Lunes en la mañana, despierto con el hombre que está queriéndome, a mi lado. Lo observo, sus ojos cerrados, el suspiro que desprende de su interior al cambiar de posición.

La tez de su tierna piel. El aroma que desprende su sudor me enloquece.

Cuando despierta, su mirada se abre paso como el sol posado entre las nubes al amanecer, y me mira, y me saluda y, luego me sonríe.

Le devuelvo la mirada, le regalo una caricia, le devuelvo la sonrisa, me acerco y en un intento de fundir mi ser con él, lo abrazo.

La magia del sentir. Querer y dejarse querer. Muevo mi silla, con la intención de marearme. No puedo evitar voltear a la derecha, donde está mi cama.

Donde aún queda la figura de su cuerpo enmarcada en el colchón, entre las sábanas que le pertenecen. Vuelvo a mirar y sonrío, es inevitable.

Ese hombre, me ha regalado la oportunidad de sentir sin límites. Me ha motivado, inconscientemente, a recordar que merezco ser querida.

Ese hombre baila, incluso si no hay música afuera. Dentro de él fluyen las melodías, los altos y bajos, los matices, armonía.

Él es música. Aunque ahora me retracto, intentar definir es limitarlo. Es más que todo lo que pueda llegar a pensar, escribir, callar o decir.

Ese hombre, posee un corazón noble. Busca debajo de las piedras la justicia. Se mueve con una brusquedad sutil.

Sus ojos están maltratados, pero eso no evita que tenga una mirada tan sincera, como la de un niño. A fin, un ser inocente.

Ese hombre, ha podido cargar el mundo en sus hombros. Es fuerte.

A veces piensa que es suficiente, que ya no podrá más, a veces piensa en desistir, es normal, ha de estar muy cansado.

Y está casi al caer, y vuelve y se levanta. Porque es un tiburón feroz.

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