Sale el sol, y con él, otro día más entregada a los designios de Dios. Lo primero preparar el café, cortar un trozo de bizcocho de limón, el favorito de mamá. Calentar la leche y ponerlo todo en una bandeja. Ahora es momento de despertar a madre, suavemente la beso en la frente y con ojos aún dormidos me sonríe. Yo devuelvo el gesto mientras le doy los buenos días. La incorporo en la cama donde desayunará.

Madre no ha sido la misma desde que escuchó en el parte, que la zona de guerra en la que se encuentra padre fue bombardeada. Desde que partió lo escuchamos a diario y ese fatídico día sonó el nombre de su división. Ella se quedó sin habla, rígida como una tabla, con el cuerpo entumecido. No derramó ni una lágrima. Desde ese momento no ha vuelto a decirme una palabra, no sale de su cama. Se abraza a la almohada de padre y allí se queda tumbada. Solo vive en sus recuerdos, le habla a esa almohada con sonidos guturales e incomprensibles, esa almohada que lleva sin lavarse desde que partió a la guerra para no olvidar su olor. Le narra su vida antes de que la tragedia de un país los separara para siempre. Le canta canciones de amor, se las susurra a un oído imaginario.

Me duele. Me duele tanto verla así, ver como se abandona a un mundo de recuerdos que la van alejando de la realidad cotidiana. Ya no recuerda que día es hoy, para ella el calendario se paró ese 4 de febrero de 1939, y ahora en vez de seguir para delante va hacia atrás. Una historia que ahora narra a un marido imaginario en tiempo inverso al que ocurrió. Su dolor la separa de la vida, pero ella se aferra a ese amor que siente hacia su compañero, su marido. Ese hombre que la conquistó con una sonrisa, que trabajó duro para dar de comer a sus hijos y darles una educación básica en un país que se hundía por culpa de la corrupción y la devastadora diferencia entre clases sociales. Ella tan solo se aferra al amor.

Oculto mis sentimientos con los quehaceres de la casa. Después del desayuno, bajo a ordeñar, hiervo la leche mientras doy de comer a la vaca, la cabra y el cerdo, y limpio los corrales. Recojo los huevos y trituro restos de verdura para que las gallinas coman. Preparo el almuerzo, después coso y plancho para poder sacar unas pesetas con las que comprar cosas necesarias. Todas estas actividades que antes hacia mí padre y mi hermano ahora las hago yo. ¡Ay! Cuanto os echo de menos. Pero gracias a vuestra ausencia caigo rendida a la cama, ya sin conciencia y sin ganas de llorar o pensar. Gracias a este sobre esfuerzo para sacar esta casa adelante no caigo en la tristeza, ni en la pena, ni en el llanto. Caigo rendida y duermo. Egoísta por mi parte, sí, pero me ayuda a sobrevivir mi angustia y mi dolor. La angustia de ver abandonarse a la locura y la muerte de una madre que no pudo soportar esta vida que nos tocó vivir. Sobrevivir a la desesperación de no saber como los que fueron a luchar por una causa que no era suya volverán o no. Sobrevivir al dolor que me desgarra cada día al oír el parte en la radio rezando, bueno más bien suplicando que esta barbarie termine. Así es el final de mi día, un día que termina con angustia que el cansancio convierte en sueño, y este, en olvido de la realidad que tanto duele.

Un día tras otro la rutina continúa.

Hoy será otro día en el que no se derramarán lágrimas en esta casa, en la que se podrá dormir con el dolor ya existente sin necesidad de sumarle más. Donde la esperanza deja una puerta abierta a poder abrazar a los que quedan de tu propia sangre.

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