Todo se produjo antes de que pudiera apreciarlo. «¿Cuándo dejó de ser una niña? Aún me cuesta entenderlo». Pero ahí estaba, con los suegros y el futuro yerno, en una fiesta planeada sin él, brindando por un futuro que a todas luces ya habían comenzado, incluso antes de lo que ellos creían.
Esos pensamientos cruzaban su mente entre copa y copa de champán, entre risa y risa, gracieta y gracieta. La fecha puesta y el salón de bodas contratado. Por delante, nueve meses que ya se le antojaban pesados, como un parto. Aunque no sabía lo que eso era, estaba seguro de que, al igual que pasa en los embarazos, al principio parece todo lejano y de repente, antes de que termines de pestañear, el bebé ha nacido.
—¡¡Una foto, ahora los padres!! ¡¡Todos a una!!
Claro que no era tarea suya: ni organizar ni contratar; tampoco buscar a proveedores o probarse trajes. Bueno, eso sí. Tenía claro que estaría elegante. Sería un padrino radiante, iban a fijarse en él. Retocaría su barba; ahora era buen momento para dejarla crecer. «Mejor hablaré con el barbero, si. Es la persona más indicada para darme pautas e instrucciones; quiero seguir guapo en este tiempo que se avecina».
«Porque la boda será por la iglesia, ¿verdad?», pensaba. Ahora le entraba la duda. Su hija nunca había demostrado demasiada inclinación por las tradiciones, y ahora sabía que su yerno en ese aspecto era igual, así que pensar en una boda de iglesia de pronto era algo que incluso le resultaba extraño. Pero daba lo mismo, fuese civil o religiosa él iba a ser un padrino de los que quitan el hipo.
—¡¡Que se besen, que se besen!! ¡¡Bravo!!
«¿Y cuándo ha ocurrido todo esto? ¿Lo veía venir pero miré hacia otra parte? ¿Sucedió fuera de mi vista?». Cumplido tras cumplido, gesto tras gesto, charla tras charla. Pero él seguía devanándose los sesos, porque entenderlo iba más allá del simple hecho de aceptar que la pequeña se ha hecho mayor y tiene ya una vida propia.
«Que la tiene —pensó—, está claro».
Y más invitados. «¿Se multiplican o qué? Ojalá supiese de dónde sale tanta gente…».
Se miró en el reflejo de un cristal. Discretamente puso caras… Y le gustó lo que vio («Pues no estoy tan mayor, oye»). Empezó a analizar su propio camino vital: reflexionó sobre los años que tenía cuando lo convirtió en padre, pensó en el día en que la vio dar sus primeros pasos, las tardes de juego después del colegio, aquella vez en que la acompañó al instituto… Se vio diciéndole adiós en el aeropuerto mientras ella se marchaba, camino de otro país, para disfrutar de su beca universitaria. ¿Había pasado todo eso o solo lo había soñado?
Y más gente… En fin.
Su hija, ¿dónde estaba? «Ah, ya la veo. Dejo la copa y me acerco… vaya, ahora el fotógrafo. Bueno —se consolaba—, hoy es su día, mañana con más calma volveré a abrazarla».
Otro saludo, ahora los tíos de él, «Sonríe aunque te caigan fatal»; un brindis, más «¡Vivan los novios!». Más fotos, más gestos (ya le dolían las mejillas de tanto sonreír).
¿Es quizás esto la prueba de que ya lo había desplazado? Sabía que siempre sería su padre, pero también aceptaba no ser el hombre más importante de su vida.
Cuántos «siempre voy a quererte» que ahora le parecía que ya no valían… Y la tristeza se apoderó de su mente.
Más risitas, más besos…
«Tiene que hacer su vida sin mi; debe disfrutar con lo que elija, cometer sus propios errores y corregirlos también; que ya lo lleva haciendo mucho tiempo, cierto. Yo siempre estaré cerca por si me necesita, pero aunque es mi hija ¿he dejado de ser lo que una vez fui?»
—¡Claro, chinchín! ¡Gracias, estoy muy feliz, si!
O eso creía.
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