LOS DEL FRENTE

De la quietud melancólica del silencio nocturno, empezaron a escucharse ruidos tenues, de ellos sobresalían el ladrido temeroso de un perro pequeño, el llanto chillón de un niño y una voz desgastada por el tiempo, todo esto fue llegando a mis oídos ya de por sí bloqueados, porque el señor que vivía dentro de mis oídos no golpeaba de forma rítmica sus instrumentos musicales, a pesar del desvelo diario que sufría quise saber de dónde provenían dichos ruidos, y me percaté que era de la casa del frente.

Esa casa del frente había estado desocupada por muchos años, sus dueños: dos ancianos y un perro viejo desaparecieron sin dejar rastro alguno, la habían dejado abierta, en completa libertad, y todos nosotros seguíamos atendiéndola, cuidándola con esmero como esperando que sus dueños volviesen algún día, era el símbolo de la fe y esperanza, de la misma vida, y de nuestro vecindario.

Me había acostumbrado a vivir en completa soledad, alguien que me había acompañado durante muchos años, ya estaba en la paz del eterno silencio, nuestros retoños ya habían crecido tanto que eran árboles con raíces ancladas en otros lugares; lo que se conoce como familia cercana, se me presentaba como un recuerdo lejano, como un escrito que el tiempo intentaba borrar de mi vetusta mente, eso me había convertido en un ser algo huraño, muchas veces malgeniado, pero no neurótico; todavía era capaz de andar, cantar, sonreír y hasta intentar escribir.

Seguí durmiendo y en la mañana, cuando me levanté, miró a la calle y era cierto, la casa del frente, si la famosa casa del frente, desde ese momento ya estaba habitada, eran inconfundibles los ladridos llorones del pequeño perro, el maullido del gato viejo y el movimiento de arreglo y acomodo de objetos en el interior de ella. Al mirar por la ventana abierta, noté que había una señora de edad avanzada, pensé, es la de la voz rara, además observé a una pareja entre los 30 y 32 años y dos pequeñuelos: una niña de unos 8 años y un niño de unos 6 años de edad, además del famoso perro pequeño que no dejaba de ladrar.

Nadie supo de donde llegaron, aparecieron como de la nada, muy similar a la forma como habían desaparecido sus dueños y ellos tomaron posesión de la casa como si ya la hubiesen conocido de antemano.

Un día los vi, asomados por la puerta del patio de mi casa, eran unos pequeñuelos graciosos, estaban como buscando o indagando que había dentro de mi casa, al verme sentado debajo del palo de mango, corrieron despavorido hacia su casa, la del frente, y detrás de ellos corría el famoso perro del ladrido melancólico, solo sonreí, caramba todos son iguales de traviesos.

Nunca me había fijado en nadie que no fuese mi familia, estaba tan encerrado en mí mismo, como en una especie de caparazón tribal, jamás pensé que alguien que no fuese uno de mis seres queridos podía llegar a mi vida, pero con los del frente, percibí una energía muy similar a la que sentía con mi familia, en especial con los dos pequeñuelos, era como si ellos ya sabían de mí y fueron enviados para alegrarme los últimos días de mi vida, al mirarlos sentí una unión especial con ellos, una conexión tan fuerte que se transfería a través de todo el universo.

Estando en esta divagación de pensamiento y consciencia, sonreí y tomado mi bicicleta vieja, cacho de vaca, salí a dar una vuelta por el verde prado de la campiña, aunque seguía pensando en los del frente, mi rostro se iluminó, había llegado otra vez la felicidad a mi vida.

GUSTAVO HERRERA BOBB

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