Noctámbulo

Noctámbulo

relatero

01/02/2024

En un momento dado, percibo la cadencia del fuego lento de la estufa. Marcela se hace unos huevos cocidos para consagrar la noche y terminar su jornada, una más, de la soltera arrepentida.

Yo llevo unos minutos intentando leer a Amélie Nothomb, pero simplemente, pasa que hay días en que no se puede. Pasa que hay días en que todo parece estático, quieto, congelado. Uno ve la noche pegada en las paredes blancas del cuarto iluminadas por la luz blanca de la bombilla ahorradora. No me pregunten como se ve, o que forma tiene, si habla o hace gestos, yo solo sé que allí está la noche, en el mismo cuarto conmigo, pero no acompañándome. Días en los que se siente el silencio, como algo ligero que puede colarse por debajo de la puerta, por las ventanas cerradas, por los espacios de las cortinas echadas. Es un silencio largo, espeso y muy condensado, casi infinito. Uno se pregunta si las dimensiones del cuarto alcanzan para aguantar tanto silencio que se interpone entre la noche y mi persona. Esos son días que pasan a ser noches, noches inacabables con tanta vida que se interpone por delante y por detrás. No sirve de nada ignorarla o reemplazarla con otro tipo de estímulo que enmudezca tanto silencio pegajoso. Solo queda dejarse contagiar por tanta belleza ignorada.

Dejando el libro a un lado, me quedo paralizado por esa belleza extraña y vacía que me inquieta antes que enamorarme. Me pregunto si sería conveniente saber leer en francés, pero recuerdo que ni siquiera he logrado pasar del primer relato en inglés de Cheever. Mis pretensiones resultan muy altas para tan poca cosa. Debería empezar por el comienzo, pero voy tarde, demasiado tarde. Tarde para comenzar de nuevo, para empezar algo nuevo, para pretender algo novedoso e interesante. Ya llevo mucho, mucho tiempo y años acumulados, aun así, no se reconocen en el papel.

Marcela sube con los huevos, dos para cada uno, avena batida y un poco de pan.

Le describo la situación. La imposibilidad de leer a Améline Nothomb y de seguir escribiendo en español latino. Lo de la noche y el silencio, me lo guardo.

—¿Qué pretendes, entonces?

—Creo que sería conveniente empezar a escribir en inglés…

Ella se ríe.

—¡Ni siquiera sabes leer en inglés!

—Sí, ya lo sé…

Tomo uno de los huevos. Aunque está muy caliente, lo arrojo de nuevo con brusquedad al plato, se quiebra, esparciendo todo su humo blanco de peo seco por el cuarto.

—¿Por qué no sigues con el español?

—No sirve de nada —le digo—. Aquí no hay muchas convocatorias, y las pocas que hay se centran en poesía y novelas. En España hay muchas convocatorias, pero de las pocas en donde logro pasar los requisitos, la narrativa es en castellano…

—¿Por qué no lo intentas en castellano? ¿No sería más fácil qué en inglés?

—No. Eso nunca. Sería traicionar mi propio lenguaje…

—¿Entonces?

—Estamos jodidos…

Ya lo había considerado desde hacía mucho. La pretensión de ser escritor se hacía cada vez más irreal, más difícil, más lejana, una utopía.

—¿Qué será, entonces?

—Un trabajo, común y corriente.

Marcela no lo entiende. Preferiblemente, saca su celular y se introduce de lleno en Instagram. Mientras traga huevos con avena batida y pan, se ríe de las pendejadas que la gente pública.

—Pendejadas y todo, pero divertidas…

Me dice la muy pendeja.

—¿Por qué no usa las redes sociales?

La miro con desaprobación.

—Entonces, siga quejándose…

A pesar de todo, Marcela tiene razón. Lo podría hacer, pero no estoy hecho para esas pendejadas.

—Ya está —le digo—, me voy a abrir un OnlyFans.

Nos miramos tras el comentario. Reímos al unísono.

—Las que ganan en OnlyFans son las mujeres.

—Sí, es verdad. Por eso la necesito…

Marcela me observa sorprendida. Después, me lanza un pedazo de cáscara de huevo.

—¿Qué se cree que soy?

—¿No me dice que use las redes sociales?

Los dos estábamos muy cómodos con el uso del internet, pero inconformes con la implementación del mismo.

—¿Qué nos ha pasado?

—Que nos hicimos viejos.

—¿Podemos considerarnos ya después de los treinta?

—No podemos, debemos.

—Hablando de viejos…

Le expliqué a Marcela las complejidades del asunto creativo.

—El otro día, mientras refregaba la ropa, estaba pensando en algo… Es como decía Agatha Christie, que se le ocurrían las mejores ideas para sus relatos mientras fregaba los platos. Pues me acordé del barrio en nuestra infancia. Me acordé que un día tuve un encontronazo con otro pelao. Creo que era el hermano de uno de sus amigos, un muchacho al que le decían Gafas. Bueno, creo que ese Gafas tenía un hermano menor. Era un pelao más grande, tanto en edad como físicamente. Yo no sé por qué, pero creo que lo insulté o algo así. El pelao se me abalanzó a cascarme, pero papá se dio cuenta. Estaba lavando ropa. ¿Se acuerda que el lavadero estaba en la ventana que daba al parque del barrio? Pues mi papá salió por la ventana, así como es él, todo escandaloso y me gritó: “Cásquele a ese marica. No se deje”. Pues yo hice lo debido, o bueno, eso intenté. Pero no es eso lo que quiero contarle. Esos manes tenían una hermana, ella era Candy, ¿Se acuerda? ¿Se acuerda de los Candys? Los Candys eran los Emos de los noventa. Eran los que andaban con muchas de manillas en ambas manos, manillas de colores muy llamativos: Naranja, verde, rosa, azul, todos colores fosforescentes. También tenían un chupo. Me acuerdo que ella tenía un chupo colgado. Lo usaban cuando les cogía la ansiedad o el estrés. Era rara esa gente. También me acuerdo que metían pepas en fiestas. Bueno, eso último me lo contaron…

Marcela, con la boca llena de huevo y avena, afirmó con la cabeza. Hizo un esfuerzo por tragarse lo que mascaba para decir:

—Claro que me acuerdo. Era Jennifer, ella se acostaba con todos.

—¿Usted cómo lo sabe?

—Me lo contaron…

Terminamos hablando de esa infancia que parecía lejana, tanto que la sentíamos ajena, extraña, fuera de nosotros. Por ello, nos referíamos prioritariamente a partir de comentarios de terceros. No es que no confiáramos en nuestra palabra, o nuestra experiencia, o en nuestros recuerdos, la cultura del barrio se había creado a partir de chismes, rumores y comentarios. Puede que todo aquello fuera mentira, pero sentíamos latir la esencia de su magia en cada relato que referíamos por un tercero desconocido. Era como si la vida de aquel entonces se trasladara al momento de mencionarla, entonces, nos sentíamos jóvenes otra vez. Ya no eran necesarias las pendejadas que internet ofrecía para entretenernos, si contábamos con unos recuerdos, sustentados por comentarios vivos de terceros, ¿Para qué entretenernos si podíamos vivir de nuevo?

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