Bajo un cielo celeste de una claridad que lastima, una brisa me envuelve como un manto piadoso; una brisa fría, pero amable. A mi alrededor, solo arena y mar. Camino hacia la orilla. El agua moja mis pies, se retira, deja una estela que permanece unos instantes, hasta que otra estela se le impone. Hundo mis pies en la arena. Desaparecen, lentamente, primero los empeines, luego los tobillos; el agua juega, entre mis tobillos y la parte baja de mis piernas. En un intento por abandonarla, compruebo lo sólida que es mi posición.
La orilla es un espacio amplio; sus límites, imposibles de establecer. La orilla es el mar, pero no todavía. Con el cuerpo erguido y la mirada limpia, observo su inmensidad. No encuentro:
ni sirenas que se acerquen a seducirme
ni bandadas de gaviotas
ni la botella que alguien, hace décadas, lanzó para la posteridad
ni barcos de conquistadores
ni aves que migran, para morir en paz
ni el recuerdo de otra costa, en otra vida
ni un turquesa que descansará para siempre en mi retina
ni el destello de la luz
ni pulpos, ni veleros
ni un yate repleto, de modelos y cocaína
ni la furia que es su fama
ni el consuelo de los días
ni metáfora del abismo
ni mis ganas de hundirme
ni epifanías
sino sólo el mar. El mar en calma. El mar, en calma. El mar. En calma.
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