En una esquina olvidada de la urbe, donde la luz del sol apenas lograba penetrar entre las vetustas estructuras, habitaba el pequeño Mateo. Sus apenas cuatro años no disimulaban el peso del desaliento y la fatiga que surcaban su semblante. Aquellos ojos, grandes y sombríos, reflejaban la carga de la penuria que los envolvía.
Con su madre, en un recinto mínimo dentro de un edificio desamparado, residía Mateo. La progenitora, aquejada y vulnerable, batallaba día a día por obtener un poco de alimento para su vástago. No obstante, la realidad se mostraba implacable y el hambre se cernía como una sombra constante.
En una tarde opaca y gélida, Mateo se acurrucó junto a su madre sobre el suelo de la estancia. En el centro, un pequeño fogón apenas lograba atenuar el aire frío que los envolvía. Con fatiga, la madre removía una sopa aguada en un antiguo plato metálico. Era el único sustento que les aguardaba en aquel día.
Las lágrimas de la madre se deslizaban taciturnas sobre el plato, mezclándose con el insípido caldo. Mateo observaba con tristeza aquel líquido apenas templado, su estómago rugiendo de inanición.
—No te desalientes, mi pequeño. Pronto todo cambiará para bien —susurró la madre, procurando esbozar una sonrisa a pesar de la desolación que la carcomía.
Sin embargo, Mateo no lograba vislumbrar más allá de la cruda realidad que los aprisionaba. La noción de un futuro prometedor se desvanecía como un espejismo con cada día que transcurría.
Aquella noche, mientras la madre intentaba consolar a su hijo en la penumbra de su mísero hogar, una sombra siniestra se cernía sobre ellos. La dolencia de la madre había alcanzado un punto crítico y su cuerpo ya no podía resistir más.
Mateo la estrechó con fuerza, sintiendo cómo su mundo se desmoronaba ante sus propios ojos. Las lágrimas inundaron sus mejillas mientras contemplaba a su madre partir, dejándolo solo en medio de la desdicha y el desamparo.
Desde entonces, Mateo se enfrentó al mundo sin más compañía que su propia sombra. Cada día, aquel plato de sopa se convertía en un recordatorio amargo de todas las pérdidas sufridas. Las lágrimas que caían sobre aquel recipiente desgastado eran el símbolo de una existencia marcada por la tragedia y la desesperanza.
Y así, en la penumbra de aquel rincón olvidado, el infante de apenas cuatro años aprendió la lección más amarga que la vida podía ofrecer: que incluso las lágrimas sobre un plato de sopa no lograban mitigar el hambre del alma.
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