PRELIMINAR, Novela Tercer Episodio

PRELIMINAR, Novela Tercer Episodio

PRIMERA PARTE/CAPITULO 6

(I)
El río tenía nombre nativo, con un significado que para los nuevos dueños resultaba difícil comprender. Por esa razón el italiano lo nombró río dulce, augurando el futuro propósito de las tierras. Aprovecharía la abundancia de agua para el cultivo de la caña de azúcar.

Samuel Segundo soltaba dientes de leche cuando se mudaron a la nueva casa de rio dulce; construida por Giacomo Berluci.

Samuel Segundo estaba en esa edad imprecisa de la niñez cuando no se piensa si una actividad es o no, propia de su género.

Nadie reprimía sus impulsos; la madre lo vigilaba y le gritaba de vez en cuando:

― ¡No te alejes tanto, Samuel Segundo!

El ahijado del coronel, deslumbrado por los colores, aventuraba explorando el prado. Corría en campo abierto, recolectando flores. Persiguiendo mariposas y agitando sus brazos, simulando alas de pájaro

El coronel había subestimado al italiano; éste no en todo usó sus propias manos; si por completo dio precisas instrucciones.

Berluci no compró una casa en la ciudad, cerca de la playa, como le sugirieron. Devolvió el oro a la viuda y expuso su determinación: vivir en el campo donde podía tener un ingenio como el de San Mateo, no lo conocía, pero lo imaginaba.

El coronel acogió la decisión del italiano como soporte al porvenir de Sara y apoyó económicamente al proyecto.

Al cabo de un año el resultado saltaba a la vista. La particular construcción con elementos europeos y otros de la arquitectura observada en ciudades porteñas del territorio. Usó Adobe, ladrillo, piedra, hierro forjado y madera de la mejor calidad. Las tejas rojas del techo daban distinción a la nueva casa.

Terminada la obra el italiano se sentaba pensativo, mirando la casa. Por horas permanecía inmóvil, sin pronunciar palabras. El dolor por la pérdida de su hijo mayor había retornado y lo mantenía en un estado de aflicción que le impedía tomar decisiones. Para él, ninguna alternativa era viable; todo lo embargaba: la guerra, la crueldad, la ambición, la traición, los muertos, los sobrevivientes.

De manera impensable, espabilado por el nacimiento de su nieto asumió la responsabilidad de velar por esa nueva vida; todos quedaron perplejos al oírle hablar de futuros planes.

De la siembra de caña de azúcar se encargó el coronel, con mano de obra negra, sin esclavitud, como decía él.

El trapiche, la molienda, los bueyes, el melao, el papelón, un poco de aguardiente; también el cultivo de maíz, fréjoles y verduras.

La actividad agrícola generó prosperidad. Villa Río Dulce, alardeaba con grandes letras amarillas, lo hizo para que la gente dejara de llamarla la mansión del italiano. Ciertamente el italiano había aportado ingenio, sudor y dinero, las tierras eran propiedad de los De Sempre, Sara lo representaba.

El coronel sabía que Berluci no invertía sin garantías. Suponía que había hecho un trato con Sara, de quien el coronel conocía su atinado juicio, por ello prefería colaborar sin inmiscuirse en los negocios y sin ánimo de usufructo.

Esa noche, todos dormirían allí. En los tres cuartos de la nueva casa; el italiano con su mujer, el hijo del italiano con su esposa e hijo, Sara con Samuel.

El coronel volvería a su habitación en la casa de Cumarú y temprano seguiría hacia Caratalejos.

― ¡No más de dos meses, es el tiempo que me ocupo en cosechar el café!

Eso dijo a Sara, aquella tarde del día de todos los santos, cuando estrenaban la casa de rio dulce.

(II)

La fecha propicia para un padrino, día de reyes. Un acordeón para Samuel Segundo, aunque este parecía muy grande para un niño. Para Sara: un perfume inglés. Para él: dos botellas de ron añejo; como acostumbraba en días festivos.

Entró a Cumarú, sorteando nutridos grupos de personas que en medio de la calle hablaban y reían. Para él, aquello era una muchedumbre, ya acostumbrado a la calma de Caratalejos.

No se apeó, miró a Berluci sentado frente a la tienda. El italiano con rostro inexpresivo no esperó pregunta y dijo:

―¡Están en rio dulce!

El italiano no hablo más y continuó sentado en su silla, atravesada en la puerta de la casa. El coronel dedujo que de algún acontecimiento provenía esa actitud.

La inusual boca cerrada del italiano, impedía desentrañar intrigas.

Sara parecía esperarlo, no más entraron a la casa y ella comenzó a narrarle:

―Berluci está muy evasivo, primo. Sabemos que sigue consternado a causa de las provocaciones de su hijo; pero él debe entender, que cada quien tiene su personalidad. La madre si lo entiende y por eso apoya a su hijo; entonces el padre no debe mortificarse y en vez de afligirse, resignarse.

El coronel, sentado en una silla que le arrimó Sara, la escuchaba.

―Paolo se marchó, desterrado, a raíz de un berrinche donde sobraron los agravios, de una y otra parte. Su mujer no quiso acompañarlo y se fue solo, dejando esposa e hijo. El italiano se sienta en la puerta de su casa todas las tardes, esperando que su hijo regrese; ojalá regresara, Berluci sabría como reparar las cosas.

―Paolo no encaja en estos quehaceres. Usted sabe primo, para cultivar la tierra se necesita cierta y determinada templanza y no es que él sea un flojo. Aunque se crió sin carencias, sabe que hay que ganarse el pan. Sus inclinaciones son otras, que afloraron con la partida de su hermano, creándose una propuesta para llenar el vacío apareció su verdadero talento, que radica en resaltar la belleza masculina. Yo quedé fascinada al ver como se esmera en cada detalle, sin dudas es un artista, un barbero excepcional.

―Entenderá usted compadre, nada de eso estaba en los planes del italiano. Tomar la decisión de radicarse en el campo, dejando atrás su casa, su negocio, su hijo enterrado y cuando se mostraba creíble su nuevo proyecto, pensando que había concretado su plan; le salta la liebre.

―Respóndame usted, Juan de Dios. ¿Es infame un padre o una madre que muestre senderos a su hijo?

El coronel comprende que es una pregunta que debe responder y Sara espera la respuesta, moviendo la cabeza negativamente.

―Cada quien tiene sus tormentos, sus angustias, que con los años van dando peso, inclinando la balanza, la vida misma trata equilibrarla, depende de uno aceptarlo, quien no, solo espera a la muerte, que no le importa de qué lado se incline la balanza y llega indulgente, benevolente; como haciendo un favor.

―Pero dígame usted, primo. ¿Acaso el amor a su hijo lo justifica?

―Francamente no quiero adentrarme en los sentimientos de esas personas y disculpe si le parezco grosero. Cuénteme Sara, sobre el desempeño de Juancho, pues como capataz se inicia aquí en rio dulce.

―Le digo modestamente Juan de Dios, esto va bien y los pormenores quiero informarle, pero antes debo ponerlo al corriente de una decisión que he tomado, ja, ja, y ya me conoce, me gusta explicar bien las cosas para no dar pie a rumores y además con usted me desahogo, me alivia contar con su apoyo.

―Cómo usted considere, Sara. Le escucho con atención.

―El señor Berlucci en su tejemaneje, tenía previsto montar un negocio de telas e hilos en Cumarú mientras esperaba desarrollar esta hacienda con la caña de azúcar, alternándose en el encargo de las dos inversiones con su hijo. Y una vez que Paolo estuviera ducho y curtido en las labores del campo, dejar la hacienda bajo sus riendas y el continuar solo en el telar.

―Después de lo ocurrido, yo preocupada, mirando la indiferencia que mostraba Berlucci por la hacienda, le propuse un canje; que quedase con la casa y el fundo de comercio de Cumarú, valorando la inversión que acá destino y en cuanto a la herencia de su nieto, le garantice un veinticinco por ciento de las ganancias netas de la hacienda, hasta que llegara a la mayoría de edad; Berlucci lo acepto, sin regateos.

―Para resumirlo Juan de Dios, Villa Río Dulce y sus tierras pertenecen a Samuel Segundo de Sempre. Lo llamare para que reciba su regalo y le pida la bendición; que alegre estoy de verlo Juan de Dios, hoy es un día inolvidable.

(III)

Apoyándose en la fortaleza interior, hinchó su pecho y exhalo el cálido aire con fuerza. Un puyazo en su pulmón derecho, le recordó que apenas restablecía.

La proximidad del encuentro lo aterraba; casi cumplía los cincuenta años y hurgaba en su memoria, no recordaba haberse sentido tan intimidado como ahora, ante el inminente encuentro con la mujer. Tampoco hubo tantas en su vida, podía contarlas en los dedos de su única mano, no pasaban de doce. Su primera experiencia fue a los veinte años. En la guerra, cuando borrachos hablaban los soldados de sus aventuras amorosas, sentía vergüenza de decirlo, oyendo lo experimentados que eran, cuando la mayoría no pasaba los dieciocho años. Durante ese tiempo de guerra fueron pocas y efímeras las relaciones amorosas. Fue en Aroa, donde mantuvo una relación más estable y duradera, por siete años, prácticamente un concubinato que llego a mal término, acabándose simultáneamente con la muerte del español.

Disipadas las flaquezas, pensó positivamente en afrontar lo que viniera. Rememoraba las fechas pasadas; la candelaria, san José, pascuas y estaba seguro, ella lo esperaba solo hasta este día, el de san Juan. Sin dudas aquel día de reyes fue memorable; la feminidad de Sara aunado a sus cumplidos afloro el apetito carnal, para ella escondido en vericuetos insospechados. Durante tres días, dentro de las mazmorras de la lujuria, intimaron sin fetiches, esquivando la puerta abierta del presidio donde se encontraban.

Como salida de la nada, frente a él estaba Sara. Un resplandor de blanco y rosa; escudriñándolo, silente. El desmontó y el día se nubló, con mano temblorosa se afianzó a la silla del caballo; se sentía sin fuerzas, patético, inoportuno.

― ¡Hombre, en qué estado estás! ¡Apenas pudiste llegar!―exclamó Sara y sujetó al coronel por la cintura; casi a rastras entraron los dos a la casa.

―Debiste mandar a avisarme que estabas enfermo Juan de Dios, yo hubiera subido a Caratalejos. Toma esta taza de caldo, es vigorizante. Estas tan delgado y demacrado, un poquito más y llegas dentro de un féretro

El coronel sonrió y dijo:

―Ya estoy curado, lo peor lo pase hace un mes. Estuve en las fauces del infierno, pero mi estirpe sabe pelear contra la muerte.

―Ay hombre, usted muriéndose allá y yo sin saberlo. En esas montañas, sin nadie quien lo atendiera con los remedios apropiados.

―Propiamente si me atendieron y algunas pociones me daban, creo que eso me ayudo, es la segunda vez que se me enferman los pulmones. La primera vez fue en Aroa, para la tercera estoy preparándome, porque uno vive cuando tiene algo a que aferrarse.

― ¿Quién lo cuidaba en Caratalejos?

―Una mujer de Tobago y creo que le debo la vida, ella misma me dijo hoy, antes de saliera para acá: “Procure no caerse del caballo, usted todavía está enfermo”

― ¿Es una mujer vieja?

―No Sara, calculo yo que tiene tu edad, pero no vine a hablar de eso. Vine a tratar lo de nosotros.

―Bien, hablaremos cuando te repongas, por lo menos tres semanas debes quedarte. Buscaré a Samuel Segundo para que le eches la bendición, todos los días pregunta por ti.

(IV)

Holgazán era el calificativo adecuado, transcurridas más de dos semanas desde san Juan, continuaba en Villa Rio Dulce, enrollado en la vagancia. Estrujó sus ojos y bruscamente se levantó. Amanecía, cantaban los gallos, abrió la ventana y la brisa matutina lo abofeteó. Terminaron sus vacaciones, acabaron los pretextos para quedarse; sin embargo, el motivo de su venida, se mantuvo como tema subyacente a flor de labio. No fue abordado, quizá por cautela, temiendo una reacción adversa, evitando quebrar la armonía. Para Sara, solo importaba su recuperación. Conversaciones triviales, anécdotas, unas cuantas noches contemplando el firmamento. Así desfilaron los días a paso lento.

Rápido camino a la cocina y dijo:

― ¡Buenos días Sara, después del desayuno subiré a Caratalejos!

La mujer lo miro de pies a cabeza y comento:

―Tienes buen semblante y te has acicalado, pensaba que te irías el lunes y no hoy viernes; seguro se alegraran verte así tan bien, allá en Caratalejos.

El coronel captó la perspicacia del comentario, pero no sabía si calificarlo como sorna o enfado y prefirió quedarse callado.

El silencio lo rompió Adelle, seguido por los gritos de Samuel, quien la interrumpió:

―Coronel, allá afuera están unos hombres preguntando…

― ¡Lo están buscando, padrino! ¡Están armados, tienen uniforme y espuelas, creo que van para la guerra, padrino!

Samuel respiraba entrecortado y con los ojos pelados miraba al padrino.

Todos salieron, afuera tres hombres uniformados montados a caballo. Al ver al coronel, bajaron y se cuadraron firmes.

― ¡Descansen hombres! _Dijo el coronel, mirando con asombro al de mayor rango; este se dio por aludido y dijo:

―Si señor, soy yo, Inciarte. Coronel Inciarte a sus órdenes. Ellos son mis ayudantes.

― ¡Teniente Granados, señor!

― ¡Sargento Merchan, señor!

―Ellos son de mi entera confianza, coronel Primero, puede comentar lo que considere pertinente.

―Carajo, Inciarte, difícil olvidar un rostro como el tuyo; un pelirrojo con cejas negras. Explícame como un amanuense, estudiante de leyes, ahora es coronel. Supongo que te acuerdas de aquella época.

―Si señor, al servicio de don Molina en Valencia, lo recuerdo nítidamente; pues también hice carrera militar y soy lo ahora llaman militar de escritorio, aparte de abogado.

―Me impresionas Inciarte, de veras.

―Usted también a mí, coronel Primero, con una hermosa familia, una espléndida casa. Usted se ve mejor que muchos generales de renombre.

―No me halague tanto Inciarte, que a eso no ha venido, por cierto, y ya en confianza, les digo que estaba por desayunar, si gustan me acompañan.

―Gracias, coronel Primero, ya desayunamos, hágalo usted y luego le informo sobre mi misión acá.

―Escuche abogado, compruebo la veracidad de las historias mirando las caras de los secuaces del informante. De manera que mejor me acompañan los tres y mientras desayuno, ustedes beben café y me recitan el cuento; imagino que está al tanto de mi pésima reputación

―Me mandaron a buscarlo, negro Primero_ ice amistoso, el coronel Inciarte.

― ¿Usted y cuantos más? _ Preguntó sarcástico el coronel.

―Objetivamente coronel Primero, aquí somos tres, en Cumarú hay cinco hombres más y en Güiria esta un barco de guerra de la armada nacional con su tripulación completa, para llevarlo a Puerto Cabello.

― ¿Quién lo mandó y para que me quieren?

El coronel hace la pregunta mirando fijamente al teniente Granados y sin esperar respuesta dice:

―Sargento Merchan acérquese a mí, donde lo pueda tocar con esta vara. Su cara no la quiero ver, solo sus bolas, porque si lo que su superior dice es falso y usted lo permite, le reviento las bolas de un solo golpe.

―Obedezca sargento_ Le ordena Inciarte y comienza:

―Me mando uno de los Monagas, quiere entrevistarse con usted en Puerto Cabello; allá estarán los dos hermanos, el día del natalicio del libertador.

― ¡Carajo, bravo, Inciarte! Que solemnes usted y ese par y porque mejor usted me los trae acá, cualquier fecha y nos entrevistamos, como dice usted, abogado.

―Me advirtieron, coronel Primero, que esa sería su reacción. Entonces le aclaro, no me ofrecí para esta misión, acepte porque le conozco y le admiro. Aparte de saber la intención de los hermanos, cuento con información confidencial y le diré como veo el panorama. El presidente está asomando la posibilidad de retirase del cargo, estudia a quien le conviene como sucesor; ya sean generales héroes de la guerra o intelectuales que le cortejan. Aparentemente en esta oportunidad, los hermanos son los más firmes candidatos, pero ellos no lo quieren como un beneficio otorgado, están dispuestos a forzar la decisión.

―No veo donde entro en ese cuento, Inciarte. Pero termine de contarlo, que hoy joderé a uno con esta vara. Siga, siga.

―El presidente sospecha que en los cuarteles están urdiendo asonadas y atrincheró Puerto Cabello, el cree que hostigaran por los principales puertos. En la Guaira tiene un comandante de su total confianza, el de Maracaibo obedece, pero lo detesta. El comandante de las fuerzas de Puerto Cabello estaría dispuesto a reconocer a uno de los hermanos Monagas como comandante general, lo mismo podría ocurrir en Maracaibo. Demostrando ese poder militar, el presidente debería ceder el cargo al comandante general.

―Por otra parte, los intelectuales cuentan con el apoyo de los militares de oficina y el dinero de los capitalistas; conocen el plan Monagas y esperan cautelosos, si hay un giro inesperado, prefieren apoyar al presidente, esperando otra oportunidad para asumir el poder.

―Oiga Inciarte, tanta intriga sin llegar al punto.

―El punto, Coronel Primero es que el comandante de Puerto Cabello puso una condición, entrega el mando a un Monagas, si usted con su espada está presente en el acto; eso garantizaría una transición pacífica, sin bajas. El asunto que me mueve es que los hermanos irán ese día con un plan B, donde no se contempla su presencia, lo cual ellos dan por hecho. Inclusive el presidente no cree que usted vaya y prepara una estrategia con su favorito, el general Soublette, héroe de la independencia y diplomático, que ya ha presidido la república. Soublette reconocería a sus adversarios, buscando evitar la confrontación, sin menoscabar su poder y liderazgo. El comandante de Puerto Cabello no confía en la propuesta de Soublette y piensa que al bajar la guardia serán enjuiciados..

―Si pensaba que con sus detalles me convencería, que va, al contrario, estoy más receloso. Esto es un juego de barajas donde todos mostraron sus cartas antes de comenzar la partida de truco y usted Inciarte, jugando para los tres bandos, su descaro me deja boca abierta.

―No coronel, no juego para tres bandos. Eso se llama política y mi anhelo es el suyo mismo. Con fervor ansío una patria sin caudillos, sin mayordomos en el poder, es por eso, que usted y yo no somos contrincantes. Valore lo que le he confiado, el lunes al amanecer regresare a Puerto Cabello, aunque lastimosamente entiendo usted no irá. Mucho gusto de haberlo visto, teniente Primero.

―Una última pregunta Inciarte: ¿Conoce alguno de ustedes a ese comandante de Puerto Cabello?

―No, señor.

―No, señor.

―No, señor

(V)

Tardíamente comprendí el verdadero significado de la palabra política, fue necesario ver la crueldad de los políticos y el resultado de las disputas emponzoñadas de esos versados. Y como en toda monstruosidad, los que algunas veces pagan culpas y sucumben son los perpetradores, nunca la mente maquiavelista.

Me fui con Inciarte y su tropa, no lo hice por mí, era por Juan Pueblo. Lo imaginaba desde el infierno, donde una vez el mismo José me aseguró que iría; reprochándome por no encarar al catire.

Llegamos a Güiria y efectivamente allí estaba el barco, esperándonos.

―Aguarde aquí coronel, inspeccionaré antes de abordar_. Me dijo Inciarte y en minutos regresó con dos marineros.

―Todo está en orden, coronel, estos oficiales lo acompañaran a su camarote; nos veremos luego.

No puedo decir que Inciarte me mintió, si nos vimos luego, luego de diez días.

Los marineros me escoltaron, llevándome bajo cubierta y el más oscuro de ellos dijo:

―Entre coronel, a las seis se le traerá la cena.

Al entrar al recinto, estrepitosamente del techo cayó una pesada reja de hierro oxidado. No era un camarote, era la bodega del barco y yo estaba cautivo. Mis captores me miraron como cazadores a presa fácil. No me quitaron la espada y presumí que no tardarían en hacerlo. Costales de arroz y avena apilados en rumas de ocho pies de altura tapaban el visor de vidrio. Esos desgraciados no sabían que yo conocía esos vapores de rueda de madera, fabricados en Escocia; en Trinidad ayude a cargar uno, estibando víveres a su bodega. Moví los sacos y quedo libre el visor, con el pomo de la empuñadura de la espada rompí el vidrio, tiré la vaina al piso e introduje la espada en un saco de arroz.

Arroz con pollo guisado, la cena traída por los mismos mequetrefes que me encerraron, que cuchicheaban mientras yo comía en silencio. Termine y deslice el plato de madera bajo la reja.

― ¿Quiere algo más? ¿quiere decir o preguntar algo?

Tenía sed, pero no hable. Se fueron sin recoger el plato. El barco estaba anclado.

Un jaleo donde abundaban palabras vulgares me despertó, me asome por el hueco del visor, aclaraba el día, seguíamos anclados. Siete hombres. esposadas sus manos en la espalda y con grilletes en los tobillos, maldecían por no poder moverse como ordenaban los soldados. Después de media hora de azotes, patadas y empujones la cuadrilla de esbirros se retiró, dejando a los siete como ristra de desecho humano. Unidos por una cadena que pasaba sobre sus grilletes, formando un círculo donde chocaban sus hombros, sus manos estaban libres. Apestaba a mierda, ellos no parecían percibirlo; el olor no les era tóxico, comparado con los vejámenes y palizas.

(VI)

― ¡Entrégueme la espada coronel!

Quien ordenaba era el capitán del buque, un hombre desgarbado y muy joven. Arrimé con los pies la vaina vacía hasta la pata de la reja y levanté la vista hacia el visor roto.

El capitán resolló airado y dijo:

―Maldita sea coronel, malogró mi ascenso, no le doy tres latigazos porque todavía no le toca, no quisiera estar en su pellejo, lo que hizo lo terminó de enterrar.

―Y ustedes ineptos, denles unos latigazos a los dos imbéciles que metieron aquí a este mal pario mocho. Esto huele demasiado a mierda, a estos siete para que no sigan cagando solo pan y agua durante la travesía. Para que tengan hambre cuando lleguen y se harten antes que los ejecuten. El que se alebreste le aplican la ley del fugitivo, pero los vivos que sigan con su fiambre, pegados como están.

Era mediodía, teníamos seis horas navegando a poco vapor.

En adelante me sumaron a la dieta de los siete, era la venganza de los imbéciles azotados. No podían privarme de las hojuelas de avena.

Desperté por la quietud del barco, asomé y contemplé las estrellas, era medianoche, anclados en aguas tranquilas. Espere el amanecer, podía ver el castillo a una milla de distancia.

Malhumorado llegaron los carceleros, cuatro de ellos, incluyendo a mis captores.

Ocho platos repletos, con un muslo de pollo frito, dos huevos sancochados y dos tazas de arroz.

―Hay que quitar los grillos y soltar la cadena. Tú, encárgate del coronel.

Con voz temblorosa, uno de los soldados dijo:

―Solo hay cinco vivos sargento ¿también le quito los grillos a los muertos?

―A todos, soldado, haga su tarea completa_. Respondió irritado el sargento.

El mismo marinero que me invito a entrar a la bodega; mirando al piso, balbuceo:

―Coma coronel, también beba este guarapo y ahora bajo con agua y jabón para que se asee.

No bajó, lo hizo Merchan, me miro interrogante y con altiva estampa me dijo:

―Aquí tiene, póngase presentable. Ando ajetreado controlando un motín en cubierta. Estoy a cargo del buque.

La reyerta llego a su término, como resultado del altercado la bodega se convirtió en morgue; cinco cadáveres se sumaban a los dos reos difuntos. A dos reconocía: al desgarbado capitán y al oscuro marinero.

Dos horas después, en cubierta, vestido con un impecable uniforme de coronel, más el influjo del luminoso día y las verdes aguas del mar caribe, hizo remoto mi cautiverio.

PRIMERA PARTE/CAPITULO 7

(I)

Aprovechando una parte de los originales cimientos, que sostuvieron la construcción de Segundo Primero, se erigió la reluciente casa. Allí, porque lo exigió ella.

Con área de ciento veinte metros cuadrados. Piedra, adobe, madera y tejas fueron los materiales usados durante cinco meses; con mano de obra proveniente de Caratalejos de los negros.

Quebrada de Monos; nadie escogería ese lugar para construir una moderna casa, los que por allá habitaban deseaban mudarse a Cumarú o una ciudad más distante, de ser posible. El respetó la decisión y se concretó a cumplir la orden.

Insertada entre quebradas, sobre un montículo al que se accedía por doce escalones de piedra. El color blanco de sus paredes encaladas asomaba una perspectiva, proyectando una casa de mayor altura. Así lo quería, le confeso, era una fantasía que desde niña merodeaba su imaginación.

Una casa de blancas paredes, un corral de aves, un establo y un pequeño huerto, todo lo tenía

La fecha fue planificada, estrenar la casa en el séptimo aniversario del memorable día. Para el coronel, ella continuaba siendo atractiva y ese lugar le permitiría una novedosa vida en pareja. Ella no aceptó mudarse a Caratalejos, tampoco quedarse en villa rio dulce, lamentaba en su vida, no haber sido totalmente independiente. Ahora las circunstancias se lo exigían; viviría en su propiedad, donde nació.

Tenía sus razones para elegir la ubicación de su futura morada, comenzando por la usurpación de la cual se consideraba víctima, aunque asumía su error, al dejar que una De Sempre se encargara de amamantar a Samuel Segundo al quitarle la leche de la chiva negra. Que eso influyera, era probable, pero otros factores también contribuyeron a que Samuel Segundo sintiera tal predilección por su tía y terminó de consolidarse cuando Andalucia de Sempre se mudó definitivamente a villa río dulce, para desligarse de los Berluci.

Dentro de dos meses el coronel se convertiría en padre. Pensar en eso, en ocasiones le incomodaba, una situación que nunca considero, llevar una forma de vida convencional.

―Cuando dé a luz al esperado, Samuel Segundo tendrá catorce años, la distancia física que nos separa se salva hasta caminando sin prisa; pero de quedarme, parir allá y encargarme del cuido de la criatura, eso haría que la distancia de sentimiento sea mayor y termine desprendiéndose para la eternidad. ¿Entiendes Juan de Dios? No es por indolente que dejo a mi hijo. Este es el lugar preciso, subes y bajas todos los días y continúas encargándote de tu hacienda en Caratalejos. Aquí esta nuestro refugio, donde viviremos como no apetezca, sin restricciones, sin censuras.

(II)

.― ¿Por qué ladeamos la montaña, en vez de seguir por el camino ancho?

―No preguntes tanto, Giacomo Berluci, te diré cuando lleguemos

―Me dijiste que veníamos a conocer a tu hermanita y por aquí no se va a la casa de doña Sara.

―Cállate Berluci, caminemos más rápido y deja de chapotear los charcos, que me salpicas. Tu parloteo lo detesto, por desdicha eres mi único amigo y tengo que tolerarte; además no me gusta andar por las sendas trilladas.

―No hablaré y por desdicha eres mi primo.

―Ya llegamos, es aquí primo, es mi escondite subterráneo, entra, no te asustes, solo hay murciélagos, siéntate en esa piedra y escucha lo que dice este periódico. Presta atención, que te voy a leer:

“La mitad de los venezolanos nacieron y se educaron bajo el cetro del rey de España, el más absoluto de los reyes de Europa”.

―¿Qué piensas Berluci, qué opinas?

El muchacho, sentado en la piedra, con ceño fruncido observa a samuel y calla.

―Deja de mirarme así, o acaso te crees un godo, tú no eres ni italiano, ni español, eres venezolano o prefieres que te llame estúpido. Quizás no has entendido el mensaje, te seguiré leyendo:

“Mas quiero una libertad peligrosa, que una esclavitud tranquila”

―Ahora ¿que me dices Berluci? No te quedes callado..

Esta vez el joven habla, pero en vez de respuesta formula preguntas

― ¿Qué es una metrópoli? ¿Qué significa vasallo?

_ No sales del cascaron Berluci, yo solo pretendía incluirte en el partido. Eres caso perdido, nunca entraras a nuestras filas, estas descartado.

― ¿Y cuantas personas hay en tus filas?

―Estoy comenzando a reclutar y te concedí el honor de ser el primero, tengo la certeza que serán muchos y si alguna vez te decides, no conformaras la directiva. Se necesitan personas que comprendan cuales son las prioridades en la vida, en la sociedad que conforma la patria y por ende los postulados del liberalismo, que incluyen la abolición de la esclavitud y de la pena de muerte por actos políticos. También la posibilidad de elegir a los gobernantes mediante el voto secreto, directo y universal.

―Te diré lo que pienso, Samuel; eso a mí no me interesa, ni me atañe. Porque no soy esclavo, no me condenaran a muerte por político, ya que no quiero serlo, como tampoco quiero ser gobernante. Mi abuelo me dijo que la tienda era mía, con todo y casa, con eso estoy conforme en la vida.

―Ya te entiendo Giacomo Berluci, vivirás solo para eso, tus adquisiciones, tus riquezas; idéntico al cachupín que negocia con el ignorante, vendiéndole cuentas de vidrio y se considera un señor honorable. Tu por tu camino, yo por el mío; si te exigiré que hagas el juramento de no contar a nadie lo que viste, lo que aquí hablamos. ¡Júralo por tu madre!

―Lo juro Samuel, por mi madre, por tu tía

(III)

―La gracia de tu hermanita es Cándida, así quiero que sea, de buena fe, sin malicias. Toma, este es tu regalo de cumpleaño, hijo. Tu padrino dice que son Hessianas de Alemania, la usan ahora los militares en Europa, este par viene de España.

―Me gustan estas botas nuevas, madre. Lo irónico seria que las use el infante Carlos María, en su guerra por implantar el absolutismo. A fin de cuentas, que nos importa España y su monarquía, ya sea Isabel la liberal o Carlos el absoluto. Ellos con su gobierno y yo con mis botas.

―Estas leyendo mucha política Samuel Segundo, debes leer la Ilíada de Homero o a san Agustín y la Ciudad de Dios, ya que tanto te gusta leer.

―Ya leí esos libros madre, leo temas diversos, por eso también política y ciencias.

― ¿Cómo esta tu madre, Giacomo?

―Está bien, tía Sara, ella quiere conocer a la niña y dice que vaya a visitarla cuando guste usted.

―Uno de estos días iré. Pasen ustedes, a comer, antes que enfríe la sopa.

(IV)

― ¿Sabes cuantas veces me has visitado este último año?

―No lo sé, madre; pero te visitaré con más frecuencia. Mis amigos pescadores se fueron para Mariguitar y no vendrán tan pronto. Era la mar lo que no me permitía venir acá

―Tú y tus razonamientos Samuel Segundo. ¿Viste lo grande que esta Cándida? Es la buena alimentación y su gran apetito, lo que la ha desarrollado tanto; apenas tiene dos años y la gente cree que tiene cuatro. A Jacinto debo agradecerle. Ese muchacho, bajo agua o sol no ha fallado un día de traer la leche de cabra que suple mi carencia.

―Debes conocerlo,hijo. El vive en Caratalejos de los Negros, él es una maravilla, tan atento y respetuoso. Ya vino y se acaba de ir, antes de las siete de la mañana de todos los días de Dios llega con su tapara de leche. Hasta queso he fabricado, muy sabroso el queso de leche de cabra, te daré para que lleves.

El crucero de quebrada de Monos no mostraba la figura. El verano lo convirtió en un peladero de chivos, dejando descubierta una pequeña quebrada que bajaba paralela al camino desde el cerro de Caratalejos, por eso descartó esa vía como ruta de persecución.

Se escondería detrás de la fila de Indios Desnudos. Y cuando el muchacho pasara por este punto, bajaría a esperarlo en la curva de las calizas y desde allí lo seguiría, ocultandose tras las piedras. Acechandolo para brincarle en el momento oportuno.

Imaginaba a las chicharras esperando la orden del director, para iniciar su canto y así ocurrió, los primeros rayos de sol activaron a los músicos, el sonido ensordecedor de la orquesta distrajo su atención. Reaccionó poniéndose sigilosamente erguido para ocultarse detrás de los desnudos árboles.

Descalzo, sin camisa y con ancho pantalón que le llegaba a media pierna. Llevando una tapara ovalada de medio galón, sostenida por un fino y tramado tejido de bejucos que le permitía llevarla bien sujeto al cuerpo. Dándole total libertad para emprender veloces carreras por el curvado camino.

Lo oía jadear; a seis metros de distancia se encontraba. En súbita parada dejó una marca en la tierra, usando su talón como freno. Con un brusco movimiento giró su cabeza, descubriéndolo con su vista y sonriendo.

Se sintió ridiculizado, estúpido. Era el maravilloso Jacinto que tanto admiraba su madre. En sus pies vio gruesos callos; descubriría el barro en otra parte del ídolo. Nadie era perfecto.

(V)

―Comienza el invierno y no se puede bajar tan rápido, debes tener cuidado catire. Mi hermana me dijo que en una caída se pueden reventar los huesos y como ella nos ha visto competir, sabe lo arriesgado que eres. Yo, al camino resbaloso no le brinco.

― ¿Cuántos hermanos son ustedes Jacinto?

―Solo siete, la mayor es Elba y el menor es Melquiades, que tiene cinco años; los mismos que tiene de muerta mamá Josefa. Vayamos al pozo de las lavanderas, algún árbol debe tener sus frutos maduros ¿o te apenas con las mujeres?

―Bien sabes que no, Jacinto. Eres tú quien dá la idea porque quieres verlas. Vamos al pozo, yo si quiero comer mereyes, pero no entraremos por la quebrada, será por la cabecera.

―Sssh, mira y no hables catire, agáchate hombre, nos pueden ver. Allá, allá hay tres hombres sentados. Dime que hacemos. No los conozco, esos no son de por acá

―Yo tampoco los conozco, Jacinto. Por su aspecto me parecen campesinos insurrectos, he oído de ellos, mira que están armados.

―Entonces son peligrosos catire, mejor nos vamos o tienes algún plan.

―Exactamente Jacinto, hay que preparar un plan. Esa gente nos interesa, primero hay que desarmarlos y luego hablar con ellos, conocer sus intenciones y así ver si pueden o no sumarse a nuestras filas.

― ¿Como carajo pretendes desarmarlo si no cargamos ni un machete?

―Sencillo Jacinto, cuando se distraigan observando a las lavanderas, corremos. Tomas un fusil, yo el otro. Fíjate que ni siquiera lo cargan encima; mira el otro detalle Jacinto. Aquel bojote de ropa parece uniforme militar.

―Entonces que carajo son, ¿insurrectos o militares?

―Me parece que son desertores, Jacinto y creo adivinar algo, vamos a alejarnos un poco más y escondernos bien; les lanzare una piedra.

― ¡Estás loco catire, no ves que tienen fusiles!

―Ya verás lo que pasa, Jacinto. Voy a lanzar la piedra sobre sobre el matorral donde están las flores amarillas y tú vas a rugir como el cunaguaro, ¡Ahora!

― ¿Qué animal es ese Nicanor?

―Parece un tigrillo, cabo León.

―No me gustan los tigres, Nicanor, ni que sean pequeños y para colmo no tenemos una onza de pólvora, acerquemos más al pozo de las mujeres, con tanta bulla y humo no creo que ese animal se acerque allá. Nemecio, tu vigila la retaguardia.

―Óyelos Jacinto, esos hombres están más asustados que tú. Vamos hacia ellos, quiero averiguar qué hacen aquí.

― ¡Cabo León! Dígales a sus hombres que no se acerquen tanto; si las mujeres los ven los delataran. También sé que no tienen municiones, así que mejor hablemos amistosamente. ¿De acuerdo?

―Somos de Tacusuruma, cerca del lago de tacarigua, allá vivíamos. A varios muchachos nos reclutó el ejército, después de la insurrección, somos parte de ese grupo originalmente insurrecto; luego nos alistamos como soldados para evadir la pena de muerte. Desde allá a Barlovento hasta llegar aquí y es al ejército de José Tadeo Monagas del que realmente le huimos, somos desertores.

―Mi amigo y yo los podemos ayudar; tenemos un escondite donde pueden quedarse hasta que dejen de buscarlos, permanezcan callados y ocultos aquí. Mi amigo y yo bajaremos al pozo, allá hay comida caliente y frutas, les traeremos, tienen el hambre en la cara. ¡Vamos mi comandante!

El canto de las lavanderas y los gritos de los pequeños niños se hacía más cercano. Una mezcla de olores a humo, ropa hirviendo en cenizas y jabón de Castilla envolvía el ambiente con un velo misterioso de pozo encantado colmado de duendes.

―Por fin llegan, muchachos, vengan a comer.

― ¿Por qué no me dijiste que Elba estaba en la poza? Bien lo sabias, Jacinto. Que sea la última vez que lo hagas, debes ser sincero conmigo, pues lo soy contigo. Sabias todo, por eso le dijiste a León que le llevarías comida caliente.

―Discúlpame, Samuel Segundo; fue ella quien me enredo en su plan y como tonto le hice caso y para serle sincero, Elba está enamorada de ti.

―Está bien Jacinto, de eso tendré tiempo, ahora solo vinimos por comida para los desertores, estamos comprometidos con ellos.

(VI)

―Al tiempo en eso degenera, ahijado. Un delincuente común, uniéndose a otros y formando un grupo de forajidos que atacan a todo mundo, robando, asesinando, sin trasfondo político. Amen de los que toman el poder con ideales absurdos o con políticas nefastas. Eso es lo que ha causado caos y miseria en esta patria, donde tantos tratan de preñarla con ideales de justicia. Todo esto lo he vivido y seguirá pasando después que muera.

―El sistema político actual requiere ser sustituido: Jacinto lo comprende y por eso los enfrenta.

―Cómo te dije, Jacinto Tirado es uno más, ya hablé con él y no agarró consejo, me dijo que tiene un pelotón de insurgentes bajo su mando. También hable con su hermana Elba Tirado, no necesitas decirme la razón por la cual no acompañaste a Jacinto, ya lo sabía; aunque ganas tenías. Tanto tú, como ella, cuenten con mi total apoyo. Debes refrescar tu cabeza caliente y ocupar el lugar que te corresponde en Río Dulce, ya que comienzas a formar familia. Lo harás bien y tu mujer te ayudará.

―Quien me preocupa es Sara, después de enterarse de las andanzas de Jacinto Tirado lo que hace es rezar y rezar, con la biblia día y noche. Ni atención me presta.

―Ve a visitarla Samuel Segundo y cuéntale que esperas un hijo, un De Sempre que verá el próximo siglo.

C O N T I N U A R Á,,,

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