Había oído hablar del miedo. Creía que sabía lo que era el miedo. Pensaba que el terror sólo podía darse en circunstancias determinadas.
Todo esto fue así hasta que, por motivos profesionales, me trasladé a una pequeña ciudad del norte de España. No era mi prototipo de urbe, demasiado pequeña, demasiado antigua. Pero pensé que me adaptaría, así que una vez se marcharon los operarios de la mudanza me quedé de pie en aquel gran salón diáfano y luminoso.
“Tengo que empezar a desembalar” —pensé.
La habitación daba a un pequeño jardín salvaje a través de unas puertas acristaladas. Debería buscar un jardinero que pusiera orden en aquella maraña de hierbas.
Después de colocar lo principal para hacer el espacio habitable, salí a dar una vuelta buscando un bar donde poder cenar algo. A pesar de ser sólo las seis y media de la tarde, la oscuridad se había cernido sobre la ciudad, como si un gran hongo de aire sucio se hubiera posado sobre ella.
No vi ningún bar abierto. Era extraño. Un pequeño supermercado regentado por una familia china me proporcionó un apaño para la cena.
Volví a la casa de piedra que había alquilado. En la oscuridad no me parecía tan encantadora como cuando la alquilé. Entré directamente al salón, y me sorprendió ver las puertas del jardín abiertas de par en par. Los matojos retorcidos de vegetación indómita proyectaban sombras inquietantes sobre el suelo de madera. Corrí a cerrarlas tomando nota mental de no volver a dejarlas abiertas.
En la cocina calenté lo que había comprado, cené junto con un par de copas de vino de mi bodega personal. Subí al piso de arriba y tras una relajante ducha me acosté en la cama que había dejado hecha antes de irme.
Dormí mal. Me desperté muchas veces con una sensación de ahogo que achaqué al cambio de rutina.
Por la mañana bajé a desayunar, y me quedé perpleja cuándo vi que las puertas del jardín estaban abiertas de par en par. Me recorrió un desagradable escalofrío. Las cerré dando dos vueltas a la llave y bajé la persiana hasta el suelo. A pesar de que la calefacción estaba encendida no podía dejar de tiritar. Me calenté un vaso de leche y decidí seguir desembalando. Eso me distraería. Colocando mis libros en la estantería di con una de mis obras favoritas durante mi adolescencia. Se titulaba “Devorado por las sombras”. Lo metí en un cajón y lo cerré como si el libro fuera capaz de escaparse y darse un paseo por la casa.
A mediodía volví a salir. Esta vez encontré unos cuantos bares abiertos, lo cual me dio un respiro. Entré en uno de ellos y pedí una ración de ensaladilla y una copa de vino.
La propietaria, una matrona en edad próxima a la jubilación, utilizó los monosílabos justos para atenderme. Aun así, me dirigí a ella y le pregunté:
—Ayer pasé por aquí a las seis y media y estaba cerrado. Pero también estaban cerrados todos los bares con los que me crucé.
Clavó en mi sus ojos pequeños y oscuros. Se limpió las manos en el delantal, y preguntó.
—¿Es Vd. forastera? —no me quitaba la vista de encima. —¿Está de paso?
—No. Me acabo de mudar. Voy a trabajar en el parque temático que van a abrir a unos 15 km. de aquí.
El gesto de la señora cambió por un segundo. Hubiera dicho que expresó terror. Pero se recompuso tan rápido que no estuve segura de si había ocurrido o si lo había imaginado.
—El parque temático…—murmuró mirándose las manos. —Sabrá usted que se inspira en una historia antigua que dicen que ocurrió en este pueblo.
—Lo sé. Una leyenda en la que se cuenta que todos los habitantes desaparecieron sin dejar rastro. Lo hemos endulzado un poco para que se adapte a familias y niños pequeños.
—Ha dicho leyenda…—susurró. —Tenga cuidado. Los árboles saben bien lo que pasó. Escúchelos.
Volví a casa, cogí el coche, y me dirigí al hipermercado más cercano que estaba a 25 kilómetros. No paraba de darle vueltas a las palabras de la hostelera. Pero, así como llegaban a mis los pensamientos, los desechaba por increíbles.
Sin embargo, cuando regresé con la compra todo el vello de mi cuerpo se encrespó, y se me encogió el estómago.
De nuevo las puertas del jardín estaban abiertas. Las sombras, demasiado pronunciadas para la luz que había, penetraban hasta llegar casi a la puerta. La silueta de un árbol presidía la pared de la izquierda. Lo insólito era que no había ningún árbol en el jardín.
Cerré las puertas apresuradamente y salí corriendo de la casa. Mis pasos me llevaron de nuevo al bar dónde había desayunado. Su dueña estaba echando el cierre.
—Hola. Creo que ya lo ha visto.
Fui incapaz de contestar. Sólo podía temblar y llorar.
La mujer me agarró del codo y me dijo:
—Vamos a mi casa. Está aquí al lado. —mientras tanto me empujaba suave pero firmemente. —No es seguro estar fuera después de las seis.
Entramos en una vivienda típica de pueblo, pequeña pero acogedora. Amueblada profusamente con enseres de diferentes épocas.
Me llevó a la cocina y me sirvió una manzanilla.
—No quiero incomodarla —me dijo, — pero me quedaría más tranquila si se quedase a dormir aquí esta noche. Tengo una habitación libre y lista para usarse.
Me quedé mirándola. Ya había conseguido controlar el llanto.
—Es muy amable, pero creo que debería volver a casa. Todo esto tiene que tener una explicación.
—La explicación no va a gustarle. Si quiere mi consejo, váyase y alquile algo en uno de los pueblos de alrededor.
—¿Por qué? Usted vive aquí.
—No tengo más remedio. Yo no puedo irme. Mi marido y mis hijos están aquí.
Me quedé callada preguntándome dónde estaría su familia. Ella debió adivinar mis pensamientos.
—Ellos ya no pueden marcharse. Están atrapados. Yo intento aguantar antes de tener que irme con ellos.
Me levanté de un salto y salí corriendo hacia la calle. Estaba desierta. Las contraventanas de todas las casas permanecían cerradas a cal y canto. Seguí corriendo hasta mi casa. Y esta vez no me sorprendí cuando volví a encontrar las puertas abiertas. Las sombras se movían por toda la habitación, y creí percibir susurros que llegaban desde el jardín.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —no sé qué clase de fuerza me atraía hacia afuera.
Caminé por el selvático jardín mientras mi corazón palpitaba a tal velocidad que pensé que iba a desmayarme.
De repente una losa en el suelo, del tamaño de una lápida funeraria. No parecía tener nada grabado, pero un centenar de sombras se movían sobre ella. Creí ver cómo estas formas formaban una palabra: VEN.
De nuevo corrí hacia dentro dispuesta a marcharme inmediatamente. Al entrar tropecé y caí al suelo. Me levanté, pero no podía avanzar. Las sombras de la vegetación se enredaban en mis tobillos. Me caí varias veces. Y después la sombra del árbol inexistente se cernió sobre mi. El miedo se fue. Se quedó sólo la curiosidad. Noté cómo me elevaba en el aire, cada vez más, hasta el punto de que atravesé el techo de la habitación, seguí elevándome por la segunda planta y atravesé el tejado. Desde ahí arriba veía todo el pueblo, vacío y sobrecogedor. Seguía sin tener miedo, pero creo que lo que me embargó en ese momento sobrepasaba ampliamente el significado de la palabra miedo o terror.
De repente la oscuridad. Dejé de respirar y todo acabó de repente.
Me encontraba en una habitación que no reconocía. Era blanca, desde la pintura de las paredes, los marcos de las ventanas, las sábanas de la cama en la que estaba tumbada, hasta la butaca que había junto al lecho y la mesa debajo de la ventana.
Pensé que tal vez estaba en un hospital, pero no vi timbre de llamada alguno.
—¿Hola? ¿Hay alguien? —susurré.
De repente algo crepitó. Miré a mi alrededor. No sabía de dónde salía ese sonido.
Una voz surgió de un aparato que había sobre la mesilla.
—Esté tranquila. No se mueva. Está Vd. a salvo.
Esto me asustó de veras.
—¿Quién es?
Nadie contestó. Pero la puerta se abrió. Vi entrar a un hombre y a una mujer. Vestían una bata blanca, parecían médicos.
Se dirigieron a mi cama. El hombre me tomó el pulso. Ella iluminó mis pupilas con una pequeña linterna. Hablaban entre ellos en voz muy baja.
Yo intentaba preguntarles.
—Hola, ¿dónde estoy? ¿qué me ha pasado?
Ellos me ignoraban. Siguieron con su conversación como si yo no estuviera.
—Está catatónica. —dijo ella.
—Si. Y las pruebas muestran una baja actividad cerebral. Habrá que esperar.
—Le diré a las enfermeras que traigan unas plantas para alegrar un poco la habitación. Nunca se sabe.
NOOOOOOOOOO NOOOOOOOOOOO NOOOOOOOOO. No sé si el grito salió de mi garganta, lo cual dudo, puesto que ellos ni se inmutaron, o salió de mi cabeza que en aquellos momentos daba vueltas sin parar.
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