La semana anterior venía arrastrando síntomas que la fuerza de mi moral y las necesidades del día a día me hizo aplazar. Hoy, sin embargo, mi cuerpo acusó sus necesidades alentado por mi indiferencia y mi temeridad. El contexto es el verano. Los picos de calor llegaron a su máximo dos días atrás; ayer (al igual que hace tres días) incluso estuvo nublado, hay en esta correlación antagónica la causa de mi sufrimiento: no sufrí por los tórridos 31° del jueves, sino por los venturosos días del miércoles y viernes.

También es cierto que salir a mediodía en un polo de manga larga es una decisión estúpida. Tengo una excusa, inicialmente salí con una camisa de tirantes (o «vivirí» para que se me entienda), pero cuando estuve afuera me di cuenta de que sería peligroso porque en los hombros tengo dos lunares, uno en cada lado, el izquierdo es un lunar negro no tan pequeño que me preocupa y el segundo es uno rojo, diminuto, que me preocupa más. Creo que el regresar y cambiarme de ropa me agitó algo. Es bueno decir que este trajín no es grave y no tendría por qué hacerme mal, en situaciones parecidas en poco tiempo me he recuperado. También gasté tiempo probando unas camisas para no tener que cambiarme, y no creo que su olor me haya perjudicado porque para ese entonces no olía nada, esa fue también otra señal que pasé por alto. El dolor de la nariz y sus profundidades y alrededores, junto a la falta de aire, es un leal acompañante.

A las once y cuarto le pedí a Ángel que fuese a comprar naranjas para jugo (pese a todo no las compró y no me puede importar menos) porque estaba en su cuarto durmiendo después de empujarse dos paquetes de galletas y no quería que engorde. Envidio como puede comer tanto de todo, yo no soporto tanto de nada, también envidio cómo no ha engordado lo que creo yo debería haber engordado, pero luego me doy cuenta que es por su ritmo de vida, que es muy agitado. Tal vez pude negarme a acompañarlo, no hubiese pasado nada, pero me sentía moralmente obligado a hacerlo. Por eso cuando me dijo que lo acompañase le dije que sí, total, sí quería, hace tiempo que no lo veo y caminar me gusta. Y tampoco me voy a defender, que cuando me dijo que de paso iba a pagar el código CIP del juego de steam que me regaló sabía que lo mínimo que debía hacer era ir con él. Básicamente el error fue ir con ese polo de manga larga, por no decir que no debí haber ido, que es lo mismo que poner de excusa de que el clima me puso mal. Evidentemente soy yo (y mi cuerpo) el de la culpa.

Hace mucho tiempo no había sentido tanto calor como en esa caminata, apenas cruzando la calle ya estaba muerto. Me engañaba pensando que era el polo el causante y que en un extremo si me lo quitaba iba a respirar mejor, pero la subsiguiente idea de la imposibilidad del acto me debilitó psicológicamente. Ya para mitad del camino, que en honor de la verdad era vergonzosamente corto, estaba rengueando. Desde hace bastante tiempo que no me pasaba, el yo de hace un año hubiese rogado por regresar, pero el de ahora estaba mentalmente fuerte y quería sobreponerse a las dificultades y seguir pensando que la distancia era corta y que en otras ocasiones (no con tanto calor) ya había superado esto manteniendo el paso y descansando. Es por eso que me arrastraba hacia adelante. Ángel tuvo la simpática ocurrencia de hablar sobre algo para distraerme, más tarde lo que fuera que estuviese diciendo se transformó en palabras de aliento porque yo contribuí quejándome y sufriendo, aunque sin insinuar regresar. Me hubiese gustado hacerlo.

No me acuerdo qué tanto me quejé y gimoteé hasta cruzar el parque. No había mucha gente. Había calor. «Me siento mal», «no puedo respirar», «tengo calor». Creo que de esas tres frases no salí hasta llegar a la avenida. Ángel dijo que adentro del Tambo estaría mejor por el aire acondicionado. Es cierto que estaba mal por el calor, pero no era eso el causante real de lo que me pasaba, de hecho nunca lo he sabido a pesar de lo que digan los médicos, pienso que ello merma mucho mi salud mental. Pues eso, no creía que entrar fuese lo mejor, en ese entonces no pensaba bien, no podía hacerlo, pero ahora sé que tenía razón, el aire frío a lo mucho me calmaría un poco, pero el ambiente era cerrado, hermético, y para alguien que no puede respirar y se ahoga lo menos que quiere es un lugar así, despierta la sensación apremiante del aire, diría que así nace la claustrofobia. Felizmente estaba cerrado.

Con el mismo sufrimiento, más el del vómito como recurso final del cuerpo frente a un desconocimiento de lo que anda mal en él, regresamos a casa. Implico lo del sufrimiento en ambos porque me doy cuenta que estar conmigo no es nada fácil ni grato, estoy seguro, a pesar de que no me lo diga, de que le he hecho pasar un mal rato. Aunque sospecho que se desquitó conmigo comparando el calor de la selva con el que ahora sentía conmigo. Ahora recuerdo lo que decía como respuesta a mi «hace mucho calor», era el «¿y qué harías si estuvieras en la selva?». «Nunca estaré en la selva» era mi respuesta. En un súbito instante odié toda la selva más que todos los males del mundo. Es un odio infundado y piadoso.

No almorcé o, peor, no quise hacerlo. Soporté un arroz con huevo frito a las dos de la tarde, la verdad es que estaba muy rico, tanto que mi cuerpo no lo devolvió. La tarde fue más benigna para mí, corrió una pequeña racha de viento que me refrescó y una hora más tarde me eché en el piso boca arriba y dormité una hora. A la tarde a eso de los cinco y media fui a comprar pan con mi padre, lo que es una excusa para sacar a las perras a que meen y caguen en ese orden. Yo no quería (yo no podía) salir de nuevo ese día, pero el querer evitar ser el yo de hace un año me impulsó a hacerlo. Estaba tan mal, sobre todo moralmente, que mi idea, sólo para animarme a hacerlo, era ir al parque de al lado (distinto al de la mañana) y regresar a casa una vez haya levantado las cacas de las perras, pero una vez afuera terminé yendo a comprar pan con los tres. No hubo inconvenientes. Esta vez no me quejé, pues estaba mal, pero no al nivel de la mañana, sino a uno donde el sufrimiento se debe suprimir en pos de desempeñarse adecuadamente en las actividades diarias, de modo que impidas convertirte totalmente en un paria. Con todo, este proceder tiene sus limitaciones, sobre todo supeditadas a qué tipo de actividades hagas y a qué lugares vayas, dado que no puedes mantenerte estoico en una situación límite como es el no poder respirar, ello requiere una enorme fortaleza mental y autocontrol, un poco de masoquismo también. Es por eso que mientras hablaba con él, con mi padre, me sentó mal lo que me propuso sobre acompañarle a canjear un vale de dinero por alimentos a un supermercado. Tuve que decirle que no podía acompañarlo porque seguía mal, a lo que una respuesta muchas veces escuchada («no ahora, cuando estés mejor») salió de su boca. Ambos sabíamos que eso no iba a ocurrir, pero era un deber suyo como padre proponerlo y un deber mío como hijo dejar que lo dijese. Siendo sinceros, a pesar de estar tan disminuido en confianza por lo de la mañana, aún así no habría aceptado. No me hubiese sentido especialmente preparado para eso aún. Sí, mi estado de recuperación en este año era tal que ya hasta me lo proponía, tenía pensamientos y previsiones aceptables de mí haciendo esos viajes y disfrutando de ellos cuando antes me era imposible siquiera pensar en hacerlos o, cuando no, me invadía un terror cerval. Pero, habiendo estado tan cerca, el episodio de la mañana derrumbó toda mi confianza; es decir, lo hice, hice todo el recorrido, cumplí el objetivo, pero ¿a qué costo? Siento que hoy tuve suerte, de haber sucedido en un lugar más alejado, o estando solo, ¿qué podría haber hecho yo más que agonizar? Es como si todo lo que hubiese conseguido este año de superación tanto mental como corporal se destruyeran ante la fragilidad de mi vida, ante el ahogo y la asfixia. Es por eso que en la tarde quise salir de nuevo. Se pudo. Mi victoria, aunque pírrica, es dejar lo de la mañana en el pasado y verlo como una contingencia desafortunada en vez de una fatalidad rutinaria. Aún no lo consigo, pero la idea permanece.

A las siete y treinta me puse a escribir esto, a las ocho tuve que dejarlo de lado por un partido de fútbol que mi padre me pidió poner desde la laptop (ganamos) y luego vino la cena. Me serví poco por miedo al vómito, felizmente fue un miedo remanente e infundado. Más tarde me empezó a doler el pecho y me asusté un poco, me convencí de que era por estar respirando mal y la tensión del juego. Más tarde, luego de todas estas actividades prosaicas, me siento a escribir esto. Son las diez y media y mi pecho ya no duele.

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