El príncipe recorría con gusto y fruición por las galerias del palacio. Afición que podía consumirle toda una tarde hasta que decidiera desandar por la caída de la noche. Siempre que la luna se había puesto cándida como los muros de «tuffeau» del palacio, él ya había regresado a su aposento, terminando el recorrido. El palacio de extensiones insondables había sido erguido por el primer rey homónimo de su majestad, cuyo soberano buen gusto, tan inflexible, no arrivó a saborearlo en vida. Este se levantaba con pródiga arquitectura urdida del esplendoroso renacentismo; no eran una singularidad las decenas de años que consumió la ardua tarea de su construcción. Se decía que podía pasarse la vida entera para ganar conocerlo, aunque nadie lo hubiera conquistado; y que no era difícil perderse, descubriendo nuevos pasadizos y puertas que se abrían hacia otros. Historias de aquella especie habíanle sido referidas al príncipe desde su llegada, un crepúsculo del invierno; aunque él las creyese inverosímiles por que fueran de rasgos improbables. Los matices de las narraciones son, a veces, difuminados. 

 Estas apreciaciones y cualesquiera de mayor relevancia advenían y circundaban la mente del príncipe durante su deambular de galerías y salones. Erraba, o simplemente garbeaba, por la inmensa biblioteca admirando los elevados muros colmados de volúmenes que se sucedían. Absorto en la magnificencia del quattrocento, dadivoso en ornamentaciones, regalaba sus panegíricos a este período. Así, se distraía con los pilastres carvados en el roble, las hojas de acanto de sus capiteles, los candelabros resplandecientes de iridiscencia, las bóvedas de aristas, multiplicadas, que se extendían por los techos de la inmensa sala. A siniestra y opuestos a los oblongos estantes, los ventanales que miraban hacia los jardines septentrionales y al lecho del arroyo que discurría en sus márgenes. Observó el cielo de la tarde, estaba completamente azul.

Atravesó el corredor; luego la sala de reuniones oriental, repleta de imágenes alegóricas del paraíso y trazos áureos, hasta el boudoir, que como las demás salas, se levantaba altísima y esbelta. Franqueando algunas salas de menor importancia, un nuevo recodo se formaba a derecha, donde estribaba una cenicienta escalera acaracolada. Decidió ascender un piso. Mientras subía por el amonite de piedra caliza, que poseía aberturas rectangulares en lugar de ventanas, observaba a su paso los jardines, el bosque, el cielo. De esta manera, llegó al rellano de la planta que pretendía y saliendo con un salto de este recodo, atravesó galerías de función semejante a las susodichas del piso inferior.

 Atravesando insolitamente salones, galerías y aposentos; subiendo y bajando los escalones que ya parecían no conducir a ningún lado, y a veces, encontrándose una vez más en el mismo sitio desde donde había partido, comenzó a sentirse extenuado este príncipe. En cierto instante de la devenida tediosa excursión, se halló envuelto en un aposento que desconocía en donde ya su visión comenzaba a debilitarse. A través de un ventanal que permanecía abierto, el crepúsculo le advirtió la tarde que declinaba morosamente. Afuera, la parsimonia; dentro, el desdén, pensó. Bajando un poco el mentón, pudo notar unos dormitorios opuestos y, a través de sus ventanas, su interior ya iluminado. Estaban unidos por un brazo con la sala en la que estaba. Este brazo poseía ventanales mas no estaban iluminados. Entonces razonó en penetrar el recodo que, sombrío, se asomaba al final de la pared, y atravesando la galería, llegar a las iluminaciones que atisbaba desde la galopante lobreguez. Puesto que ya tenía ganas de volver a su ostentoso aposento, debido iba a comenzar hacer frío y, ciertamente, algo de temor le suscitaba la despoblada noche del palacio; eludiendo por demás el hecho de la desorientación, desconocía con certeza en que parte se encontraba. Se decidió de esta manera a proseguir hasta aquella abertura en el ángulo, dintelada por un arco escarzano. Empero al girar descubrió que la galería era distinta a la que había contemplado justo antes. 

 Estaba despojada de ventanas. Iluminábase únicamente por una gallarda antorcha de llamas oscilantes sostenida por un hierro adosado a un muro. Continuos de esta, en el mismo muro, dos puertas. Una pared al frente suyo ponía fin al corredor. Poco aparatosas eran estas puertas, lo que las producía en discrepancia con las demas del palacio. Con ajadas tablas de madera verticales se levantaban y una argolla de hierro servíales de picaporte. No menos ladino era el príncipe y no perdió el reparo en la discordancia, pero la caída inminente y espesa de la noche le granjeaba al interior una ansiedad irreconciliable. Detras de las puertas aguarda lo desconocido, pero nosotros somos esto para ese otro lado. Una indómita curiosidad corroía el joven espíritu del príncipe; la trama de esta galería no lo apartaba de su creciente inquietud.

Un poco por el temor, infundado en la espesura de la noche, otro tal vez, por el lozano cauce del destino; atuvo el aro de la primera puerta y lo llevó para si. Atras, se escondía un jardín por la tarde, algo triste, y un portón negro impuesto a la vista, que debajo no cubría sino por unos barrotes. Pudo ver, a través de estos, un par de piernas que corrían, como si jugaran con alguien del otro lado. El par se movía, y los ojos del príncipe lo seguía con yerta incredulidad; hasta que, como ebrias de curiosas, se detuvieron, de frente al portón negro, como si estuvieran mirándolo. Cerró con toda rapidez  la puerta y se tiró sobre esta para asegurarse su selladura. Un aire perfumado surgió con este ademán. Comprendió que en cuanto allí, estaban locos.  El desconcierto lo condujo a la empresa de descubrir que se escondía en la otra puerta; sin algo más que deseo entrelazado a la emoción abrió la segunda puerta. La variación, o lo bizarro de la escena en contraste a la anterior, puede ser lo que haya duplicado su estupor.

Porque al interior no había sino escaleras. Una maraña de escaleras que se cruzaban y se terminaban donde empezaba la otra para llevar al mismo lugar, es decir, a ninguna parte. Escalones simétricamente dibujados de un lado servían para en el reverso ser en otra dirección. Si se curbaban era para encontrar otro camino, como una serpiente. Adozaban una parte con la siguiente, inversas, barandas, descansos, impresiones, sin fin. Lo único discontinuo era la idea, la inexistencia de creación que pudiera detener su infinitud. Hasta los límites inalcanzables que el príncipe ahora parecía haber sido elegido para ver eran inconcebibles. Las escaleras se reflejaban en sus ojos y sus ojos tomaban las escaleras, se sumergía; cataratas de ascensos, descensos y direcciones. Fue entonces el vértigo, porque su razón ya estaba en los términos de las escaleras, que lo conminó a tapar, a deshacer ese cuadro embriagador. Se adentró, ya sin miedo de adentrarse y cerró la puerta.

Ahora estaba lejos. Recordó la noche, las historias y su preocupación de refugio en medio de aquel recodo en el que solo arrojaba luz la antorcha. En la penumbra. Cavilando en volver y por lo que se mostró ante él; cuando escuchó un extraño ruido, como de metales tintineando, que provenía de donde había venido. Era lejano pero el frío se sintió en su cuerpo. Observando la oscuridad que residía traspasando el arco comenzó a oir un esbozo de su nombre, una voz lo llamaba. Ahora sabía que algo extraño sucedía, porque no reconoció la identidad de donde provenían esta voz, y era espesa, como un sordo aullido traspasado por un muro, que era, tal vez, eso mismo que escuchaba.

Sin sospechar, sin haber advertido anteriormente, acuciado por embriagadora preocupación, notó una tercera puerta de la misma especie que su vecina. Éste era el último límite hasta la pared que daba final al recorrido. Podía ser que descubriendo esa madera estuviera la llegada al salón iluminado, podía ser que no; las posibilidades ya no importaban, ahí estaba lo desconocido.

Resolvió en entrar por alguna de las puertas.

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