EL PODER DE LOS OBJETOS

Tengo una medalla. No es de metal noble, ni tampoco está bendecida. Pero no puedo perderla de vista. Si esto ocurre lo más probable es que yo acabe en urgencias para que me traten de un ataque de pánico.

Esta medalla me la regaló un amigo. Ni siquiera fue un regalo planificado. Simplemente estábamos hablando de religión, la sacó del bolsillo y me la entregó.

Al día siguiente compré una cadena para poder colgarla de mi cuello. Dormía con ella, me duchaba con ella, y desarrollé el tic de tocarla varias veces a lo largo del día.

Un buen día vi que se había puesto negra. No podía permitirlo. Fui a una joyería y pedí que le dieran un baño de plata. Era una medalla grande con lo que seguramente el coste económico de este baño duplicó o triplicó lo que mi amigo había pagado por la medalla. Pero me dio igual. Era mi medalla.

Poco después me encontré con la persona que me obsequió con este maravilloso objeto. Le conté lo que había pasado, y se escandalizó. Sinceramente no sé si se lo inventaba, pero al igual me fascinó.

Me dijo que esta medalla que había traído de un santuario muy especial, perdía su brillo con más rapidez cuanto más tuviese que proteger a su portador. Me temblaban las rodillas. Hacía poco había sufrido un episodio grave de salud, del que salí indemne ante la perplejidad de los médicos que me atendían. Y fue después cuando reparé en el tono casi negro de la medalla. No me arrepentí de haber encargado el baño de plata. Muy al contrario me sentí orgullosa por haberle devuelto, en alguna medida, una pequeña parte de lo que ella había hecho por mi.

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