LA PRINCESA SIN REINO

Mi nacimiento tuvo lugar cuando los Reyes se encontraban fuera del reino. Por lo tanto yo no nací en el reino del que soy princesa. A veces me parece que soy una impostora, y que mi hermana, que pese haber nacido dos años después lo había hecho en la cama de la reina, era una princesa verdadera.

No obstante, cuando recuerdo aquellos días jugando en palacio, no recuerdo haber percibido distinciones entre ambas, ni por parte de los reyes, ni tampoco de los criados.

Todo cambió el día en el que estando en la residencia de vacaciones, que estaba en una isla de bella vegetación y toda rodeada de mar azul, un príncipe hermoso salió de las aguas y se aproximo al Rey que estaba descansando en un diván en el jardín. Abrí mucho los ojos porque no podía creer que pudiera haber un muchacho tan apuesto. Sabía que un día un príncipe pediría mi mano y pasaría a ser princesa de otro reino distinto, y más tarde su reina. Pero todo aquello estaba lejos en mi mente, así que no lo relacioné.

Sin embargo, el príncipe que dijo llamarse Gelu, se aproximó a mi padre y con una actitud muy rimbombante hizo una aparatosa reverencia. Y luego, para mi sorpresa, le pidió al rey la mano de mi hermana.

Salí corriendo. No me habían visto así que entré por las cocinas y me escabullí por la escalera de servicio hasta el desván, dónde me senté en el suelo para llorar a gusto. Ni siquiera sé por qué lloraba, ya que sólo había visto al noble durante unos segundos. Y nunca había pensado en casarme. Pero pensé que todo se debía a que yo no era princesa del reino, sino una vulgar plebeya, por el mero hecho de haber nacido en otros confines.

En estas estaba, cuando delante de mi apareción Rutin. Era un bonito ratón blanco que vivía en el desván, y al que no había vuelto a ver desde las pasadas vacaciones estivales.

Rutin se sentó enfrente de mi y me dijo:

-¿Ya has terminado de llorar?

Me sequé las lágrimas con la manga del vestido y le dije.

-No. No voy a terminar en toda la noche. No sabes lo que me ha pasado.

-Sí que lo sé -replicó. -De hecho lo sabía antes de que nacieras. Y estaba esperando este momento.

Me quedé perpleja, y pese a querer mucho a Rutin y llevar años conociéndonos, llegué a pensar que se había vuelto en mi contra. Nunca había osado contradecirme.

-Princesa, -dijo, mientras se subía a mi falda y se acomodaba sobre la mullida tela de organdí. -Tú eres muy especial. Si naciste fuera del reino fue porque las hadas te estaban protegiendo. Si hubieras nacido en palacio, hoy no estarías aquí.

-¿Qué quieres decir Rutin?

-Dicen las profecías que había de nacer una princesa que sería la más bella e inteligente de estos confines. Pero nacería en peligro ya que estaría destinada a grandes gestas. Esa princesa eres tú. El caso es que estando próximo tu nacimiento, en palacio se preparó un complot destinado a acabar con tu vida. Por eso tus padres fueron invitados al reino de oriente donde naciste, y así salvaste la vida.

Yo no podía cerrar la boca.

-Sigue Rutin, por favor.

-Pues bien. Era necesario que tú vivieras y que llegado el momento te unieras en matrimonio con un príncipe muy especial. Y juntos deberéis traer prosperidad y felicidad a vuestros súbditos. Sólo tienes que mantenerte alejada de cualquier peligro. Pero yo te ayudaré con eso.

Dicho esto, Rutin se bajó de mi regazo y se aproximó a un gran espejo que había al lado de la ventana. Se puso enfrente y me llamó.

-Princesa, por favor, ven a mi lado.

Me levanté y caminé hasta el espejo, al lado de Rutin.

-Mira al frente -me dijo mientras hacía un gesto con su cabecita.

Casi me desmayo cuando vi mi imagen, y junto a mi un joven bellísimo, con una corona de oro y piedras preciosas. Yo paseaba mi mirada entre Rutin y la imagen del espejo sin dar crédito a lo que veía. No me salían las palabras.

-Princesa. Siempre he sido tu príncipe. Y seguiré siéndolo hasta que seamos viejitos. Sólo hay que esperar y estar alerta. Y por supuesto no puedes albergar debilidades tan vulgares como la envidia. Así que baja, y celebra con tu hermana su felicidad. Tu Ruti estará siempre cuidándote.

Luego se fue dando saltitos hasta su madriguera y me dejó allí de pie, perpleja, pero satisfecha porque ya no era una princesa de segunda.

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