El honor de haber sido su remera favorita en ese tiempo, y la casualidad de que las veces que estuvo acercándose, a quien llamaremos, para preservar su identidad, señorita X, me da la potestad de contar esta pequeña historia, que no por ello deja de ser interesante.

Los años de la facultad, donde conoció mi dueño a la señorita en cuestión, fueron muy difíciles para él. Un poco por cuestiones personales, otro poco porque la facultad le resultaba un sitio desmoralizador: no era lo que pensaba que sería, lo trataban mal, y muchas veces tenía que afrontar gastos y viajes, y no había clases.

El contexto no ayudaba. El país afrontaba una de las mayores crisis económicas de toda su historia, conformada por una sucesión de crisis económicas.

Vaya a saber por qué la señorita X empatizó con mi dueño, quien de inmediato, como cualquier joven a esa edad, se tensó y se dejó recorrer por las hormonas. Hablando de tela a tela creo que la remera que llevaba ella podría corroborar lo mismo. Se notaba.

Mi dueño le dio a leer unos textos que había escrito. La señorita se mostró interesada. A los pocos días le dijo que su opinión la sabría en una cena en su casa. Además de la tensión y las hormonas, lo transitó la alegría. Era la primera vez en ese antro, que alguien lo trataba como ser humano.

La noche de la cena ella iba de vestido, no puedo suponer nada porque somos diferentes telas, pero estaba como suele decirse, muy producida. Lo primero que lo sorprendió, fue que le pidiera que se quitara las zapatillas para entrar al departamento. Pasado el segundo de rareza, no hubo drama, siempre entendió que cada casa es un planeta, y siempre fue muy pulcro, así que no tuvo problemas. La segunda sorpresa fue como un directo a la mandíbula cuando te estás alejando y te toma en otra dirección. Un golpe que o te tira a la lona, o te deja quieto, esperando que se te pase el dolor y el aturdimiento.

Le presentó a su conviviente. Un muchacho alto, rubio, de rulos, con ojos celestes, del que debemos decir, en honor a la verdad, que era bello, al punto que hacía tanto juego con la señorita X que parecían hermanos. Mi dueño supuso que, en el afán de protegerse de él, porque no se conocían tanto, podría ser su hermano, y todo era una comedia montada. Esa ilusión se dispersó con el primer beso en la boca que se dieron. La comedia no podía llevarlos al extremo del incesto.

Cenaron una comida hecha de vegetales, insípida, y liviana. Mi dueño apenas probó bocado, elogiando en todo momento, el lugar, la decoración, y la comida, a pesar de que el conjunto era un lugar común tras otro.

Verla con otro hombre no impedía apreciarla comiendo, una situación que, extraño, pero no imprevisible, se transformó en algo erótico y placentero. Recuerdo que una de las letras de mi frente daba un reflejo violeta con el contraste de luces.

La cena transcurrió en paz y lenta, como todo lo que ocurría en ese sitio. La sobremesa fue una tercera sorpresa superior a las otras dos. Sus textos iban a ser criticados, pero por ambos. Mi dueño se quedó anonadado al saber que ella había compartido algo íntimo de él, con su pareja. No le disgustó del todo, pero sintió, siguiendo la metáfora boxística, un gancho al cuerpo muy duro. Sorbiendo un café suave (anodino, a decir verdad), mi amo se encaramó contra las cuerdas, se cubrió a la espera de la andanada final de golpes, en la que algún referí, o su propia esquina pararían la pelea. Sin embargo, no ocurrió eso. Las remeras solemos tener unos años de vigencia, pero poca capacidad de predicción de cuándo finalizará esa vigencia, más las que somos de rock. Yo tengo la suerte de llevar a unos clásicos, pobres las que llevan a los de moda, esas van enseguida al desuso, pero no quiero irme por los hilos.

Ella comenzó a hablar, con un deslizamiento de voz que hubiera enloquecido al más experto. Sintetizo lo que recuerda mi dueño como uno de los memorables momentos de esa noche, y de su vida. Ella le dijo que le habían gustado los textos, y lo comparó con cierto escritor, (a quien llamaremos W para no comprometer su identidad), que en esa época se encontraba considerado entre los diez más importantes de la historia de la literatura del país. Hoy W ya no está entre nosotros. Al comienzo pensó que le estaban tomando el pelo. Guardó silencio y esperó la devolución del conviviente, la cual no fue menos elogiosa. Lo instaban a seguir en este derrotero de la escritura, y a no abandonar los estudios, cosa que ya se le había pasado por la cabeza, según supe escuchando su pensamiento desde las costuras del cuello.

Agradeció con sinceridad y plenitud de alma las palabras recibidas. Fue como si de pronto la pelea se empezara a dar vuelta y el campeón hubiera quedado arrodillado en la lona. Casi podía escuchar a la multitud corear su nombre, el que en las apuestas estaba diez abajo, daba una lección de aguante y entrenamiento. Depositó la taza. Volvió a agradecer, y sintió que era hora de irse, a pesar de la invitación del conviviente a prolongar la jornada con un vino de la costa, y buena música.

Prefirió irse, antes de tener que soportar ver a la señorita X bailando su romance, medio jugada por el vino delante del logo de mi delantera. Abandonaba la pelea en medio de la levantada. Prefería irse con la sensación de haber sido elogiado, y con una gran parte de la noche por delante. Si bien la señorita X había rozado su corazón en más de una oportunidad antes de la cena, la ciudad estaba llena de señoritas identificables con todas las letras. Y muchas no vivían acompañadas. Lo primero que recordó fue recuperar las zapatillas.

La última sorpresa fue el “gran finale” de la ópera que comenzó tan mal. Ella se ofreció de inmediato a abrirle. El pasillo y el ascensor me parecieron diferentes, porque la percepción de quien nos lleva puestos, nos va transformando. Hubo silencio, íbamos concentrados en la frase en la que nos comparaban con W, que crecía adentro, del lado del revés de las costuras.

Llegamos al hall. La llave hizo su ruido. Solos y enfrentados, en un ambiente de espejos y con el murmullo de la calle, la situación se equiparó, casi como si fuera la facultad.

Hubo una sola frase.

-Bueno. Chau. Pero te callás.

Antes de interpretar a qué se refería, lo abrazó al cuello estrujando un poco la tela, pues la diferencia de estaturas era notable, y levantó la cabeza poniéndose en puntas de pie.

Los segundos siguientes lo fundió en un beso infinito, que se prolongó más allá de lo soportable. Un beso romántico, que pisó el umbral de lo sexual, para retroceder veloz y apagar sus motores.

Bastó un gesto de mano abierta de ella, echándolo a la vereda, como si dispersara gallinas. Mi dueño salió, en la cima de la incomprensión, y siguió mudo.

Escuchó cerrar la puerta a sus espaldas. Enfiló por la vereda hacia la casa.

Creo que nunca me tiró, no tanto por llevar a una banda clásica, sino por haber sido la protagonista de esa noche inolvidable.

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