Es estremecedor el hecho de saber que tarde o temprano la vida se puede esfumar en un abrir y cerrar de ojos. Por lo menos, para un mortal como yo, este pensamiento es así, tal cual, como la vida misma en todas sus facetas. Y en toda la extensión de la palabra, sin olvidar la complejidad que la caracteriza. Es dura, cruel e implacable.

Mi vida transcurre como el aleteo sin cesar de un colibrí que levita mientras se alimenta de un elixir llamado néctar. Mi alma está formada por trocitos de telas a las que denomino experiencias; experiencias cercanas y lejanas, un vaivén de sentimientos y recuerdos que vuelven una y otra vez cuando estoy en pleno estado de gracia. Mi particular ataraxia hace el amor constantemente con la serendipia que me alimenta cada segundo, cada minuto. Esta me nutre y me transforma en una persona que se precipita al vacío lamentándose por aquello que nunca fue. Caigo sin paracaídas, sin protección alguna. Vuelo y me conmuevo.

Aquí estoy, una vez más…, saltando y gritando, vehementemente, a los cuatro vientos el nombre de una bella dama que me llevó hasta los confines del Monte Olimpo. Allí donde los dioses y los mortales luchan mano a mano para heredarnos las batallas a las que mujeres y hombres deberán enfrentarse a lo largo de sus patéticas vidas. Somos blandos por naturaleza. Quizás por la dulzura y el amor que nos arropan cuando nacemos. Sin embargo, hay pecadores que construyen una coraza alrededor de ellos que impide la absorción de la empatía directamente en sus corazones. Sí, seguramente sea eso; estoy seguro de que es así. No encuentro otra explicación de manera coherente. Tal vez mis palabras se distorsionen o se malinterpreten, como cuando un ciudadano quiere expresar su punto de vista, su opinión o su nerviosismo antes las leyes impuestas por un tirano llamado presidente. Pero que, debido al radicalismo putrefacto en el que estamos sumergidos, la crítica penetra, inmediatamente, como flechas que se clavan en la carne; en lo profundo del alma. Es un ataque que nos deja secuelas. Y que nos incita a la locura, al pecado y a otros menesteres. Tenemos a disposición la manzana que nos hace llorar por los errores cometidos. Presenciamos los horrores y la calamidad de nuestros actos. Somos espectadores en primera persona.

Recuerdo cuando mamá me llevaba al parque cada tarde, al lado de un río lleno de vida. Había muchos infantes que se estremecían al ver pájaros que descendían en picado para cazar a otro ser vivo. Peces, renacuajos y cualquier insecto acomodado en una hoja suelta. A lo lejos, el sol se acostaba entre algodones hasta desaparecer. Durante mi infancia, siempre me pregunté por qué se apagaba el sol. ¿Acaso se aburría y nos abandonaba? Ahora creo firmemente en que el sol brilla para todos. Es algo obvio. Pero no para un niño con mucha imaginación. ¿Qué sería de nosotros si no tuviéramos la capacidad de imaginar? En realidad, es una pregunta que nos planteamos incluso siendo adultos. Los padres, por ejemplo, se anticipan al tipo de vida que les darían a sus hijos. Al menos, esto es un planteamiento imaginativo de cualquier padre responsable. No todos lo son, y es una pena. Por el bien de nuestros hijos sería indispensable tener dos dedos de frente. La irresponsabilidad es un pecado que ha llegado para quedarse hasta el final de nuestras apreciadas vidas. El mundo nos provee de infinitos episodios o capítulos que iremos escribiendo con nuestra propia mano, en diferentes etapas, naturalmente. Platón, el filósofo de espaldas anchas, dio vida a su famosa alegoría de la caverna, una metáfora en la que básicamente el conocimiento se divide en dos mundos: el mundo sensible, y el mundo inteligible. En otras palabras, la caverna es la representación de una prisión que nos impide conocer lo que hay en el exterior, es decir, el conocimiento que, en muchas ocasiones, puede ser inaccesible. Por tanto, el primer mundo lo percibimos con los sentidos, mientras que el segundo lo captamos con las ideas. Esto quiere decir que el procedimiento que nos permite adquirir el conocimiento, como el de ser padre, se codea con los sentidos que nos otorga la experiencia y, por supuesto, la imaginación. Tenemos que ver para distinguir entre lo bueno y lo malo; tenemos que escuchar para filtrar conceptos y opiniones en un mar de palabras que está en constante ebullición; tenemos que oler para descifrar lo que nos gusta y lo que no; tenemos que saborear aquello que nos place, y lo que nos enferma. Se trata pues de un cribado masivo que nos facilita el desarrollo personal. Es un sistema, una especie de circuito que se instaura desde que nacemos.

Recuerdo que mis veranos eran divertidos y alegres. Concretamente, en mi adolescencia. Una adolescencia plagada de discursos elocuentes, posturas relajadas y un carácter acérrimo. «Cuestión de piel, cuestión de amor», interpretaba Luis Miguel en el Auditorio Nacional de la Ciudad de México, en el año 2000, una nueva era; el esperado cambio de siglo. Sublime interpretación. Nada más que añadir.

Cinco años después, ese concierto fue puesto, en numerosas ocasiones, por un gran amigo mío. Lo disfrutábamos mientras él conducía un Seat Ibiza 2004, color rojo de cinco plazas. Pero siempre éramos nosotros tres; solamente el intérprete, mi amigo y yo. Francamente, era un momento especial, un lapso que duraba toda la noche; toda la madrugada. «El vino es mejor en tu boca», se oía por los altavoces. Éramos unos imberbes con ganas de comernos el mundo, faltos de experiencia, pero con toques de responsabilidad y sensatez. Un día, mientras cenábamos en un restaurante de comida rápida, mi querido amigo me dijo seriamente que siempre seríamos buenos amigos. Asenté con una ligera sonrisa. Una sonrisa de medialuna. Así la calificaron muchos. A menudo sonreía de lado, como si tuviera la intención de esconder algo o, en su defecto, de proteger un secreto que debía permanecer dentro de mí. En una caverna. Obstáculos rocambolescos agotaron gradualmente una relación que, desafortunadamente, tocó la puerta del señor Fin. ¡Qué desilusión! Cuando eres un inexperto con pocos años de vida, las desilusiones te acechan constantemente. Eres carne de cañón, eres un pequeño roedor en medio de la jungla esperando a ser devorado por un león viejo y decrépito, con muchas generaciones de hijos esparcidos a lo largo y ancho de la extensa sabana. A veces jugamos con nuestros deseos. Los apretamos hasta asfixiarlos; hasta que ya no pueden más y, en un abrir y cerrar de ojos, se desvanecen para no volver más. Mejor dicho, se desvanecen para quedarse en algún rincón de nuestro cerebro. Nuestro cerebro es mágico e inigualable. La materia gris que yace dentro de él nos ayuda a memorizar, a utilizar un idioma o varios, a pensar y, al mismo tiempo, a tener conciencia, memoria. Esta última es una herramienta fundamental que se va perdiendo. Hay tantas enfermedades que merman nuestro cerebro. A veces sueño que tengo Alzheimer, o que sufro esquizofrenia. ¡Es imposible! Si tuviera alguna enfermedad mental, no estaría dándole vueltas a la perola. De todas formas, si alguien lee esto, me tacharía de loco… sí, creo que sí. Irremediable dolor social.

La cultura oriental me apasiona debido a la filosofía de vida que ejercen a lo largo de sus peculiares vidas. Y utilizo el adjetivo peculiar porque, a diferencia de la cultura occidental, que está llena de inmundicia, morbo y descontrol, la cultura oriental, en cambio, vive sometida en una constante lucha por ser el mejor. No digo que esté mal. Pero es una avalancha pugilística que hunde moralmente. Los niños de Corea del Sur, de Japón o de China, por citar algunos países, viven estresados y sobrecargados con actividades que siembran semillas, y que germinarán hasta convertirse en secuelas problemáticas. Depresión, desasosiego y temor, un cóctel iracundo que podría romper hasta la coraza más fuerte de una persona. Como la mía, cabe recalcar. Me impresiona la educación que tienen ellos. Puedes dejar la cartera encima de la mesa de cualquier restaurante que, tarde o temprano, algún ciudadano te la devolverá. Hay un respeto que congela la sangre, es increíble. Atroz e imponente. ¿Por qué nos diferenciamos tanto? ¿Acaso el ser humano se rige por sus impulsos y emociones? En realidad, es una pregunta que podría recibir un sinfín de respuestas. A propósito de las emociones, cuando conocí a mi esposa, yo tenía treinta y siete años, casi treinta y ocho. Yo me consideraba un adulto hecho y derecho. Pero, al mismo tiempo, un «viejoven», como dicen las nuevas generaciones. La sociedad está en constante cambio, adentrándose muy rápido en un radicalismo exasperado, en el que hay que tener cuidado con la verborrea que vomitas a diestra y siniestra, como los romanos en los vomitorios de los anfiteatros. Mis años con mi esposa evolucionaron favorablemente. Eran muy pocos los conflictos con ella. Había discusiones, obviamente. Sin embargo, el buen entendimiento nos hizo construir una relación enriquecedora y nutritiva. Miro al cielo y sonrío. Siendo adulto, mantengo la sonrisa de medialuna de aquella frenética adolescencia. Ahora sonrío sin esconder ningún secreto. Habrá sido el proceso de mis sentidos lo que me ha llevado a mostrar realmente quien soy yo. La verdad ha salido de la cueva. Desafortunadamente, vivo en una especie de burbuja que no me deja percibir las cosas claramente. Les echo la culpa al morbo, a la irresponsabilidad y a las ganas de hacer daño por parte de gente descerebrada. Esto es algo que me corrompe, y que me parte en dos mitades equidistantes. Una mariposa se postra ante mí. Me siento perplejo, siento un calor que me abraza por completo. Es agradable, manso y persistente. Me recuerda al calor que me daba mi madre mientras yo lactaba. Mi memoria me acompaña. Estoy bendecido, pero no por Dios. Me considero una persona que piensa y reflexiona con dos dedos de frente. «Dios ha muerto. Dios sigue muerto», citaba Nietzsche en La gaya ciencia. El conocimiento ha llegado a nosotros, por lo que, a priori, Dios no tiene nada que ver con la inteligencia y capacidad que una persona pueda tener. Somos capaces, pensamos y reflexionamos. El cerebro en su estado más álgido. Portento adyacente a nosotros. Creo que he metido la pata con esto último. Surgirán detractores. Es normal, no todos pensamos de la misma manera. ¡Faltaría más! Por este motivo, cada uno dispone de su propia esencia. En caso contrario, sería demasiado aburrido saber que existe alguien igual que uno mismo.

Mis atardeceres me nublan la vista. Creo que he llegado a una edad en la que ya no me soporto. He perdido mis rasgos y mis características. He perdido la nacionalidad. ¿Soy un apátrida empedernido? Me he vuelto arrogante, terco y bastante taciturno. Me estoy desvaneciendo lentamente mientras la luna ilumina mi ventana. No me siento solo, porque está ella, la luna. También tengo un perro que me ladra cada vez que lo miro. Es como si quisiera contarme un secreto. Y me traslada a mi infancia, cuando robaba dinero a mamá. Nunca fue un secreto, pues lo supo ipso facto. Reminiscencia infantil.

Tengo una copa de vino tinto, concretamente, un Duero que me regaló una vieja amiga de Valladolid. La tengo sujeta con la mano derecha. Una mano arrugada y débil, llena de lunares y manchas que no se irán jamás. No debería beber, me lo prohibieron los médicos. Es lo que tiene la vejez. Mi cuerpo se pudre tranquilamente a medida que pasa el tiempo. Pero el tiempo vuela, no sabemos qué pasa o por qué ocurre esto. Ni soy ni seré un estorbo para nadie. Yo soy yo y mis circunstancias.

El reloj de la estantería marca las 11:45. El sol me acompaña esta vez. Está totalmente despejado. Un cielo azul armónico. La experiencia y mis conocimientos hacen el amor dentro de mi mente. Estoy sentado enfrente de un espejo. Sonrío una vez más. Espera… no escucho ningún ruido. Veo que mi perro abre el hocico. ¿Está ladrando? Me incorporo tímidamente exaltado. Me desmayo y la cama que está a pocos pasos, creo que amortigua mi caída. La vida se esfuma. ¿Estoy soñando? He salido de la caverna.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS