Nunca tomé como opción la muerte. Ni siquiera en los momentos más difíciles.

Pero no siempre las opciones que te plantea la vida son las más justas o coherentes. Ésta no es una sentencia por deudas, amores o engaños: es una decisión por miedo. Ese miedo que te acorrala, te ahoga, te atrapa. Ése que no te deja respirar, que te enceguece mostrando una simple y negra realidad: la única y la palpable. Ni siquiera hablo del miedo a la muerte; sería muy simple; sino de ése que te recuerda que definitivamente vas a sufrir, y te va a doler. El miedo que no te ofrece remedios ni soluciones; el miedo que te angustia, te deprime, te menosprecia, te rebaja a una simple cosa paralizada, inerte, catatónica. Ese miedo que te persigue: va con vos a todos lados, no te da descanso, no te deja pensar ni razonar, te acorrala, vive con vos todo el tiempo, te asfixia, te encierra en su propio juego y no te permite entender las reglas de ese terrible error que te fabrica la mente y el alma. Es más profundo que la sangre misma, se siente en el cuerpo, duele como el peor de los dolores, el más cruel de los espantos, la más profunda agonía, la desesperación constante y el laberinto eterno de no saber dónde ir. Te paraliza, te acorrala, te desespera, te hipnotiza, te mata.

Sin más ni menos el miedo, mi miedo, mi propio miedo.

El silencio se interrumpió por un estruendo la oscuridad por un

fogonazo.

Un disparo y el fin.

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