Cólera al rayar el alba
Alrededor de las 5:30 de la mañana Marvin Ríos se dirigía a su trabajo, como de costumbre. Pensando en si había olvidado algo, caminaba dubitativo por la estrecha calle que recorría 6 días a la semana, a la misma hora. El mismo entorno de siempre, el cielo oscuro, los árboles frondosos, como si ocultaran a alguien entre su tupido aspecto verdoso, y a lo lejos, las luces que se hacían destellaban en la larga vía dónde esperaba su transporte.
Marvin llevaba una herramienta en su bolsillo trasero, era una barra de metal, del tamaño de un cuchillo ordinario que se usa en la cocina, tenía la punta rectangular y muy afilada, la llevaba desde casa porque había botado la de su lugar de trabajo. Le tocaba pagarla. En su morral llevaba lo de siempre, su almuerzo y un libro el cual leía en su descanso.
Él sabía que debía dirigirse con cautela, para no toparse con ningún ladrón, era un barrio peligroso, y Marvin sentía un profundo desprecio por los ladrones. Siempre decía: «Los peores ladrones son los que le roban al pobre, nosotros trabajamos mucho por poco, no es justo que un desadaptado nos quite las migajas que ganamos». Repetía tanto esta idea que en las discusiones sobre el gobierno, la política, o cualquier tema relacionado, los demás ya sabían que Marvin, tarde o temprano iba a exponer cualquier cantidad de argumentos en contra del robo a la gente pobre.
Esa mañana, alrededor de las 5:40 Marvin llegaba a aquel sombrío lugar. Vio la pequeña luz al final de la carretera que se hacía grande poco a poco, sin saber que ese día, le cambiaría la vida para siempre. La motocicleta frenó en seco frente a él. Uno de ellos, el parrillero, bajó súbitamente del vehículo, desenfundó un arma, apuntó al corazón de Marvin, y le dijo:
—Quietecito papá, no hagas bulla y dame todo lo que tienes.
Marvin enfurecido entregó su morral, donde estaba su almuerzo, su libro y unas pocas cosas más, sin valor. También sacó su billetera con unos billetes venezolanos, unos mexicanos y una tarjeta débito con cuarenta mil pesos que le quedaron del ajustado salario. Entregó lo poco que tenía.
El encapuchado, al tener el miserable botín, dio la espalda con la confianza de una fiera salvaje, se dirigió a su cómplice y le dijo: —Dale. Le faltaban un par de pasos para emprender la huida en su moto. Sólo un par de pasos.
Marvin encolerizado, mirando impotente el suelo, recordó la herramienta que llevaba en su bolsillo, y en ese momento, esos doscientos gramos de metal pulido, se convirtieron en su aliado de venganza.
Con un rápido y preciso movimiento, quedó a espaldas del rufián, sacó su arma del bolsillo, y la clavó en el cuello del malandro dejándolo inmediatamente fuera de combate. El cómplice al ver la inexplicable escena, aceleró la moto, pero en ese momento Marvin se percató de la cobarde intención del motociclista. Y lleno de ímpetu se abalanzó sobre el que pretendía darse a la huida, tal era la fuerza que tenía Marvin en ese momento, que esa pieza metálica rectangular, entró en la espalda del ladrón como si fuera este un bloque de queso.
Daban las 5:45 de la mañana y Marvin sentía cómo un sentimiento de culpa y satisfacción invadía su pecho. Faltaba poco para que llegara su transporte, y él solo veía un paisaje donde dos charcas escarlata de la sangre viscosa se expandían en el pavimento limpio y gris.
La mala suerte entró en escena, y una patrulla de policía que rondaba el área se encontró con el peor espectáculo posible a encontrar a esas horas de la mañana.
—Quédate quieto, levanta las manos y suelta el arma. Gritó el policía apuntando a la cabeza de Marvin, mientras el otro policía revisaba inquieto el panorama.
—Ramírez, dijo el policía que inspeccionaba. Mientras Marvin permanecía en silencio y con las manos levantadas.
—Ramírez, venga, vea. Dijo nuevamente el policía.
Cuando Ramírez se acerca y ve el cuerpo del ladrón, con el maletín de Marvin aún debajo de sus brazos y una fuente de sangre fluyendo de su cuello, se da cuenta que aquel vulgar oportunista es su hermano.
Lleno de odio, pero con una actitud pasiva le dice a su compañero, nos lo tenemos que llevar.
Se subió el conductor de la motocicleta, y Ramírez, con un tono frío le dijo a Marvin:
—Súbase.
Marvin, asintió y se subió al vehículo. Seguidamente se subió el policía.
Y estando Marvin entre los dos oficiales, preguntó:
— ¿Vamos a la cárcel?
—Yo, tal vez. Respondió Ramírez con un nudo en la garganta.
Arévalo, quién conducía, entró por un camino polvoriento, repleto de monte verde y de mosquitos.
En un lugar no tan apartado de la carretera, se detuvo la moto.
Ramírez bajó, y con los ojos llorosos exclamó:
—Bájese… Bájese porquería.
Marvin sin poder entender muy bien la actitud del policía, bajó de la moto con las manos levantadas.
Sin decirle, ni explicarle nada, Ramírez accionó el arma 3 veces en el pecho de Marvin. Dejándolo tendido sobre una cama de hierba seca y con los primeros rayos del sol acariciando su cara.
Entonces Ramírez, sin más que hacer, guardó su arma, limpió su cara, y se fue con Arévalo a seguir patrullando, con un rostro que parecía haber sido pintado por el mismísimo Ressendi.
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