—¿A dónde me vas a llevar Henry? —preguntó Janne.
—Daremos una vuelta por el centro. Entraremos en un bar o un café a tomarnos algo y volveremos al hotel para tu despedida.
—¿Mi despedida? ¿Qué es la despedida?
—La cosa.
—Ummmmm —Janne dijo esto mordiéndose el labio inferior.
—¿Te gusta la cosa?
—Me encanta la cosa…
Me gustó la forma como Janne dijo esto último.
Ella se fue a dar un baño. Mientras tanto, escogí mi mejor ropa. Ese era nuestro último día en la ciudad, nuestro último día juntos. Janne tenía un vuelo para visitar a sus padres, hacía mucho que no los veía.
—Los extraño…
Decía, con un tono de voz lento y lastimero, a la vez que apoyaba su cabeza en mi hombro o en mi pecho. Si pretendía contagiarme el pesar con esa maniobra, nunca lo logró. Lo máximo que pude hacer al respecto era motivarla a llamarlos, pero ella decía que una llamada no era suficiente.
—¡Tengo que verlos! ¡Necesito abrazarlos, besarlos, decirles cuanto los amo!
Yo nunca supe extrañar a distancia, por lo cual, nunca decía nada. Me limitaba a abrazarla, acariciaba su hombro o su espalda, pretendiendo compensar en algo esa ausencia paternal que parecía tan grande en Janne. Nunca nos besábamos en esas ocasiones. Supongo que un beso de ese carácter se salía por completo de esa idea de amor paternal que yo no entendía. Solo era cuando ella empezaba a sollozar en mi hombro o en mi pecho, me sentía miserable, peor aún en mi incompleta incapacidad ante mi falta de empatía. Le daba mi Smartphone para que llamara, ella nunca tenía minutos en el suyo. Tomaba el aparato y se iba al baño o a la cocina. Yo nunca me preocupé si en realidad llamaba a sus padres o a otra persona. De todas formas, lo nuestro era pasajero, tarde o temprano se acabaría como se acaban todas las cosas.
En su ausencia, recordaba haber leído en algún lado que las lágrimas de la mujer son la mejor forma de manipular a un hombre. No sé si eso sea cierto y si el nuestro era el caso. Aunque así pareciera, la verdad es que yo le daba mi aparato para que dejara de lloriquear por cosas que no entendía, no sé si esto se pueda interpretar como una manipulación. De todos modos, yo también sabía sacar provecho.
Mientras escuchaba el flujo de agua caliente caer de la ducha al suelo del cuarto de baño, me dirigí al closet. No fue difícil escoger a causa de lo poco que tenía. Tomé los pantalones negros, la camisa negra y los zapatos negros que ayer habíamos comprado, todo a la medida, como seda en la suavidad.
Me perfumé y me apliqué laca para el pelo. No tenía la costumbre de acicalarme frente a un espejo, pero en ésta ocasión lo hice. Era una ocasión especial. En ese momento Janne salió del baño. Tenía una toalla arropándola desde el inicio de sus pechos hasta los muslos, además de otra que atrapaba majestuosamente su colorado, largo y sedoso pelo. Desfiló por toda la habitación hasta el otro lado, donde tenía colgado un elegante vestido negro, resultado de esa compra anteriormente mencionada. Volvió al cuarto de baño con el vestido, con el propósito de terminar de arreglarse en la intimidad. Esa era una costumbre que me agradaba de Janne, sabía respetar los tiempos.
Conocí a muchas mujeres que se cambiaban allí mismo, en la mitad del cuarto, sin importarles la mirada de su pareja o amante. Aunque es un hecho poco relevante, las mujeres que lo hacen pierden el encanto. Una mujer recatada, que se sabe mantener reservada y ciertamente exclusiva para la intimidad, es mucho más deseable.
Terminé el protocolo ajustándome un viejo gabán negro que había guardado y cuidado bien. Aunque ciertamente innecesario para la tarde que parecía soleada a través de la ventana, tenía que estar a la altura de la Janne que se estaba preparando en el cuarto de baño.
Al observar el resultado del proceso, me gustó lo que vi: El gabán terminaba de ajustar la inmortalidad del conjunto negro. Me gustaba el negro, era elegante, recatado, discreto, sofisticado. Me gustaba la imagen de mi rostro arrugado, cascado, atormentado con el gabán. Aunque un poco pasado de barba, era un toque que le daba mucha más madurez y experiencia a la imagen.
Me pasé por última vez la mano por mi pelo. Aunque tenía la frente larga y ancha, me quedaba a la perfección para mi lengua y mi persona. Me dije que después de mucho tiempo, por fin había dado con la imagen idónea para la persona.
Sin mucho más que hacer sino esperar a Janne, salí de nuestra habitación del hotel al vestíbulo, donde la esperaría. No le dije nada a Janne ya que no era necesario. Eso era lo bueno de nosotros, una pareja que ciertamente se sabe y conoce en sus maneras: no necesitas estar informando obviedades a cada momento.
Estábamos en un tercer piso y aunque había asesor, preferí las escaleras. La recepción estaba desierta, solo el recepcionista detrás de la barra anotando algo en una agenda verde. No lo interrumpí. Detallé con detenimiento unos cuadros que colgaban de la pared de la recepción. No eran nada estimulantes, pero me llevaron a preguntarme, ¿Cuántas personas se detienen en la recepción de un hotel a observar los cuadros?
Janne apareció detrás de las puertas del ascensor. Estaba esplendida. Pasé mi brazo alrededor de su cintura y salimos del hotel.
Pasamos por un enorme escaparate que parecía un espejo, nos detuvimos a observarnos. Estábamos impecables. Ella, con su vestido negro ceñido al cuerpo que le resaltaba esa espectacular figura. Yo, con mi conjunto improvisado de negro.
—Deberías visitar al barbero —Mencionó Janne.
—Qué va. Estoy como nunca.
Me sentía como nunca.
Saqué mis gafas de sol del bolsillo del gabán y me las coloqué. Le sonreí a mi reflejo. Tenía la sonrisa ancha y blanca. Me sentía radiante, grande, poderoso.
—Vamos…
Tomé a Janne de la mano y nos movimos por las calles de la ciudad.
Estaba bello, intachable, imparable. Me sentía joven, radiante, inalcanzable.
¡Era el rey del mundo!
Me sentía como un chico de veinte años, aunque tuviera la cara arrugada y canas en mi incipiente calva. Me sentía lleno de vida, aunque me dolieran las rodillas por bajar del tercer piso a la recepción en escaleras. Tenía una vida por delante, aunque con un numero inconmensurable de reproches que solo una vida larga y penosa saben acumular. Llevaba una mujer conmigo, aunque se marcharía, tal vez definitivamente, esa misma tarde noche. A pesar de todo, sentía que había envejecido bien.
Esa sensación me hizo aligerar el paso y caminar al son del calor de la tarde y de Janne. Tenía ganas de sonreír a gusto, genuina y auténticamente. Esa vitalidad me obligó meter mi mano derecha al bolsillo del pantalón y con la otra llevar a Janne, mi mujer, como una escultura portentosa para que todos la admiraran. Detrás de nosotros dejábamos un aroma de perfume y limpieza que obligaba a los transeúntes volverse. Parecíamos una anomalía extrañamente feliz, auténtica, radiante y de negro en esa tarde pesada y cansada de la ciudad. Éramos la envidia de todos.
No hablábamos nada durante el recorrido. En este sentido, nos entendíamos a la perfección. A mí nunca me gustó hablar de más y Janne siempre disfrutó de la compañía en silencio. Cada uno sabía esta particularidad del otro y nos complacíamos mutuamente con ello.
Cerca de las calles del centro, una mujer igualmente acicalada que nosotros, pero más recatada y delicada, sin el don de la elegancia y la elocuencia nos pidió ayuda.
—Disculpen… —terció una vez se cruzó cerca nuestro—¿Saben ustedes dónde queda la Iglesia?
—Lo siento mujer —dije—, somos turistas.
La mujer se sorprendió.
—¿No van ustedes al entierro?
Janne y yo no pudimos reprimir una risa corta.
—¿Cuál entierro? —preguntó Janne.
—Disculpen… —se lamentó la mujer— Por su apariencia pensé…
La mujer no terminó la frase por alguna razón. Se apresuró para seguir su camino, dejándonos en nuestro parsimonioso recorrido que retomamos con elocuencia.
Al llegar al centro de la ciudad, el grueso de la gente se acomodaba allí. Por todos lados se movía la población. Iban y venían familias enteras, buscando algo con que entretener el fin de semana libre que les dejaba la única posibilidad de pasar un tiempo en familia, solo que todos habían decidido pasarlo en el centro de la ciudad.
—Busquemos un lugar para acomodarnos —le sugerí a Janne.
Tenía la referencia de que los cafés y los bares de aquella zona eran los mejores, así que tenía que comprobarlo. Pero antes, debíamos sortear el tumulto. Nos metimos en el grueso de gente. Agarré a Janne firmemente de la mano, para que no se perdiera. La conglomeración era tal, que parecíamos una procesión cruzando una estrecha puerta. El problema era que la gente iba y venía de forma desordenada. Me arrepentí de habernos metido en ese meollo, pero ya era muy tarde para pretender volver, así que arrastré a Janne para que se hiciera delante de mí, para que guiara nuestros pasos. De a pocos, nos movíamos con más rapidez. Janne se sabía mover entre la multitud y sorteaba sin dificultad el tumulto de gente estática, se movía con soltura y fluidez, se me hacía cada vez más difícil seguirle el paso. De repente, ella estaba dos cuerpos delante. Traté de moverme entre esos dos obstáculos rápido. Cuando me di cuenta, ya solo veía la cabeza de Janne. Procuré gritarle, pero nunca me escucharía en ese tumulto. A los segundos, la había perdido de vista. Me apresuré entonces, empujando y manoteando sin piedad. Para cuando llegué al otro lado de la calle, Janne ya no estaba. Janne se había ido.
La vi a lo lejos, apresurando su paso, como pretendiendo perderse de mí.
Tal vez se le había hecho tarde para tomar el vuelo, o procuraba llegar con más anticipación de lo requerido. Tal vez fueran excusas para ocultar la verdadera razón, pero desconfiaba de ésta por un simple hecho: Janne nunca volvió la vista.
Parecía que tenía una decisión muy firme y capaz en sus pasos, en su manera de esquivar todo el tumulto. Ella se movía a una velocidad diferente, a otro ritmo, con otro propósito. Parecía que estuviera escapando de algo, o de alguien, como con miedo. Yo no la detendría.
Aunque me molestaba un poco el hecho de que se hubiera ido sin despedirse, lo que en realidad me dolía era que se hubiera ido sin hacer lo que había prometido: Ella había dicho que haríamos la cosa.
¿Qué paso Janne? ¿Te faltaron ovarios?
Necesitaba la cosa, quería la cosa.
La cosa es lo que hace que la gente se levante a horas inhumanas, lo que incita a los bancos cobrar el 4 por 1000, que las mujeres se maquillen y los hombres se peinen. Lo que provoca la migración, la inflación y el desempleo. Lo que lleva a la corrupción, a la trampa, a la estafa.
Es lo que hace que la gente ría o llore, es lo que obliga a muchos pagar un gimnasio, o una suscripción a Netflix o Start plus. Es lo que nos hace escuchar música y leer libros. Es lo que hace a la gente ser esto o aquello. A fin de cuentas, la cosa es lo que mueve a la gente, lo que tiene la maquinaria andando, lo que hace que el sistema funcione y el mundo siga girando.
La cosa también era lo que me hacía sentir como un chico de 20 atrapado en el cuerpo de un viejo de 60. Y me gustaba sentirme como un chico, aunque me causara problemas en ciertas ocasiones. Finalmente, la cosa puede que se escape cuando más se necesita. Yo ya no tenía a Janne, en consecuencia, no tendría la cosa.
Volví sobre mis pasos, con el propósito de volver al hotel, pero recordé el grueso de gente. Cambié de opinión y me fui por otra calle, la más solitaria y aislada que encontré. Tendría que buscar una alternativa para esa cosa de Janne, pero no sabía dónde buscar. De repente, un pequeño gatito apareció de la nada. Se acercó a mí y restregó su pequeño y tierno cuerpo sobre mis pies. Yo soy un hombre de gatos. Me gusta su independencia, su indiferencia. Al gato nada le importa su dueño, él solo piensa en comer, dormir, cagar y saltar una que otra vez. A diferencia de los perros, que asumen una fidelidad dolorosa, los gatos son esa mágica compañía que se sabe en silencio.
Me agaché para acariciar al pequeño minino, pensando que escaparía o saltaría de donde había salido, pero no hizo ningún gesto. Me observó y lanzó un maullido tierno y estudiado. Lo tomé con mis brazos pensando llevármelo conmigo. Al instante, una mujer apareció también de la nada.
—¡Michi! —Dijo la mujer.
—Disculpe, señor. Espero que mi gato no le haya causado molestias.
—Todo lo contrario —dije.
Nos acomodamos en un pequeño café a unas pocas calles. Era algo humilde y reservado, aspecto que me gustó, especialmente después de la traumática experiencia donde perdí a Janne. La mujer dueña del minino era joven, linda y elegante. Aunque no tan elegante como Janne, si era más joven y su expresión denotaba cierto anhelo y alegría por la vida, cosa que Janne había perdido hacía mucho tiempo ya. La mujer era impulsadora de una importante cadena, estaba promocionando un nuevo producto por la zona, cosa que no me importaba en lo absoluto. Mientras fingía interés, deduje que aquella gustaría de la cosa. Dada su juventud, cabía la posibilidad de que la desconociera, pero en los tiempos que corren, eran muy pocos los que lo hacían. Aun así, algo me decía que aquella mujer gozaría de la cosa.
En su ajetreada labor, parecía muy ocupada, lo suficiente como para pensar en la cosa. Tenía la idea de que esas personas, que no piensan mucho en la cosa, son las que saben disfrutarla más, dada su abstinencia voluntaria por razones irrelevantes, encuentran en la cosa un desfogue que ejercen con toda su vitalidad y necesidad.
Tenía, en consecuencia, mi alternativa para la cosa.
—De seguro que usted gusta de la cosa.
—¿La cosa? —dijo la mujer, deteniendo su ajetreada labor y observándome con el ceño fruncido— ¿Qué es la cosa?
Así que la joven dueña del minino no sabía la cosa. Me daba fastidio tener que explicarlo todo acerca de la cosa. Tome un largo aire que despache con descontento y procuré explicarle, lo más sucinto posible, lo que la cosa era:
—La cosa puede ser cualquier cosa o todas las cosas…
La mujer no dijo nada, solo se quedó mirándome con sus enormes ojos perplejos. No había entendido nada.
La dejé con su minino. Al fin y al cabo, tendría que dejar la cosa para otro día. Mientras retomaba el camino al hotel, apliqué esa recomendación que el payaso de Heinrich Boll me había enseñado hacia unos días, resignarme.
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