LA LLUVIA BAJO UN TECHO DE ZINC
Cuando en el pueblo llovía, llovía de verdad, pero ese día era un diluvio, aquello que ocurría, no paraba la lluvia, y como manojos de gotas de cristal, estas se desprendían de las nubes. Corríamos dentro de la casa; por la sala, los cuartos, el comedor, etc., íbamos apertrechados con todo tipo de chócoros, ubicándolos al final de aquellos hilillos de aguas que bajaban del techo, era una lucha sin tiempo, sin espacio, más demorábamos en colocarlos, que estos en llenarse, una lucha casi pérdida.
El buscar el hilillo, para algunos era diversión, y cuando lo encontraban, gritaban.
―Esta es mía, llevo cinco―expresaban, y zas colocaban el chócoro, pero yo lo hacía más con resignación que con entusiasmo, siempre cavilando.
―¿Cuándo nos vendrán a recoger? ―pensé, me asomé a la puerta de la calle, el nivel del agua subía y subía cada vez más, miré a lontananza y vi solo la bruma de la lluvia, y entré a la casa a perseguir otra vez los hilillos de agua.
Al cabo de un rato de estar correteando hilillos de aguas y notando que la lluvia no disminuía, sonó una voz femenina, pero dentro de esa voz viajaba un tonillo de entrega ante la implacable lluvia.
―Arrumen y coloquen las cosas en un lugar donde no se mojen ―expresó la voz femenina ya derrotada―. Vigilen los chócoros, y los van vaciando, rápido, que nos vamos a la cocina.
A la cocina por orden de la voz femenina huiríamos del acoso de las goteras, lo que ella no contaba, era que la lluvia nos perseguiría por todos los lugares, lo único que nos salvaría era que nos recogieran.
La cocina tenía paredes y ventanas de madera con techo de zinc, en ella había un largo mesón y bancas a su alrededor, un bote de madera para echar la leche, procesar el queso y la mantequilla, tres fogones con bindes cortados y un horno de barro, montados en un armazón de madera.
En la cocina las gotas azotaban el zinc, con un bello ritmo musical, era un sube y baja de variadas notas, esta melodía se potenciaba con el burbujear del chorro que corría por la canaleta, cayendo en ritmo de cascada en el aljibe, ese concierto lluvioso lo acentuaban los silbidos del viento que acariciaban los árboles y golpeaban las paredes de la cocina.
Allí estábamos secos, pero teníamos un concierto lluvioso en nuestras cabezas. Que a algunos los sumía en un sopor, como a mi padre que cabeceaba en forma plácida, sin preocuparse de los hilillos de agua, ni del golpe de la lluvia sobre el zinc, yo me senté a su lado y escuché sus ronquidos, al fin estaba completa la orquesta formada por la lluvia, el silbido del viento y los ronquidos de mi padre.
Algo extraño me sucedió escuchando la lluvia bajo el techo de zinc, salí a la calle donde había un gran alboroto, y observé una gran nave a la cual subían todos los pobladores con sus animales. Entré de nuevo a la casa gritando para que todos me oyeran.
―Rápido que ya llegó el arca a recogernos, son cuarenta días y cuarenta noches que pasaremos todos juntos ―chillé y corría avisando, yo tomé mi dos gatos y el perro y procedí a embarcarme―. Apresúrense que ya no tenemos que preocuparnos por las goteras.
Estando en ese trepa que sube de subir al arca, yo trataba de organizar nuestro embarque, cuando sentí un golpecito en mi costilla y entonces sonó una voz fuerte, femenina, ordenando, rápido carajo, ya dejó de llover.
―A organizarlo todo, a limpiar la casa y colocar las cosas en su sitio ―expresó la voz femenina―. Pero antes coman, tomen el café, y en el mesón hay pan fresco, galletas de limón, queso y suero atolla buey.
Oh, me había quedado dormido al lado de mi padre, y en una totumita me echaron el café, agarré un pedazo de queso, una panocha de coco y dos galletas de limón. Fue un sueño maravilloso originado por la lluvia sobre un techo de zinc, el cual había hecho mella en mí y me había embrujado.
GUSTAVO HERRERA BOBB
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