El tío

Desde que tenía uso de la razón el Tío nos visitaba una vez por día.

Siempre traía bolsas llenas de comida, o juguetes para mí y mis hermanas, las cuales posteriormente eran motivos de riña entre nosotros. En esas discusiones mi Madre aplicaba un golpecito en la frente de cada uno para que entráramos en razón, mientras que el Tío Jorgue entre risas disfrutaba un poco más del espectáculo antes de sacar otra bolsa llena de juguetes.
Llevaba su traje y sombrero junto a un bigote afeitado al ras de una navaja Suiza, pero aun con esas pintas no se preocupaba por ensuciarse cuando lo invitábamos a jugar un partido de futbol. Entonces se quitaba el saco y el sombrero, quedando solo en camisa y pantalón arremangado, que momentos más tarde eran decorados de marrón por el patio barroso. Como perros callejeros nos invocábamos frente a mi Madre riéndonos, esperando que ella nos regañara, pero siempre que nos veía en esa dicha, se tragaba el enojo dándole un pequeño golpecito en la frente al Tío, antes de mandarnos al baño. El camino al baño estaba plagado de luces y risas de mis hermanas, olor a shampoo de fresas maduradas.

Antes de irse el Tío hablaba con cada uno de nosotros dándonos un abrazo antes de pedirnos algo, a mis hermanas generalmente les pedía que lo extrañaran y que no se pelearan por quien era la más responsable. En cuanto a mí al ser el mayor con trece años en ese momento, solo me tiraba un guiño antes de decirme que lo acompañara a la estación. Partíamos una vez que hablara con mi madre.
Para llegar allí solo caminábamos un cuarteto de manzanas empedradas, que extrañamente a mí se me hacían más cortas de lo normal. En mi afán de ir adelante, brincaba en cada una de las piedras como si fueran mundos inexplorados y en medio de los saltos volteaba atrás, para ver que mi tío hacia lo mismo pisándome los talones. En esos momentos podía verlo como un niño más, como si hubiera nacido con nosotros.
Cuando llegábamos a la estación su actitud no cambiaba, aun cuando moraban allí otros hombres de traje que parecían mirarlo con desprecio por actuar tan infantil. Al sonar la voz del guardia dejaba de brincar y se agachaba hasta tener los ojos a la misma altura que los míos.

  • Siempre que te despedís, tenes que ponerte a la misma lo altura ¿Lo captas? — decía.
  • Lo capto — respondía yo — Pero ¿qué pasa si no lo hago?
  • Absolutamente nada, ¿pero porque no hacerlo?

Tenía ojos casi como los de un corcel, tan negros y brillantes que siempre parecían a punto de llorar. Lo único que me pedía antes de irse era que cuidara de mi mama y de mis hermanas, que diera mi mayor esfuerzo.
Se subía al tren de un salto largo, siempre exagerando los movimientos. Entre los demás hombres parecía el único con vida.
El tren se lo llevaba, pero yo no sabía en ese entonces a donde, sabía que vivía lejos de casa, en la ciudad, pero solamente eso, como nunca había abandona el pueblo no podía imaginarme como era el mundo afuera, era tan misterioso como aterrador, por eso el me parecía la persona más valiente del mundo.

Entre la barulla de uno de esos días de semana encontré a mi madre trabajando en una torta, que, por el olor, presumía ser de manzana. En su labor la pava sobre la hornalla comenzaba a hervir, al notarla me pidió que la apagara, luego me dijo que la torta era para mi tío, ya que ese día era su cumpleaños.

  • ¿Porque no lo vas a esperar a la estación? — me propuso ella, secándose el sudor de la frente provocada por el calor del horno.

Con un gran esmero salte los mundos de piedra y llegue a la estación. El tren que traía al Tío llegaba a las cinco en punto. Aun faltaban quince minutos cuando aterrice, por lo que me acerque al almacén de la estación para gastar mi mesada en una barra de almendras. Al acabarla se escucharon las trompetas del tren y posteriormente el fervor de la gente bajando. Busque con la mirada entre los movimientos apurados, entre las flechas ansiosas y aleatorias. Pero no lo divise. Ni en aquel tren ni en el siguiente.

Volví a mi casa derrotado y triste para decirle a mi madre que el Tío no había llegado. La torta estaba sobre la mesa, ya fría.

Esa noche dormimos temprano. En mi habitación soñaba que estaba flotando por el pueblo. Dirigía mi vuelo en las direcciones que consideraba agradables eligiendo paramos de colores, con bosques y montañas, tramas interminables que me hacían brillar los ojos, esa aventura se interrumpió por un ruido en la cocina que me despertó. Baje las escaleras y me acerque poco a poco, extrañamente la luz de la cocina seguía encendida.
En la mesa estaba el Tío junto a mi madre. Nunca había visto a mi madre llorar, o mejor dicho a un adulto. Pensaba que era improbable, que eso solo existía en los niños. Pero allí estaba, desparramando gotas saladas en el mantel de frutas.
Agitado por la escena no podía pensar en dormir, me quede allí, hipnotizado bajo el dintel de la cocina, tal vez esperando que la mañana llegase o que el mundo explotara. Luego de un rato a alcance escuchar a mi Tío recomendarle a mi madre que fuera a acostarse y que él se haría cargo de “eso”.
Con la oscuridad y la hinchazón de sus ojos, no alcanzó a verme, ni siquiera cuando subió las escaleras. El tío permaneció un rato más sentado en silencio hasta que apago la luz y salió al patio.
Era lo suficientemente grande para saber que algo andaba mal, pero la vida del pueblo tan tranquila no me permitía imaginar problemas más graves que la comida se quemara o que la luz se perdiese por un par de días. Por lo que inocentemente solo camine al horno donde reposaba la torta ya consumida por mí y mis hermanas, corte un pedazo y me dirigí tras el tío.
El tío estaba sentado de cuclillas con un escarbadientes de fuego en los labios, un cigarro, algo que se veía poco en las personas del pueblo.
No me escucho llegar, quizás por el ruido del viento que atravesaba el campo, el cual era helado. No entendía como la llama del cigarrillo seguía ardiente y brillante. Entonces Lo llame y se volteo a verme. Su cara era la misma de siempre o eso aparentaba.

  • Feliz cumpleaños — le dije ofreciéndole una porción mal cortada.

Esbozo una sonrisa enorme tomando el plato e invitándome a sentar con él. No me preguntó porque estaba despierto a esa hora ni nada por el estilo, yo tampoco dije nada. En la oscuridad el pueblo no existía, los arboles susurraban melodías entre ellos y los sapos gritaban para que alguien los escuchara, Me preguntaba porque alguien quisiera estar en un ambiente así, y no protegido por la calidad de la casa. No podía entenderlo, divague un poco en la teoría de que el escarbadientes tenían que ver, y por lo tanto le pregunte si podía probarlo. Se rio un poco, antes de enseñarme como darle una pitada. Imite sus movimientos, pero trague el humo y una sensación tan horrible me enredo que acabe tosiendo un largo rato. Solo cuando me alcanzo un vaso de agua el ardor desaparecio. Le dije que era horrible y lo que hizo reírlo más fuerte.

  • Lo entenderás.

Luego me dio las gracias y me dijo que fuera a la cama, que por esa noche ya había hecho mucho por él.

Durante los días siguientes el Tío no volvió a visitarnos. Mis hermanas y yo preguntábamos mucho por él, y mi madre respondía que seguramente estaba con mucho trabajo. Desde aquel día en que la vi llorar algo había cambiado en ella, eran más arrugas o una expresión de preocupación que la orbitaba permanentemente.
En esas lunas yo cumplí catorce años y una de mis hermanas ocho, era como si el tiempo se esmerara en pasar rápido, para que nosotros tuviéramos más cosas que reprocharle, aunque solo fuera un sentimiento estúpido.
Entonces una mañana estaciono frente a casa un coche blanco muy pulcro que contrastaba enormemente con las pintas del pueblo. De un lado bajo mi Tío y del otro un hombre corpulento que nunca había visto. El hombre entro a la casa como si fuera suya, sin saludar a nadie, ni a mi madre que si lo había hecho. Aquello nos molestó a mí y a mis hermanas, pero no era el caso de Mama que se esforzaba por ser lo más amable que podía.

  • Es una pocilga, pero fuera de eso el lugar está bastante bien.

Fue lo único que dijo antes de que mi tío se lo llevara en el auto.

Me quede frente al portal de la ventana indignado y furioso. Me molestaba como había actuado aquel hombre, pero más como el Tío y mi madre no le habían reprochado nada. Cuando el auto volvió a pronosticarse en casa solo bajo mi Tío. Fui directo a él con la intención de pedirle explicaciones, pero al verlo lo noté más delgado y evocando una sonrisa más amable de lo común.

  • ¿Cómo estas campeón?

Me lance a abrazarlo sin pensar en nada más. En efecto su cuerpo estaba más estrecho podía escuchar su corazón danzando a la par de los croares imparables.
En la cena nadie menciono la visita de aquel hombre extraño, a mí ya no me importaba, solo quería disfrutar que el Tío estaba ahí, sonriente y animado. Mama también parecía haber recuperado un poco el ánimo, llenaba los platos de comida con grandes porciones sabiendo que ninguno de nosotros iba a llegar a terminarlas.
Cuando mis hermanas se retiraban a dormir yo tenía un impulso de quedarme despierto pero pensé que mi madre quería hablar a solas con mi Tío por lo que les seguí el paso. Sin embargo antes de pisar las escalares el Tío me llamo, me dijo que lo acompañara afuera.
Hacia frio como siempre y también había luna llena. Estaba algo distraído por lo que cuando el tío me tiro un objeto apenas pude tomarlo.

  • Feliz cumpleaños — Me dijo

El objeto era un manojo de llaves. Lo mire y el me señalo el auto.

  • No se usarlo.
  • Me voy a algunos días, te voy a enseñar.

Recuerdo estar muy feliz, no por el regalo pues no entendía su valor, estaba feliz de que él se iba a quedar con nosotros, que iba a estar, que no se iba a perder otros cumpleaños y que sobre todo porque tenía una esperanza de que todo volviera a ser como antes.

Tal como dijo se quedó, y cada tarde luego de que volviera del colegio íbamos a practicar con el auto. En los primeros intentos no llegaba a hacerlo marchar, pero poco a poco el auto comenzó a hacerme caso y en una semana el Tío solo observaba parado en un poste de búhos como doblaba las curvas del campo. El sol atravesaba el atardecer, conducía a la velocidad de las libélulas y las aves azules.
Llegábamos a casa llenos de polvo, por lo que madre cumplía su papel de siempre.

Una noche luego de volver el Tío propuso:

  • ¿Ya que aprendiste a conducir, porque no vamos al cine?

Esa palabra era un misterio para mí. En el pueblo no existía ninguno, pero mi Tío parecía saber de la existencia de uno en un pueblo vecino. Condujo él y yo me concentre en ver los paisajes oscuros a través del ventanal.
Cuando llegamos había muchos otros autos estacionados frente a una enorme pantalla de color blanco. Mi tío hábilmente se sucumbió en la multitud. Estábamos en el medio de todo de los autos. Del mundo. Uno por uno nos hizo subir arriba del capot, la última fue mi madre, que me hizo sentar adelante. La enorme pantalla palpito de colores y una historia comenzó. Estaba tan maravillado de aquel espectáculo, los sonidos eran estruendos y las voces relámpagos, todo parecía tan real y a la vez increíble. La narrativa giraba en torno a un Vaqueros llamada Weinant, y sus decisiones de batirse en un duelo contra un alguacil corrupto. Cuando retumbaron los disparos todos gritamos, incluso mi madre, y aplaudimos cuando Weinant continuo en pie.

La película termino y El tío se levantó exclamando:

  • ¡BRAVO!

Esa noche emociónate llego a su fin de maneras que no recuerdo. Quizás porque me dormí en el auto al regresar o porque aquello nunca fue real.

Al día siguiente el tío ya no estaba y el auto tampoco. Mi madre parecía no haber dormido en toda la noche, estaba sentada en la cocina mirando como el sol iba asomándose en el rectángulo ventanal. Me miro y dijo que me quería mucho, antes de darme el desayuno para el colegio. Esa mañana gaste toda mi garganta en contarles a mis compañeros sobre las maravillas que había experimentado. Tenía una sonrisa imborrable que solo crecía más y más.
Al volver a casa desde lejos vi el auto estacionado. Las emociones me conquistaron, sabía que el tío no podía irse sin despedirse. Estaba hablando con mi madre en la entrada.

  • Campeón — Dijo

Su mirada ocultaba algo, lo sabía, pero quería ignorarlo.

  • Parece que me quedare esta noche más ¿Qué opinas?

Él ya sabía lo que opinaba.

Hablamos de muchas cosas durante la comida, tantas que las olvide, porque a veces lo mucho se olvida. En ese exceso desaparecí por las escaleras y me acosté, navegaba en mis sueños cuando él me despertó.

  • Tenemos que irnos — me dijo.

Eran las dos de la mañana o algo así. No podía saberlo. En unos momentos estaba en el auto.

  • ¿A dónde vamos? — pregunte rascándome aun los ojos
  • A la ciudad.

El sueño no me dejaba pensar bien que estaba ocurriendo. No me permitía asimilar porque íbamos allí.

  • Es rojo — exclamo de repente.
  • ¿Qué cosa ¿
  • La ruta para volver a casa, es roja. Recuérdalo.

Trataba de entender.

  • Tenes que cuidar a tu Mama y a tus hermanas.

Su mirada estaba concentrada en el frente, no podía verle los ojos, pero aun así sabia a la perfección que había una oscuridad latente en ellos. Una oscuridad que nunca había visto. Intuía que aquel viaje repentino estaba relacionado con la preocupación de mi madre, pero tenía miedo de preguntar, de saber, quería vivir en la ignorancia, creer que todo marchaba bien.

Aquello solo era un paseo en auto.

El mundo es amable.

El pueblo es bondadoso con las personas de bien.

Llegue a ver un rio en el camino, nunca había visto uno de ese tamaño. Todo aquello era nuevo. Todo me daba terror. La corriente del agua estaba iluminada mágicamente, podía verse el fluir rápido y feroz del agua, un ruido ensordecedor sin ritmo ni motivo. Me preguntaba como la luna podía alumbrar tanto.
Sin embargo, no era la luna la proveedora de aquella magia, al final de la carretera se alzaban enormes torres florecientes, rectangulares. Eran edificios.

Era la ciudad.

No había nadie en las calles. Aunque todas estuviesen iluminadas, el lugar estaba deshabitado. Toda tenía un tono azul.
El auto marchaba sin preocupaciones, sin detenerse, en un camino desprovisto de los baches del pueblo.
Aun así, yo seguía maravillado, los descomunales edificios deslumbraban mi vista, los tejados de las casas parecían interminables y aunque no había nadie en los alrededores se cargaba una sensación de estar repleto de vida, de sueños.

Mi nariz estaba helada por apoyarla sobre el vidrio

El tío condujo un par de calles más hasta llegar a un edifico no tan alto como los demás y sin tanta iluminación. No me dijo que bajara ni él tampoco lo hizo, seguía mirando el frente donde mi vista no llegaba. Lo notaba nervioso o quizás asustado.

  • ¿Pasa algo? — pregunte rompiendo aquel bloque.

Al decirle eso se volteo a verme. No podía saber que quería decir su rostro, había una vaga sonrisa en el, su mirada buscaba dentro de mí, miraba el futuro, el mío, el del mundo. Un futuro cruel.

  • Absolutamente nada — respondió

El tío bajo del auto con suma lentitud, en la cintura cargaba una especie de bolso.

  • Ponete al volante y espérame.

Coloque mis manos en el volante y el entro al edificio. El silencio volvió a su trono después de eso.
No había arboles entre las casas, el cielo estaba tejido de largos hilos negros, los tejados tenían una forma extravagante como pinos inclinados o eso era lo que primero que se me ocurrió para compararlos. Allí vivía mi tío, era el lugar del que tantas veces había escuchado, un lugar que no parecía tener fin.

  • Solo existe por un cimiento de sueños, eso es la ciudad, solo sueños dispersos, sin ellos no hay nada.

Eso había dicho la alguna vez cuando le habría preguntado, si aquello era cierto, ya no quedaban sueños allí, la gente se había marchado quien sabe a dónde al darse cuenta que todo se derrumbaba.

El mundo exterior que imaginaba estaba ante mí y me decepcionaba. Aquel sentimiento me daba un pesar en el pecho.

No quería ver ese lugar.

No de esa forma.

Porque en el fondo siempre había querido vivir ahí.

De pronto la puerta del edificio donde había entrado el tío se abrió violentamente. Lo vi salir corriendo hasta el auto colocando la bolsa que colgaba de su cintura dentro del auto, esta vez con algo en su interior. Luego de eso todo ocurrió lentamente.

Yo no solté las manos del volante y aunque lo hubiera hecho nada hubiese cambiado o de eso quiero convencerme. Mi tío se transformó en Weinant, al igual que en la película hizo un rápido movimiento para tomar un revolver de la cintura, era la escena de duelos. Con quien se estaba batiendo era una figura que salió después de él, una figura regordeta que rápidamente recordé, era el hombre que nos había visitado al que mi madre se esforzaba en caerle bien. No vi lo que ocurrió después cerré los ojos y escuché el estruendo en la ciudad vacía. No hubo aplausos como en la película, cuando abrí los ojos todo estaba como siempre con la diferencia de dos figuras en el suelo, una de mi tío. Abrí la puerta rápidamente. La bala había entrado en las costillas.

  • Esta muerto…dios — exclamo como pudo — Y yo estoy cerca.
  • ¿Qué paso? — Llegue a titubear.
  • Tienes que conducir a casa…a casa.

El tío tenía los ojos mirando al cielo, un firmamento gris sin estrellas. En ese momento mi cerebro creo una burbuja, la que me permito actuar. Subí el cuerpo de mi tío sin saber a los asientos traseros y me sucumbí en el volante. Me aleje del cuerpo muerto del hombre gordo, sin mirar ni siquiera por la ventanilla.
Conduje a casa “El camino es rojo” recordé, en el amanecer estábamos en la puerta. Tenía los ojos hincados, me di cuenta que no los había cerrados al conducir, ni un parpadear. Mi madre salió apenas vio el auto, parecía saber a qué se enfrentaba al verme, el tío la había prevenido de que las cosas podían salir mal, aunque quizás no en ese extremo.
Miro los asientos traseros donde estaba mi tío y luego me abrazo fuertemente. Yo aun seguía en la burbuja y estuve así hasta dos días después, cuando lo enterramos con ayuda de los vecinos. Mi madre me explico lo que pasaba, las deudas y el dinero que el tío había rescatado estaba en el bolso. Teníamos que mudarnos, era algo que el tío le había ducho a ella y así lo hicimos.

Era el último en la casa recuerdo, mi mama y mis hermanas habían salido para después de la gente del pueblo, yo me quede en casa a acomodar las últimas cosas en una carreta que nos habían prestado. Apoyado en el capot del auto miraba las calles barrosas por las lluvias. Días antes el tío y yo habíamos partido allí, pero todo parecía tan lejano. Desde el capot pude ver que en la ventanilla aún estaba su caja cigarrillos, me acerqué a tomarlos, solo quedaba uno. Junto a la caja había un encendedor. Al prenderlo el cigarrillo me sabio amargo, pero seguís dándole pitadas.

Entonces la burbuja se rompió.

Las lágrimas que me brotaron no apagaron el cigarro. Por fin entendía el uso de aquel mal, el dolor se reducía mínimamente, pero aquel poco me resultaba gratificante.

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