El General (sí tiene quien le escriba)

El General (sí tiene quien le escriba)

Mata de Patos

21/03/2024

De entre la multitud se abre paso la cabeza blanca de mi abuelo. Con su metro ochenta es poco menos que un gigante en esta tierra de chaparritos. Su ceño fruncido es una clara muestra de que aún debemos esperar más rato en el hospital. La lentitud de sus movimientos y el malestar en su rostro me provocan una repentina y agobiante tristeza. Alguna vez fue uno de los hombres más poderosos del país. Este pensamiento, de un pasado desconocido para mí, provoca una inexplicable melancolía en mi corazón, y el deseo de sacarlos a ambos lo más rápido posible de ese frío hospital crece al punto de volverse insoportable. 

Corro y me encierro en el baño y rezo con un nudo en la garganta, y me siento tan patético por la completa destrucción que un simple golpe en la cabeza de mi abuela le ocasionó a mi alma. Para ese momento estaba claro que la cosa había sido leve, que en una o dos semanas tan solo quedaría el mal recuerdo de aquel miedoso accidente, pero eso me consolaba tan poco como saber que la muerte nos espera a todos. El daño estaba hecho, quizás no en la cabeza de mi abuela, pero sí en la mía. La fragilidad de sus cuerpos, el decaimiento de sus mentes y la inevitable partida de sus almas habían quedado tatuados en mi cerebro, y nada podría borrarlo. Quise que un terremoto tumbara el hospital. Me recompuse y salí del baño. Me senté junto a mi abuela y le conté alguno de los chistes que siempre le cuento y no sé si se rió por ser linda conmigo o porque siempre los olvida. Sonreí con nostalgia y pensé que era un poco de ambos.

Aquel día fue de elecciones regionales, por lo cual mientras esperábamos que atendieran a mi abuela, vimos los resultados en televisión. Si bien los candidatos en la mayoría del país eran mediocres, en términos generales las elecciones fueron un éxito. Mis abuelos, quienes se preocupan terriblemente, no sé si racional o irracionalmente, por el estado del país, estaban particularmente tristes de no haber podido votar, por lo cual ver sus rostros iluminarse, así fuera levemente y por un instante nada más, mientras se leían los resultados, fue un auténtico alivio para mi corazón. Por supuesto que para mí también fue causa de alegría la aplastadora derrota del pacto histórico, pero en ese momento pensé que si mis abuelos fueran mamertos, bien habría celebrado un triunfo de Petro y sus bandidos.

Debido a la complejidad de las elecciones regionales, la ineptitud de los medios colombianos y la insistencia de mi abuelo, tuve que buscar en internet las actualizaciones pertinentes cada par de minutos. Algo molesto con el ejercicio, entendí que no era sino lógico su interés, pues durante décadas él dedicó su vida a su país, para que ahora un guerrillero borracho y con ojos de sapo viniera a acabar con todo. De entre los pequeños rayos de luz que sutilmente iluminaban sus ojos cansados, podía ver el humo que emanaba de un fuego intenso que ardía en su corazón.

Recordé entonces, con una paradójica y peculiar mezcla de alegría y tristeza, algunas de las historias que solía contarme de su época de servicio. Lo divisé, tan claro como un moribundo un espejismo en el desierto, no volando antiguos aviones o dirigiendo grupos de cadetes, sino tumbado en su sillón rosado, bebiendo vino frente a la chimenea, contándome sus peliculescas aventuras. Sus andanzas en la selva o en los llanos, comandando la rama más moderna de las fuerzas militares en la época de su concepción. Qué mejor estaría el país con un tipo como él en el campo de batalla. Un patriota verdadero y un servidor de Dios, sea lo que sea que eso signifique.

El frío que sentía en aquel oscuro hospital se vio aliviado por el tibio dolor de conocer su grandeza únicamente a través de sus historias. 

La débil mano de mi abuela se posó, de repente, sobre mi brazo con extrema delicadeza. Me sonrió con ternura y me dijo que me fuera, que no era necesario que siguiera allí, acompañándolos. Me causó gracia que pensara que en verdad le haría caso. Una eternidad estaba dispuesto a esperar a su lado si era necesario, y ojalá lo fuera, en cierto sentido. Volteé la mirada, tras rechazar la cómica oferta, y vi a mi abuelo aun de pie, hablando preocupadamente con algunas de las enfermeras, y pensé que algún día llegaría a ser un hombre como él, y que ojalá consiguiera una mujer la mitad de maravillosa que mi abuela. 

La enfermera articuló algunas palabras que no escuché y asintió con la cabeza, y mi abuelo nos llamó. Seguimos al consultorio del doctor y, observándolo caminar determinado frente a mí, llevando del brazo a su delicada esposa, una epifanía impactó mi mente como un rayo, y entendí en ese momento que mi héroe no era el militar estoico de sus historias, sino el abuelo tierno que las contaba.

Es cierto que nunca lo vi volar más que en mi imaginación, y que a sus compañeros y amigos, los pocos que conocí, tuve el honor de verlos hechos ya abuelos también, quizás tan sabios y valientes como él, pero indudablemente nunca tan tiernos. Pero es cierto también, y por encima de todo lo demás, que su hazaña más grande fue ser la piedra angular de nuestro pequeño y peculiar clan. Los aviones fueron su profesión, y quizás mucho más que eso, pero su pasión y amor verdadero fue siempre su familia. Y su único camarada, a fin de cuentas, la teniente Lucianita, mi abuela. ¿Y para qué más?

Me sentí un verdadero mocoso por compadecerme de su vejez. Una vida como la suya es la única condecoración que importa en realidad. Quizás su país e institución le dieron la espalda de alguna manera, pero nunca su familia, y ese es su legado: nosotros. Yo. Y, al final de todo, mi bondad y felicidad serán su más grande éxito.

La ida al hospital, si bien justificada, resultó en nada. Mi abuela estaba bien y no era necesario ningún tipo de tratamiento más allá que darle un par de dolex al día. Y eso sí, cuidarse mucho de las caídas, si es que tal cosa es posible, pues la vida es caídas y levantadas, hasta que dejan de haber levantadas, nos guste o no nos guste. Y ahora que lo pienso, quizás aquella desventura, por lo menos a mí, me dejó esa enseñanza. Y que siempre hay que llevar saco al hospital.

– F

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