OPERACIÓN ROJO Y VERDE

Eduardo, natural y vecino de Navacepeda de Tormes, pueblo enclavado en plena sierra de Gredos, disfrutaba de unos días de descanso que, intencionadamente, había solicitado con un claro objetivo. Estaba decidido a llevar a cabo cierta investigación en solitario. Salvo Antonio, su mejor amigo y compañero, nadie en su entorno conocía los verdaderos motivos por los que había tomado tal decisión. Tan solo había comentado a sus allegados que pasaría unos días de descanso en la sierra, aunque su verdadera intención era conocer el paradero de su amigo Mateo.

Este, compañero de profesión de Antonio y Eduardo, formaba, como ellos, parte del grupo de agentes medioambientales del Parque Regional de Gredos. No hacía mucho tiempo que había recibido un anónimo ofreciéndole una sustanciosa cantidad de dinero por colaborar en una acción ilegal de caza.

Mateo comentó la situación a sus compañeros. De común acuerdo, decidieron informar a sus superiores en la sección de Vida Silvestre de Ávila. Estos, a su vez, contactaron con el equipo de montaña de la Guardia Civil. La ocasión era magnífica para desmantelar este grupo de caza furtiva. Rápidamente se organizó el dispositivo humano y se diseñó la logística de la operación. Era imprescindible que Mateo aceptase intervenir, aun sabiendo el riesgo que correría, pues no tendría ayudas externas en su trato con los furtivos.

Se sabía que eran realmente violentos, como podía deducirse de los tiroteos con agentes de montaña. También hablaban por sí solas las graves lesiones que recibieron eventuales colaboradores indisciplinados. Su organización era tan estricta y discreta (se identificaban con números) que apenas se obtuvieron datos de quienes habían tenido algún contacto con ellos. Por otro lado, se conocía que extendía sus redes por la provincia de Ávila y las limítrofes.

A pesar de que Antonio y Eduardo quedaron fuera del operativo, Mateo aceptó y, siguiendo las instrucciones de los cazadores, se situó junto a la caja registradora del bar de «Chiriles», en Hoyos del Espino. Era sábado catorce de mayo, nueve y cuarto de la tarde, hora fijada por los furtivos. Debería pasar al servicio de caballeros cuando alguien se lo indicase. Así ocurrió. Un desconocido se puso a su lado dándole un golpecito en la espalda a la par que pedía una cerveza y, con tono de voz adecuado, le dijo «ya puedes pasar». Sin más, entró al servicio y un hombre le entregó un sobre y dijo escuetamente:

—Instrucciones, espera unos minutos y sales. No olvides que puedes poner en peligro a tu hija y a tu mujer.

Mateo guardó el sobre en un bolsillo y se lavó las manos mientras hacía tiempo. Al salir no vio a ninguno de los dos. Desde la puerta del bar solo observó un todo terreno negro que se alejaba hacia Navarredonda.

Llegó a su casa y leyó atentamente las instrucciones. Debería encontrarse con los cazadores en el puente donde se juntan las gargantas de la Laguna Grande y la de Prado Pozas, conocido por todos, en la sierra, como puente de Roncesvalles. Las órdenes explicaban con claridad que la reunión sería a la una de la madrugada del día veinticinco de mayo. Allí se reuniría con un grupo de cazadores que le informarían de su misión. Tendría que calcular la hora aproximadamente, dado que le obligaban a ir desprovisto de móvil y de cualquier otro artefacto que pudiera facilitar su localización, incluyendo el reloj. Ni siquiera los furtivos podrían llevar elementos electrónicos que fueran detectados por la tecnología de los equipos de vigilancia.

Sabía Mateo que ambos bandos le controlaban. Como no iba a tener oportunidad de hablar directamente con Eduardo, decidió enviarle una nota explicativa en un sobre oficial de la Junta de Castilla y León.

—Luci, tienes que hacerme un favor —dijo Mateo dirigiéndose a su hija de ocho años—. Mete este sobre en tu cartera y, según vas a la escuela, pasas por la casa de Eduardo y se lo dejas. Si no hubiera nadie, te vas al bar y se lo das a Pedro, pero le dices que es muy importante que se lo entregue.

—¿Hay algún problema? —preguntó Sandra, su mujer.

— No —contestó Mateo para no preocuparla—. Tenemos «control» en la sierra. No lo comentes con nadie. No puedo asegurarte cuándo volveré. Ya veremos cómo van las cosas.

La pequeña Luci había cumplido, orgullosa, el encargo tan importante de su padre y se había ganado dos chicles de fresa, de los que le gustaban. Pedro, el dueño del bar se los regaló tras las infantiles y entusiastas explicaciones de la chiquilla, que evidentemente no había encontrado a «Edu», como ella le llamaba.

Partió Mateo hacia la sierra con tiempo suficiente. Llegó ya de noche a Roncesvalles. No llevaría una hora esperando cuando observó que al otro lado del puente se perfilaron dos siluetas. Tras salir a su encuentro, estos hombres le dijeron que los siguiera. Aunque había luna llena, algunas grandes nubes la ocultaban de vez en cuando, dificultando la visión. A no más de quinientos metros esperaba un grupo. En el suelo había cuatro grandes cuernas de macho montés, colocadas de dos en dos, en unos arneses especiales. Rápidamente Mateo fue obligado a quitarse sus ropas. Vieron que no llevaba ningún dispositivo y tuvo que ponerse otras que le tenían preparadas. Le ajustaban perfectamente.

—Tu misión es llevar a estos dos porteadores hasta el punto de entrega. Tienen instrucciones precisas. Limítate a cruzar la sierra evitando los senderos y caminos principales —dijo a Mateo, con voz grave, el que parecía de mayor rango.

Colocaron los arneses, con las cabezas ya descarnadas, a los dos porteadores. La imagen que ofrecía cada hombre, al contraluz de la luna, con los cuatro cuernos sobresaliendo de sus espaldas, era realmente dantesca. Allí se separaron los dos grupos. Mateo y los porteadores se dirigieron hacia la garganta de Barbellido y los demás se internaron por el arroyo de Prado Pozas llevándose las ropas de Mateo.

El agente condujo por el monte a los dos hombres que, continuamente, recelaban del itinerario, sospechando una posible colaboración con las autoridades. Aprovechando el cauce de un pequeño arroyo, se encaminaron hacia el refugio de montaña conocido como «El Mellizo». Mateo sabía que allí habría efectivos de la Guardia Civil camuflados. No intervendrían porque, por el buen desarrollo de la operación, interesaba capturar a la gran mayoría del grupo. Pero, como si los dos porteadores también lo supieran, le dijeron que les pasara la garganta de Barbellido por la zona de la vieja fábrica de luz, a no más de un kilómetro del refugio, aguas abajo. Quedaban varias horas de luna y daba tiempo a cruzar el Tormes en dirección al punto convenido. Allí les recogería un vehículo de la organización.

Efectivamente, desde una
calleja, prácticamente oculta entre altos piornos, pudieron ver una furgoneta aparcada en una explanada cerca del pequeño caserío de Hoyos del Collado, junto a la carretera de Barco de Ávila.

—Son los nuestros —dijo uno de los porteadores quitándose el arnés.

Se acercó con precaución y, al cabo de un momento, descendió un hombre que abrió el portón trasero. Rápidamente colocaron las cuernas detrás de grandes cajas. Un porteador subió a la furgoneta junto con el conductor. El otro y Mateo quedaron ocultos entre los piornos de la calleja. La furgoneta arrancó sin encender las luces, aprovechando la última claridad de la luna. Salieron a la carretera y no habían recorrido cincuenta metros de asfalto, cuando se vieron sorprendidos por potentes luces que les cortaron el paso. El intento de dar marcha atrás se vio frustrado por otros tres vehículos que llegaron rápidamente para impedirlo. Ni siquiera tuvieron tiempo, los furtivos, de usar sus armas. La acción policial les había sorprendido totalmente. Las cabezas fueron recuperadas y los dos hombres detenidos.

El otro porteador obligó a Mateo, a punta de pistola, a mantener silencio y se alejaron de la zona, dado que la Guardia Civil parecía iniciar una búsqueda por los alrededores.

Ya clareando, los dos entraban en una destartalada cija de pastores que Mateo conocía.

—Si quieres puedes llamarme «7» —comentó el furtivo a Mateo y siguió—. Mi obligación era matarte si nos metías en alguna emboscada. Pero no está claro que tú hayas sido el culpable.

El número «7» dio instrucciones al celador:

— Bajarás a tu casa. Ni se te ocurra comentar lo más mínimo de todo esto a tu mujer ni hables con nadie en el pueblo. Tendrás que acercarte al hostal «El Pucherillo» y, en la habitación 12 hablarás con dos de nuestros jefes. Están registrados como un matrimonio. Cuéntales lo sucedido y que ellos determinen las acciones a realizar.

Así lo hizo Mateo. Relató los hechos a los mafiosos y, estos, le pidieron consejo sobre la mejor manera de rescatar al porteador. Mateo les dijo que sería factible que los recogieran junto al río, en el puente del coto de pesca.

Con cierta relajación le dijeron que mantendrían una reunión en el restaurante «España», en Barco de Ávila, después de recogerlos. Escribieron lo dicho en una nota que marcaron con un sello propio de la organización.

— Número «7» solo dará por cierta esta información si ve el sello. No hagas nada que pueda poner en peligro a tu familia. Pasa por tu casa, coge algo de comer y vuelve a la casilla. Mañana os recogeremos en el río, a las diez de la noche, y bajaremos a cenar al Barco —le dijeron con pasmosa tranquilidad.

Mateo explicó a su mujer que tenía que volver al control y escribió otra nota para Eduardo, que no había podido hacer nada el día anterior, dado que recibió la notificación muy tarde.

Nuevamente sería Luci la encargada de llevar la misiva, pero, en esta ocasión, directamente al bar de Pedro y con el encargo de que fuera entregada lo antes posible. Esta vez llevó el sobre, doblado, en el bolsillo de su pantalón. El dueño del bar ya sabía de la urgencia del comunicado por los comentarios que, en privado, le había hecho Eduardo.

Salió la niña media hora después de marchar su padre y cumplió con su misión.

Al poco tiempo llegaba la información a Eduardo.

Este, decidido a investigar, se personó con Antonio y varios amigos más en el comedor del restaurante, como unos clientes cualesquiera. Estuvo atento a todos los participantes. Le llamó la atención la voz del que parecía el cabecilla y que, después de escribir algo en una servilleta, lo dejó que pasara por todos los asistentes hasta que le volvió a llegar, lo arrugó y lo tiró sobre la mesa.

Mateo, que ya había reconocido entre el grupo a sus contactos en el bar
de Hoyos del Espino, intercambió varias miradas con sus compañeros. Uno de los furtivos se levantó y susurró algo al oído del cabecilla que, sorprendido, no pudo evitar mirar a Eduardo y, por décimas de segundo, cruzar una fugaz mirada. Eduardo sabía perfectamente lo que allí había ocurrido. Le habían reconocido.

Con cierta premura, los furtivos terminaron la cena y salieron del local.

Cuando el camarero fue a recoger la mesa de los recién salidos, Eduardo se identificó y
recogió el papel arrugado. Allí pudo leer «pasado mañana, reunión en los «Labraíllos». Cada uno por su cuenta. Sólo para 2, 4, 5, y 7 con Mateo».

Fue por esto por lo que Eduardo pidió unos días de descanso que aún le correspondían. Tenía la clara intención de llegar al fondo del asunto.

Eran las nueve de la tarde cuando Eduardo cogía la revuelta del camino que da vista al refugio de los «Labraíllos». Un leve viento traía olor a leña quemada, cosa lógica, ya que es habitual hacer fuego y aprovechar las brasas para, por la noche, asar carnes y otras viandas.

Se mantuvo oculto en un pequeño robledal que no dista más de ochocientos metros del refugio. Esperó a que cayera la noche porque con la luz del frontal, aunque aminorada, las facciones se disimulan y es difícil ser reconocido por el que mira de frente.

Aunque algo nervioso, pero intentando no parecerlo, saludó cortésmente, como es costumbre en la sierra, y pudo comprobar que los dos chozos del refugio estaban ocupados. Uno por tres pescadores y, el otro, por cinco montañeros, entre los que, Eduardo, no tardó en reconocer a Mateo y al cabecilla de la reunión de Barco de Ávila.

No podían hablar entre ellos ni tomar decisiones drásticas. La seguridad de la familia de Mateo no permitía errores.

Cada grupo se reunió por separado para la cena. Eduardo se sumó a los pescadores, con los que compartió algunos embutidos de la zona. Comentaron los lances más destacados de la jornada de pesca. Tras la cena, y prácticamente con la única luz de las estrellas, se entabló una conversación entre los excursionistas sentados en los poyos del pequeño atrio del refugio. Eduardo, difícilmente, podía ser reconocido por la voz, pero procuró ser reservado.

Cada grupo comentó sus intenciones para el día siguiente. Los pescadores aprovecharían la mañana para pescar el coto, dado que para eso habían subido hasta allí pagando un permiso y, al mediodía, bajarían a Navalperal de Tormes. Los montañeros hicieron saber que su intención era llegar al Almanzor vía Cervunal. Preguntado por el resto, Eduardo comentó que no tenía muy claro su itinerario y que iría decidiendo sobre la marcha. La charla se prolongó hasta la una de la madrugada, momento en el que los falsos montañeros decidieron recogerse.

Los pescadores ofrecieron a Eduardo compartir su estancia durante esa noche. Este declinó la oferta con el pretexto de no molestar cuando reiniciara la marcha, dado que tenía previsto madrugar y se acomodó, en su saco de dormir, entre un grupo de piornos cercanos al refugio.

No serían las tres de la madrugada cuando Eduardo percibió movimiento fuera de los chozos. Rápidamente salió del saco y observó con cautela en la oscuridad. Vio que los furtivos, iluminados por sus frontales tomaban la trocha que se dirige hacia la laguna.

Sin tardanza recogió y salió tras de ellos. Su extraordinario conocimiento del terreno y su gran forma física le permitían moverse con extrema agilidad sin necesidad de iluminación.

Al pasar junto al puente de Roncesvalles, donde la maleza se aclara, y a pesar de la negrura de la noche, dejó que se alejaran, puesto que cualquier ruido delataría su presencia y sería descubierto. Volvió a acercarse a ellos sabedor de que, a partir de las cascadas de «Majazarza», la trocha desembocaba en una larga pradera levemente flanqueada por discontinuas franjas de piornos. Aun así, no escuchó conversación alguna. Los cinco caminaban en silencio.

De ser cierto lo que dijeron en el refugio, deberían desviarse, a la derecha, hacia las pedreras de subida al Cervunal. Por la trayectoria que marcaba la luz de sus frontales, Eduardo dio por seguro lo dicho. De repente, apagaron todas las luces al poco de comenzar el ascenso a la pedrera. Eduardo, con los ojos acostumbrados a la oscuridad, podía distinguir levemente las siluetas, como cualquier montañero, por torpe que fuera.

Durante un cierto tiempo, las cinco siluetas se mantuvieron reunidas sobre la pedrera hasta que una de ellas se alejó de las demás, aproximadamente cien metros. Inesperadamente se vio una pequeña llamarada acompañada de un leve chasquido. Era evidente que estos individuos iban dotados de armas provistas con elementos de visión nocturna y silenciadores que transportaban en sus macutos. Con seguridad, acababan de abatir algún animal. Por ese lugar merodean ejemplares de buen tamaño que pueden reportar gran cantidad de dinero.

Las cinco siluetas se congregaron junto al punto donde debía estar el cadáver de la pieza abatida.

Aprovechando un corredor de piornos, Eduardo pudo acercarse y, mientras lo hacía, pudo comprobar que entre ellos se había entablado una discusión.

Decidió parar, bien camuflado entre los piornos, y, entonces, pudo escuchar una voz implorante:

—¡No, por favor! No era mi intención

La voz gruesa se elevó en el silencio:

—Esto les pasa a los chivatos que no respetan las normas, ¡cabrón! Sólo tu conocías el punto de enlace
y este nos la ha jugado con su compañero— se oyó decir al de la potente voz—. ¡No volveréis a hablar!

Sin más, varias llamaradas se vieron en la oscuridad a la par que, hasta Eduardo, llegaban los sordos chasquidos. Las dos siluetas que se veían separadas de las otras tres se derrumbaron sobre la pedrera. El agente no tuvo dudas de que su amigo había caído y contempló el crimen, con consternación y dolor, en la más absoluta inmovilidad. La vida le iba en ello. De ser descubierto, algunas de las balas que aún quedaban en los cargadores de aquellas pistolas podían acabar en su cuerpo. Inmediatamente se generó una frenética actividad de los que permanecían en pie. No se podía ver con exactitud. No tardaron los tres hombres en reanudar la marcha. No se fueron por la ruta descrita en el refugio. Cruzaron la garganta de la Laguna Grande y se dirigieron al arroyo del Prado de las Pozas.

Eduardo se mantuvo inmóvil hasta que la luz de los frontales desapareció por el valle de la pequeña garganta.

Con la mañana abriendo, se decidió a inspeccionar el lugar de los hechos. Sorprendentemente el animal no era un macho cuya cuerna fuera válida, sino una vieja cabra que para nada servía. Poco tardó Eduardo en reconocer la estrategia. Bajo la apariencia de un absurdo acto de furtivismo se ocultaba un asesinato difícil de descubrir. ¿Quién iba a pensar que bajo el olor del cadáver putrefacto de una vieja cabra se ocultaba la descomposición de dos seres humanos? El lugar estaba perfectamente elegido. Indicaba un conocimiento exhaustivo del terreno. Aquí, en este lugar, la piedra rota consistía, fundamentalmente, en lascas de tamaño manejable. Los cadáveres fueron depositados en una pequeña depresión que no costó rellenar. Colocaron el animal muerto sobre las piedras cobertoras. Nada hacía suponer que allí yacían dos seres humanos.

—¡«Cholas» llamando a «Lobo»! ¡Contesta, «Lobo…»!

No menos de cinco intentos hizo Eduardo («Cholas» en clave) para contactar con su compañero Antonio («Lobo») a través de una pequeña emisora que llevaba en la mochila. Antonio debería trasmitir la información a los equipos de montaña de la Guardia Civil en caso necesario. El lugar donde se encontraba no favorecía la cobertura de la emisora que llevaba en su mochila.

Eduardo comprendió que no le quedaba otra solución que ascender a los Barrerones por la vía rápida. Si alguien podía cubrir aquel ascenso, con la velocidad necesaria, era él. La nueva luz le ayudaba. Al llegar a la cuerda, un sol cegador hirió sus ojos. Las gafas polarizadas le permitieron solventar la situación. Desde allí dominaba todas las direcciones.

No tardó en localizar, en la gran pradera de Pozas, a los tres furtivos, que seguían el curso de la gargantilla.

Habiendo contactado ya con Antonio, convinieron en alertar a los efectivos de montaña. Era necesario avisar del crimen y de la trayectoria que seguían los autores. Desde su posición, vio que derivaban hacia la plataforma de Gredos. Así lo advirtió para que se preparara el dispositivo de control, pero, inesperadamente, el grupo tomó la dirección del puerto de Candeleda. Eduardo no podía recortar terreno con ellos desde el lugar en que se encontraba, pero efectivos combinados de vigilancia cayeron sobre los tres asesinos en las cercanías de dicho puerto.

Eduardo dirigió a los grupos de rescate. Con el corazón contrito, y sudando rabia, enganchó las camillas al helicóptero que trasladó los cadáveres al Hospital de Ávila.

Ya en las dependencias de Vida Silvestre, Eduardo pudo reconocer un peculiar medallón entre las pertenencias decomisadas a los furtivos. Se trataba de una cabeza de macho montés, repujada sobre latón, que había encargado a un orfebre toledano para regalársela a Mateo el día de su boda con Sandra. Era imposible equivocarse, puesto que Eduardo encargó que un ojo fuera verde y el otro rojo. Mateo lo acopló en su cinturón y jamás lo quitó de allí.

Requirió Eduardo el medallón con la intención de fijarlo sobre la lápida de Mateo. Nadie estuvo en desacuerdo y las autoridades policiales consideraron que aquella operación pasase a los anales como «Operación Rojo y Verde».

Quiso su madre que fuera Luci quien pusiera, sobre la caja mortuoria, una pequeña corona de flores silvestres fabricada por los pocos niños de la escuela del pueblo.

Entonces, aquellos ocho años, comprimidos en tan menudo cuerpo infantil, sin comprender la barbarie de los adultos, descargaron amargamente todas sus lágrimas sobre el féretro de Mateo.

Aquella situación inundó los ojos de los presentes y, sobre el cementerio de Navacepeda, flotó un inmenso halo de rabia e indignación.

Sobre la lápida quedó para siempre la insignia de latón «Rojo y Verde»

Tomás Sánchez Salinero.

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