la mejor de la ciudad) y volvieron todos felices, con inmensos cucuruchos bañados en chocolate, me quedé con ganas de ir, es más, me quedé con la sangre en el ojo.
Pero bueno, ya está, no nos pongamos tristes porque no es la idea, con este diario, no es la intención andar lagrimeando gente; todo lo contrario, mi propósito es que si algún amigo, familiar, incluso desconocido lo encuentra el día de mañana en algún cajón, depósito, baúl abandonado y se pone a leerlo, en lugar de detenerse en los escasos momentos tristes como el de recién, repare en el descomunal gozo que Dios puede llevar al corazón de sus Hijos, una felicidad que, como dice su palabra, sobrepasa todo entendimiento.
Por eso, más allá de lo raras que fueron las últimas semanas con esto del mundial, me gustaría que se detengan también en los meses anteriores, en esas páginas tan edificantes para el cristiano, repletas de versículos, de letras de himnos, de reflexiones bíblicas, incluso de poemas y canciones propias inspiradas por “El Consolador”, el cual aclaro: no es el aparato que encontré la otra tarde en el cajón de la cómoda de mi abuela (y que no sé para qué sirve ni cómo se usa) sino uno de los nombres del Espíritu Santo.
31 de mayo.
“El tiempo es una mamadera de oro”, escribí en uno de esos poemas espirituales de los meses pasados recordados ayer. “El tiempo es una mamadera de oro…” No sé bien qué significa pero el verso me gusta; tal vez tenga que ver con la eternidad, si en el cielo, como dice Juan en el Apocalipsis, las calles serán de oro, es probable que las mamaderas sean del mismo material.
En definitiva, es solo una idea chistosa, una imagen literaria que salió bien. Voy a extrañar los días de mayo. Es verdad que el Mundial todavía no empezó y me gustaría ya que Maradona estuviera alzando la Copa del Mundo, pero tengo que reconocer que esto de esperar también tiene su gustito, tiene su gracia.
Antes de terminar las entradas del mes, me gustaría completar una explicación que, en su primer día, dejé incompleta. En esa ocasión, comentando la importancia de acomodar bien las zapatillas debajo de la cama (¿recuerdan? para no patearlas sin querer al ir al baño) remarqué también la necesidad de meter, como se debe, las medias adentro, pero no terminé de explicar de qué manera sino que, paradójicamente, pateé el asunto para más adelante.
Ahora llegó el momento de cumplir la promesa: básicamente, lo que hay que hacer es: primero, estirar las dos medias y poner una encima de la otra, luego, desde abajo hacia arriba pero sin llegar hasta el final, enrollarlas con cuidado, por último, abrir la boca (la boca de la media no la de uno) y pasarla por afuera del rollo para apretarlo bien.
[1] (Nota del editor) Para evitar gastos superfluos de imprenta, en la presente edición se decidió suprimir esas dos páginas, efectivamente tachadas.
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