Cuando el camión se detuvo frente a la plaza, la Profe se encontraba en su banco habitual compartiendo con las palomas los despojos de una bolsa de Mc Donald’s. A esa hora Plaza Italia comenzaba a desperezarse; rodeada irremediablemente por avenidas vertiginosas, iba convirtiéndose de a poco en el centro de un remolino rechinante de vehículos. Del camión sellado con los escudos de la ciudad descendieron cinco overoles azules con cierta prisa. Descargaron, no sin esfuerzo, varios bultos muy pesados y los colocaron sobre una explanada de cemento. Casi de inmediato descargaron unas sillas, se sentaron con parsimonia y comenzaron una ronda de mates. El overol que no había parado de dar indicaciones chupaba la bombilla mientras leía un papel amarillento y el overol más joven, torpe y atolondrado, cebaba sin chistar.

—¿Quiere unos bizcochitos, señora?

La Profe se acercó. Mientras hurgaba en el paquete que le ofrecía el overol al mando, éste le contó la historia de los bultos que, bajo la envoltura desprolija, no eran más ni menos que una escultura: La habían traído de Francia y había quedado olvidada en un depósito, juntando polvo por meses, hasta que alguien la consideró un estorbo y se la quiso sacar de encima.

—A nosotros nos encargaron el laburo… ¡A nosotros! que estamos para otras cosas, señora: arreglamos veredas, bancos rotos, pero de armar eso —dijo el overol al mando, mate en mano, estirando el cuello en dirección de la escultura—no sabemos nada. Apenas nos dieron este papelito amarillo con las instrucciones. Cosas del laburo, vio.

La Profe
miró los bultos mal empaquetados. De uno sobresalían un par de bloques puntiagudos que parecían alas.

—¿Tiene nombre? —preguntó con una mueca.

—Eros y Quique.

—Eros y Psique —corrigió la Profe.

—¿Y usted cómo sabe? —preguntó el overol al mando, corroborando en el papelito, sin dejar de masticar los bizcochitos.

—Soy profesora de filosofía.

El overol al mando le escudriñó con la mirada descreída los pies prolijamente cubiertos por bolsas de distintos colores, la triple capa de polleras deshilachadas, el sobretodo mugriento y pestilente, los rizos desgreñados, y la cara castigada por el frio y el sol.

—¿Y qué le pasó?

—Cosas de la vida, vio.

—Ah… —dijo el overol al mando mirando rápido para otro lado—¡Che! ¿hasta qué hora piensan tomar mate ustedes? ¡A laburar!

Los overoles saltaron de las sillas. El más joven guardó el mate y se puso a revolotear alrededor del overol al mando y de sus compañeros, buscando la mejor manera de ayudar. A La Profe le gustó ver cómo el grupo, por el que no habría dado ni dos pesos, le tiró todos los prejuicios al piso: Los overoles se organizaron alrededor del papelito amarillo con las instrucciones y, poco a poco, fueron armando las partes de la escultura con delicadeza, efectividad y solvencia.

El grupo se tomó un merecido descanso cuando faltaba poco para el montaje final. La Profe, nuevamente sentada en el banco se divirtió con la torpeza del overol joven que, saltando de aquí para allá al ritmo de las indicaciones enfáticas de sus pares, dejó los torsos acomodados de tal forma que sugerían un beso inapropiado para un lugar público y a esa hora de la mañana. Una mujer añosa que pasaba se quedó mirando las formas escandalosas con indignación.

—¡Degenerados!

—¡Váyase a la mierda, Señora! —Le respondió el overol al mando fastidiado —Somos gente decente.

La señora se alejó lentamente, con la cara llena de insultos vuelta hacia los overoles; el tráfico a esa hora era abundante y su estridencia se tragó unas cuantas maldiciones que, por suerte, no llegaron a los oídos destinados. Repuestos del disgusto y del cansancio, los overoles, con una coordinación casi sinfónica, finalizaron el ensamblaje: Eros y Psique flotaban mágicamente sobre la explanada de cemento envueltos en una espesa nube de smog. Casi sin mirar su trabajo concluido, los overoles sacudieron sus manos, alzaron su equipo y se fueron despidiéndose profusamente “que tenga buen día, señora».

Mientras la camioneta partía, la Profe, se acercó a los amantes estáticos y dejó que su mirada se conmoviera libremente ante la escena inmortal: Eros sostiene en brazos a su amada, flotando alrededor de ella como una cortina de bruma que asciende en espirales. Las bocas en perpetuo acercamiento, prolongando hasta el infinito el momento mágico en que se aprestan a fundirse en la otra, también soñadora, también expectante. Un beso inminente que se consuma en el fin de los tiempos, y cuya contemplación nos deja desasosegados, ardiendo de anhelo y agonizando de ilusión.

La Profe se secó una lágrima mientras se preguntaba a quién se le había ocurrido poner esa imagen tan tierna, tan sublime, en un lugar de paso, condenado a la irrelevancia, permanentemente vejado por el estruendo y el hollín. “Cuando se despierte el Pintor va a ver esto y se va a querer morir”, pensó mirando de reojo la figura deshecha que dormía allá lejos sobre un colchón apenas separado del suyo. Unos metros detrás de la escultura, la avenida catapultaba el frenesí salvaje de la hora pico. Un colectivo de la línea 15 pasó muy cerca del cordón y dejó tras de sí una cortina de humo que se paseó con descaro entre los muslos firmes de los amantes. La Profe suspiró: poco podía hacer contra las impertinencias del tráfico, pero entre ella y el Pintor al menos podían tratar de cuidar a la pareja de las profanaciones de algún borracho y preservarla, en lo posible, de las cagadas de las palomas.

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