UN AMANECER MARAVILLOSO
Todos los involucrados en esas madrugadas: mujeres, hombres, jóvenes y niños, se levantaban con la cantinela bulliciosa del gallo, el cual guiado por su propio despertador desajustado cantaba a las tres de la mañana, aunque era mayor la algarabía que se escuchaba, causada por el vulgar loro viejo sesentón, que dormía en el mismo árbol del mandamás, al cual le gritaba una retahíla de insultos vulgares por haberlo sacado muy temprano de su plácido sueño.
Las personas al levantarse prendían el radio de pilas y sintonizaban la emisora, donde laboraba Magencio, el único locutor nacido en el pueblo, quien con su dicción agradable empezaba a recitar en prosa las propagandas, a saludar a los habitantes, divulgar los recados del día y colocar la música solicitada con anticipación por su vasta audiencia.
Aunque muchas veces su ingenio lo llevaba a inventarse historias increíbles, como la revelación del lugar donde estaba ubicada la famosa huaca de oro Zenú, escondida por el cacique Purápa, y que según él estaba ubicada en el pueblo, llevaba más de dos años diciendo que pronto revelaría el secreto del lugar donde estaba el entierro indígena.
Las mujeres iniciaban el ritual de preparación de las comidas que se llevarían los hombres a sus labores campesinas, donde se dedicaban a la agricultura, la pesca y la vaquería, todos tenían que salir apertrechados, ya que irían a lugares donde no existía la posibilidad de comprarlas y su regreso al pueblo sería en horas de la tarde.
Lo primero que hacían era el café: tostado, molido y colado en el hogar, el cual se tomaba acompañado por galletas de limón o casabes, y sus aromas impregnaba todas las casas, además preparaban chocolate de cacao y los combinaban con leche pura de vaca recién ordeñada.
Los alimentos los cocinaban en las hornillas o fogones usando los bindes o nidos de comején, estos eran más eficientes, ya que necesitaban menos leñas. Prendían la madera y dejaban que esta ardiera para usar los tizones y cocinar bajo el embrujo de las lumbres, aprovechando los humos, quienes se encargaban de transmitirle a los alimentos los sabores propios de cada árbol.
Cuando los alimentos estaban listos se empacaban en sarapas que eran envoltorios de hojas de bijao: algunas llevaban gallina, cerdo, carne, pescado, etc., en las sarapas también se adicionaba el arroz y el bastimento. Los líquidos a ingerir lo llevaban en recipientes especiales como bangaños, calabazos u otros.
Cuando los campesinos salían hacia sus sitios de labor, unos a pie, otros montados en sus caballos, mulas o burros, el lucero bollero los acompañaba bajando en forma lenta desde el cenit nocturno hacia el occidente, hasta que en el albor iban apareciendo los rayos solares tejiendo de múltiples colores el firmamento.
Al salir a sus labores los campesinos, se les escuchaba su cantar por todo el pueblo, acompañados por el clip-clop rítmico de cascos de animales, el pum-pum sonoro de los pilones, seguido por él, pon-pon del paloteo en una batea, cortejado por el menear rítmico de un balay, el trinar afanoso e incesante de una chamaría, el gorjear ruidoso del dueto de chupa huevos, el trasnochado croac-croac de las ranas, el agudo e incansable cric-cric de los grillos, y otros sonidos espontáneos que originaban un sinfónico amanecer en mi pueblo, aplaudido por la aparición de los rayos solares.
GUSTAVO HERRERA BOBB
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